Giuseppe Cesare Abba
Crónica de un tiempo perdido
Traducción de Martín López-Vega Periférica, Cáceres, 2009
Sobre la escasa estatura de Napoleón Bonaparte se fueron tejiendo, reales o figuradas, multitud de anécdotas. Quizás una de las más conocidas relata cómo en cierta ocasión, durante un campamento previo a una batalla, el corso intentaba alcanzar el fruto de un árbol sin conseguirlo. Tal situación fue percibida por uno de sus oficiales, un hombre de gran envergadura que al ver cómo el emperador era derrotado debido a su corta estatura, se le acercó y le dijo con el mayor de los respetos, pues de sobra conocía el temperamento irascible de Napoleón: —Si me permite, general, yo le alcanzaré la fruta ya que soy más grande. A lo que Napoleón respondió con gesto severo: —Más grande, no. Más alto.
Opinión más contrastada y, por qué no decirlo, más cercana al ideal que Napoleón guardaba de sí, es la plasmada por Giuseppe Cesare Abba en su Crónica de un tiempo perdido, para quien, a pesar de todo el tormento de carne innombrada, los muertos resumidos en una cifra a los que dedica encendidas y sentidas páginas de homenaje, el siglo xix está lleno de Napoleón. «¡El hombre fue él!», llega a escribir. Este italiano, enamorado de la Historia, tomó parte en la expedición de los mil camisas rojas de Garibaldi, fue alcalde en su propio pueblo natal del Piamonte, profesor en Brescia y senador del reino, y quizá precisamente por eso, porque él también participó de la Historia, tiene este ensayo, que concluyó pocos días antes de morir, un aire tan melancólico.
Tras unos capítulos introductorios en los que dibuja con trazo preciso varios tipos sociales, su pluma parece transcribir en ciertos pasajes, tan llenos de encanto e inteligencia como hábilmente construidos, los hechos como si fueran los propios viejos protagonistas los que los narraran con todo el color y el espíritu de las cosas realmente vividas: «Los viejos de hace medio siglo recordaban haber oído de jóvenes que aquel hombre y aquellos franceses habían venido a Italia para hacer trabajar a doscientos mil gandules; y antes que ellos lo habían escuchado así sus padres, que además habían sido testigos de cómo aquel dicho se ponía en escena.
Aunque Abba sabe bien que «la Historia no tolera suposiciones», en ocasiones se complace en dejar volar la imaginación del lector como en el episodio en que un alcalde genovés, fiero de ánimo y enemigo de los franceses, agarrando a gritos un cuchillo se lanzó contra Bonaparte decidido a degollarlo. Evidentemente la punta de aquel cuchillo no llegó a su destino, pero la reacción contra Napoleón trajo consigo la eclosión del mosaico de naciones surgidas del auge romántico, que tras la desmembración del Imperio Austrohúngaro acabaría desembocando en el estallido de la I Guerra Mundial. No obstante, en su lúcido análisis final, Abba alcanza a comprender que, con Napoleón como instrumento, la impregnación de las leyes, los hábitos, las conciencias de todas las conquistas materiales y morales de la Revolución desembocaron en una democracia verdaderamente republicana, pacífica, «porque la paz es condición de existencia para ella, que busca la grandeza en el propio progreso y que cuida más del trabajo, de la justicia y de la libertad, que de la supremacía y de las conquistas. Ella se ha puesto a la cabeza de Europa».
Abba falleció en 1910. No llegó a ver cómo el espejismo de una Europa democrática y en paz saltó roto por los aires el 28 de junio de 1914 cuando un joven revolucionario bosnio asesinaba a tiros al archiduque Francisco Fernando en las calles de Sarajevo. Con este hecho daba comienzo el mayor horror hasta entonces conocido en la historia de la humanidad, superado ampliamente poco más de veinte años después.
Rubén Sánchez