Autor: 11 julio 2008

Eugenio Fuentes

Una de las experiencias lectoras más estimulantes que se pueden abordar en estos meses de verano, cuando las vacaciones nos conceden más horas libres para los libros sólidos, es leer sucesivamente dos novelas grandes en tamaño y calidad, de largo recorrido y de profundo aliento: Vida y destino, de Vasili Grossman, y Las benévolas, de Jonathan Littell. Las dos tienen más de mil páginas y demuestran que la potencia y el músculo le vienen bien a la literatura. Las dos han sido comparadas a Guerra y paz por su temática bélica, por la amplitud geográfica y temporal de los acontecimientos, por la multitud de personajes, por la ambición totalizadora del relato y por la trascendencia última de sus temas: la vida, el destino, la muerte.

Frente a tantas novelas en las que se aprecia demasiado pronto la inseguridad y el cansancio de sus autores, frente a tantos relatos que prefieren resumir a inventar, estas dos obras mantienen en tensión al lector con su exhaustiva documentación, con sus diálogos vivos y naturales y con sus párrafos corpulentos.

Si por separado ambos libros son importantes, al unir su lectura se potencia su significado, puesto que se ambientan en un mismo periodo histórico, la segunda guerra mundial, y en unos mismos escenarios: Rusia y Alemania, con especial hincapié en el frente de Stalingrado en el terrible invierno de 1942. A pesar de que medio siglo separa la escritura de uno y otro, hay momentos en que se tiene la impresión de que los personajes de Grossman y de Littell están frente a frente, sólo distanciados por unos centenares de metros, empapados por la misma nieve y ateridos bajo el mismo frío, refugiados en trincheras opuestas y escuchando los mismos estruendos de las bombas mientras se agachan a escribir lo que veno. La batalla se desarrolla en los mismos barrancos de las orillas del Volga, en las mismas calles asediadas por los mismos francotiradores, entre los mismos escombros. Los soldados alemanes y rusos padecen las picaduras de los mismos piojos y hacen gestos muy similares al sacarse de los cuellos de sus guerreras puñados de parásitos que arrojan a las estufas, donde mueren con un mismo chisporroteo. No sólo el general alemán Friedrich Paulus, que dirigió el 6.º Ejército alemán, aparece en una y otra novela, también Hitler y Stalin asoman como personajes. Se diría que el oficial de las SS Maximilian Aue, protagonista de Las benévolas, se agacha para no recibir un balazo del comisario bolchevique Krimov, uno de los protagonistas de Vida y destino. Sin conocerse, uno y otro están hablando de su enemigo.

A la terrible descripción de la cámara de gas desde dentro por quienes van a morir gaseados en Auschwitz en Vida y destino se opone la descripción desde fuera, desde la pupila de un oficial nazi, de esa misma cámara de gas. A la rígida organización militar de los cuerpos de seguridad alemanes, con su complicada jerarquía de rangos y cargos de nombres complicadísimos, se enfrentan las inquietantes siglas de misteriosos organismos dedicados al control y a la represión de los ciudadanos de la Unión Soviética (GPU, OGPU, NKVD, MGB).

Los dos son libros valientes y exigen atrevimiento de sus autores: de Littell para dar voz a un verdugo nazi, y de Grossman para escribir en 1959 palabras como estas: «el horror ante la crueldad de Stalin» .

Desde el principio de los tiempos a los escritores les ha gustado escribir relatos de guerra, envueltos en una brillante prosopopeya y en una interminable batería de hipérboles y figuras retóricas. Pero estas novelas ya están teñidas por el pesimismo de un siglo colérico y aciago, ensangrentado por dos guerras mundiales. Por eso, aunque tratan de la guerra en ellas no hay épica, y aunque hablan de militares por ningún lado aparecen los héroes, y aunque describen combates ninguno es regido por las viejas leyes del honor y de la caballería. Sus escenarios son los sótanos y las trincheras en lugar de las altas murallas.

Pero con todo, su mayor similitud no reside en los hechos narrados. Lo que destaca en la lectura sucesiva de ambos libros es comprobar la simultánea crueldad de dos regímenes distintos, y cómo ambos cosificaban al individuo en aras del interés estatal. Resulta revelador que tanto Grossman como Littell hablen de cómo se parecían los dos nacionalismos, el nazi y el ruso. Afirman que hay muchos vínculos entre las palabras Gulag y Lager y que, en el fondo, ambas pertenecen a un mismo campo semántico.

En Vida y destino, un oficial de la Gestapo llamado Liss le dice a un militar soviético prisionero: «Cuando nos miramos el uno al otro, no sólo vemos un rostro que odiamos, contemplamos un espejo. Esa es la tragedia de nuestra época. ¿Acaso no se reconocen a ustedes mismos, su voluntad, en nosotros? ¿Acaso para ustedes el mundo no es su voluntad? ¿Hay algo que pueda hacerles titubear o detenerse?» Y unas páginas más adelante, añade: «Somos formas diferentes de una misma esencia: el Estado de Partido» .

Otro personaje, el científico Víktor Shtrum, reflexiona desde su convicción socialista: «A mí me parece moral, justa, la distinción social. Pero a los alemanes les parece indiscutiblemente moral la distinción nacional. Para mí está claro que es horrible matar a los judíos por el simple hecho de que sean judíos… ¡Protesto con toda mi alma! Pero nosotros tenemos el mismo principio: lo que importa es si eres hijo de aristócrata, hijo de un kulak, de un comerciante… Había más posibilidades de encontrar al enemigo entre las gentes que no pertenecían a la clase de los trabajadores que entre las de origen proletario. Pero también los nazis, apoyándose en el mismo principio de probabilidad, exterminaban pueblos, naciones. Era un principio inhumano. Inhumano y ciego. Sólo había una manera aceptable de relacionarse con la gente: la humana» .

¡Como evocan esas palabras de Grossman las que Littell pone cincuenta años después, en boca de Maximilian Aue!: «Ni para nosotros ni para los rusos contaba en absoluto el hombre; la Nación y el Estado lo eran todo y, en ese sentido, nuestras dos imágenes eran un reflejo mutuo» . Y más adelante vuelve a insistir en un similar «recurso a la violencia para zanjar los problemas sociales más variopintos, en lo cual, por lo demás, no nos diferenciamos de los bolcheviques más que por nuestras respectivas valoraciones de las categorías de los problemas por resolver: basaban ellos su enfoque en un cuadro que se leía horizontalmente (las clases) y nosotros el nuestro en otro vertical (las razas)» .

Frente al viejo prestigio de las Utopías, prestigiadas históricamente por un aura de mística, romanticismo, idealismo y bondad, estas novelas vienen a sostener la tesis contraria y alertan de sus métodos y peligros. Porque una vez definido su objetivo, sacralizada su doctrina y establecidos los medios y el itinerario para implantarla, el resto de la Humanidad dejaba de importar: a quienes quedaban fuera de la selección se les daba un portazo histórico o eran drásticamente eliminados; a quienes quedaban dentro se les exigía lo primero que se le exige al hombre cuando entra en una estructura política o militar: obedecer. La trampa de la Utopía, su éxito y su seducción, consiste en describir un feliz status final, paradisíaco y eterno, ocultando los cruentos medios necesarios para llegar hasta él.

Estos dos libros hablan de esos pasos intermedios, cuando la Utopía diseñada para la felicidad del hombre elegido, aún en su etapa de implantación, vigila sus pasos y castiga a quien se aleja de la ortodoxia. Y en esa descripción vienen a demostrar que tan absurdo y trágico fue el sueño de una única raza, con un único jefe y una única mitología, como el de una única clase social, con un único líder y un único futuro.

Sobre los exterminios políticos del siglo xx ha surgido una abundante literatura. Se ha escrito sobre ellos desde dos perspectivas literarias. La primera es la de las víctimas que sufrieron en carne propia esas pesadillas: Alexander Solschenitzin o Varlam Shalámov describiendo los horrores del Gulag; Primo Levi, Imre Kertész, Evgenia Ginzburg, Odette Elina o Jorge Semprún recordando los horrores del Lager. Es una escritura a ras de tierra, la del testigo que ha sufrido lo que narra y se pregunta con dolor y perplejidad por qué ocurrió todo aquello sin hallar una respuesta definitiva.

La segunda perspectiva, más cómoda, se despliega desde la altura que da el paso del tiempo, por autores que no habían nacido cuando sucedieron los hechos. Aun siendo noble su escritura, trabajan con la red de seguridad que da saber que están en el lado moralmente correcto y que su discurso no es errado.

La novedad que aporta Jonathan Littell es que escribe desde el subsuelo de un verdugo con los pies hundidos en el barro, la nieve y la sangre de las víctimas que ha ejecutado. Consciente de que todo lo ocurrido en la Historia puede ser narrado por la Literatura (sin que a veces el lector sepa cuál de los dos discursos es más exacto), tal vez haya sido el primer novelista en adoptar esa estremecedora perspectiva. Hasta ahora un militar nazi no había tenido ocasión de explicarse, era tan evidente la atrocidad de sus ideas que no había ninguna razón para darle la voz. Hasta ahora no trascendía de la figura plana del villano que no tiene nada que contar excepto su maldad.

Pero la originalidad no garantiza la calidad literaria. Es más, me pregunto si un texto no empieza a ser literario precisamente cuando mantiene sus virtudes una vez que el tiempo ha devorado su originalidad. La solvencia de Littell se basa en otros argumentos: en la exhaustiva documentación, en las atinadas digresiones políticas, en el desparpajo y fluidez de su estilo, en la terrible lucidez con que el narrador-protagonista relata los masivos fusilamientos de judíos en Kiev y los gaseamientos en Auschwitz, hasta el punto de que algunas páginas que describen estas hecatombes resultan insoportables. En algún momento ha corrido el riesgo de que la novela se le fuera de las manos por un exceso de escatología, pero logra controlarla.

La mejor literatura siempre ha obligado a la realidad a responder a sus eternas preguntas, por más incómodas que fueran. Ni se ha conformado con el testimonio del realismo catastral ni, por otro lado, se ha resignado a la manipulación o a las barreras de silencio que pretende imponer el poder para ocultar sus patologías.

Estas dos novelas son importantes porque ilustran aspectos inéditos de un terrible periodo y levantan las esquinas de algunos velos que lo cubrían. Al cerrar las últimas páginas el lector habrá comprobado que las Utopías con frecuencia producen monstruos y que sólo con las medidas del hombre —no con las de las razas, ni las clases sociales, ni las religiones ni los nacionalismos— puede construirse una casa confortable. ■ ■


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