Bruno Mesa
Argumentos en busca de autor
La Caja Literaria, Tenerife, 2009
Con este título de raíz pirandeliana nos ofrece Bruno Mesa (Santa Cruz de Tenerife, 1975) un cuadro de sus pasiones literarias. En este libro para pervertidos amantes de la literatura el autor manifiesta su particular visión del mundo de las letras. O mejor dicho: el autor se retrata a sí mismo a través de la frecuentación de los libros. En el prólogo, al que se llama «Envoltorio», nos ofrece Bruno Mesa su peculiar concepción del acto de lectura: «El lector es el verdadero autor del libro, porque lo modifica con su lectura. Pero no lo modifica de una forma superficial sino desde la raíz». De pocos libros puede decirse que transmitan un amor tan profundo a las letras; un amor, es cierto, que parece intransigente, exclusivo, absorbente. En el «Envoltorio» se nos presenta una filosofía de la lectura concentrada en cuatro páginas: «Para uno, que es lector caprichoso, los libros son como regalos, y a mí de los regalos lo que menos me interesa es el envoltorio, ese que rompo en cuanto me dejan, luego meto las manos con avidez y miro a ver si aquello me interesa o es puro cuento».
La introducción nos sitúa ante un libro escrito por un lector voraz que necesita la lectura como otros el alcohol. Nuestra época es muy dada a las adicciones: juego, televisión, trabajo, sexo, estupefacientes, dinero, asesinato, religión, etcétera. No tardará en aparecer el especialista que anuncie nuestra incurable adicción a la respiración. Los enfermos de literatura son en nuestro tiempo, según vaticina Philip Roth y un servidor suscribe, una especie en peligro de extinción. El lector compulsivo gusta de la soledad, es melancólico e hipersensible al ruido. Su ecosistema, tan frágil, se encuentra seriamente amenazado. Bruno Mesa es uno de esos individuos. Aunque sería un error imaginarlo siempre solitario y caviloso. En este libro hay suficientes pruebas de que sigue una activa vida literaria. Amar los libros y detestar a la mayoría de los escritores contemporáneos parece una máxima universal entre quienes se dedican a la literatura. Bruno Mesa no es una excepción.
La primera parte, titulada «Premeditaciones», consta de aforismos muchos de los cuales no desdeñaría firmar el mismísimo Chamfort. Bruno Mesa posee una ironía digna de respeto, su rasgo más característico, y un agudo sentido del humor. La ironía, dicho sea de paso, es una virtud apenas cultivada en nuestro tiempo. No abundan los espíritus burlones, por desgracia. Con su experiencia del medio literario los dardos suelen ir dirigidos contra los colegas: «No hace falta tener éxito para ser presentado en sociedad como escritor, a veces no es necesario ni saber escribir». Pocos salen indemnes de sus estocadas, dadas siempre con impecable limpieza: «A nadie le gusta reírse de los poetas. Yo, en consideración a su esfuerzo, me limito a reírme de sus obras». Temas como la religión, el arte, la metafísica o el amor tampoco están a salvo de su ingenio mordaz. Precisamente las cosas elevadas, como bien sabía Voltaire, son el blanco más propicio para la ironía: «Ayer creía en Dios, estoy seguro, lo que no recuerdo es dónde estuve bebiendo». (Buena respuesta en un interrogatorio de la Santa Inquisición.) «Me encanta cuando me hablas de amor, porque enseguida me entra sueño» (adiós al mito de Romeo y Julieta). «La crítica de arte en nuestros días parece consistir en ofrecer respuestas sesudas a preguntas delirantes». (Con esta frase desmonta el negocio de los museos provinciales de arte moderno.)
El estilo de Bruno Mesa recuerda mucho a Kierkegaard, que sabía ser divertido para esconder su desesperación. Bruno Mesa nos lo dice en otra frase: «Un amigo intenta convencerme de que veo la vida como algo cómico. Le respondo que está equivocado, que es lo contrario, que soy un hombre trágico, y por tanto, desesperadamente irónico». No es casual que en la última sección del libro aparezca el filósofo danés.
En el ensayo titulado «No existe lo imposible» Bruno Mesa elogia al poeta tinerfeño Luis Feria. Sus razones son tan convincentes que despierta la inmediata curiosidad por la obra de este poeta. Alguien que goza de la lectura como lo hace nuestro autor ha de tener una percepción especialmente sensible del lenguaje.
En «La intimidad del alfabeto» desarrolla una fenomenología de las principales letras del alfabeto y de algunas palabras, destacando sus cualidades sensibles. Nos lo advierte al comienzo de esta breve y magistral pieza: «En las letras, en el doble fondo de su maleta, envuelto en el rectángulo de terciopelo negro, hay escondido un río de magia que pasa inadvertido por nuestros oídos, indiferentes a ese milagro». Y con esa agudeza hace el examen de algunas palabras: «La palabra convalecencia es un ejemplo de precisión, porque ese largo batallón de letras con cara de enfermera induce a pensar que será larga, triste y dura». O bien: «La ciega guerra tiene vísceras de r y se alimenta con vocales de sangre». De las piezas recogidas en esta segunda parte donde más brilla el gusto y el talento literario de Bruno Mesa es en la titulada: «Un país llamado tradición». Esa tradición es un país caótico y libre, como él mismo nos dice, en el que habitan las sombras de Swift, Galdós, Bertrand Russell, Eugenio de Andrade, Arreola, Monterroso, Nietzsche, Julio Camba, Pasolini, Azorín, Pessoa, Josep Pla o su dilecto Feyerabend. Este es su canon personal: heterogéneo, caprichoso, irreductible a normas de lectura oficiales, lo cual es prueba de buen gusto. El autor termina el repaso de sus devociones diciendo: «Aquellos de los que hablé son una parte nada más, pero son suficientes para hacerse una idea de hacia dónde voy, si es que voy a algún sitio, y de dónde vengo. A unos les bastará para comprenderme y a otros para crucificarme. Me alegra saber que hay tarta para todos».
Si nos definimos por nuestras aficiones, aversiones y caprichos Bruno Mesa está de cuerpo entero en estas páginas. Por una de esas paradojas que tanto le gustan acaba convertido en el personaje de su libro. O mejor dicho: se transforma en libro, en una de esas metamorfosis a lo Ovidio. Sabe Bruno Mesa que los personajes literarios llegan a ser más reales que los propios lectores, como nos enseña en la primera pieza de esta sección: «A propósito de la inexistencia»: «Si vivir es un regalo del tiempo, solo ellos vivieron. Gulliver, Crusoe, el padre Brown o Edipo contemplan desde la biblioteca ese río interminable de lectores, siempre iguales y siempre diferentes, y sonríen desde sus anaqueles porque están seguros de que solo ellos existen».
En las «Notas para una enciclopedia personal» resulta tan revelador de sus inclinaciones las voces que ha elegido como lo que dice en cada una de ellas. Bruno Mesa o la facultad de elegir. En esta enciclopedia no faltan Kierkegaard, Feyerabend, el Abismo, el Homo Sapiens, la Democracia, los Libros o el Marqués de Sade.
Bruno Mesa ha observado el sufrimiento, el absurdo y también la alegría de la vida. Ha visto la vanidad de sus colegas, la estupidez de las instituciones. Ha oído los rebuznos de los fanáticos. Se ha detenido maravillado y agradecido en unas líneas de Borges, de Swift, de Pessoa, de Homero. (¿Le queda algún libro por leer a Bruno Mesa?). El resultado es esta impecable paradoja. Un libro que es una carcajada en sordina, una celebración de la inteligencia, una desesperación bienhumorada. Bruno Mesa, tan intelectual, congeniaría con James Ensor, el Arcipreste de Hita y Rabelais. Gente carnavalesca. No olvidemos lo bien que hacen en Tenerife el Carnaval, la isla donde lee Bruno Mesa.
Francisco Alba