Autor: 4 septiembre 2009

Andrés Neuman
El viajero del siglo
Alfaguara, Madrid, 2009

La última novela de Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) plantea diversos retos para el crítico e induce al lector a una sana envidia, ese oxímoron que utilizan los envidiosos crónicos. El viajero del siglo es un libro-espejo que contiene la imagen real y su reverso literario, las mentiras de la Historia y las verdades de la ficción, los trampantojos de la ciencia y las ecuaciones del mito. Neuman propone un estudio del paisaje y del paisanaje de la improbable ciudad alemana de Wandernburgo, un microcosmos coral que convoca la evanescente densidad del Brigadoon cinematográfico, el espacio de las contradicciones históricas y el campo abierto de la ideología. Y si la geografía de Wandernburgo es difícilmente discernible, tampoco resultan evidentes las marcas cronológicas del relato, que solo se deducen por la fecha de publicación de dos obras mencionadas como novedades editoriales: el Cromwell de Victor Hugo y el Libro de canciones de Heinrich Heine, ambos impresos en 1827. En efecto, El viajero del siglo es una novela de pensamiento que no descuida las expectativas del lector contemporáneo, pues también puede interpretarse en clave de narración de aventuras, relato epistolar, intriga sentimental, cancionero erótico o fabulación detectivesca. Todo el texto es un ejercicio de funambulismo que el autor desarrolla —con la aparente facilidad del virtuoso— sobre la cuerda floja de los géneros literarios. Sin embargo, más allá de su pesquisa metateórica, se trata de un libro que reivindica el placer de contar historias y de contar la Historia, y que exige aceptar su apuesta discursiva con todas las consecuencias.

La narración se detiene en animadas conversaciones en las que los interlocutores se quitan —literalmente— la palabra de la boca, si bien este afán dialéctico encubre una sugerente recreación de atmósferas y una pormenorizada galería de tipos novelescos. Neuman se aleja del pintoresquismo para diseñar una arquitectura que funciona al mismo tiempo como mapa realista y como construcción metafórica. La colmena de Wandernburgo es un laboratorio social donde la hipocresía de las buenas formas oculta a menudo un trasfondo represivo y autoritario. El escritor describe indirectamente la cosmovisión de sus ciudadanos a través del Libro sobre el estado de las almas que redacta el padre Pigherzog, una libreta con enmiendas, anotaciones y tachaduras que pone de relieve la perspectiva del sacerdote sobre los habitantes de Wandernburgo, y la que ellos mismos pretenden proyectar mediante su comportamiento. No obstante, los hallazgos de la novela no se reducen a los confines de su cartografía. Además, destaca la caracterización de ciertos personajes capaces de subvertir los clichés y trascender los estereotipos. Entre ellos sobresalen la pareja formada por el viejo organillero y su perro Franz, que actúa como el corifeo de la tragedia clásica; la co-protagonista Sophie, dotada de una complejidad intelectual poco común en las heroínas decimonónicas, y el español Álvaro de Urquijo —pronúnciese Urquiho o Urquixo—, que ha hecho del exilio un modo de vida. También merecen unas palabras el paradójico Sr. Gottlieb, los esquivos Reichardt y Lamberg, y los representantes del mundo de los criados, cuyo universo entra en conflicto con el de los señores. Incluso un antagonista como Rudi Wilderhaus, el prometido de Sophie, exhibe una dignidad impermeable al trazo grueso de la caricatura. En este mosaico colectivo resalta la creación de Hans, en quien se funden las complicidades del pacto autobiográfico con la invención ficcional. Inteligente sin cinismo, utópico sin ingenuidades e imaginativo sin trampa ni cartón, he aquí un viajero vocacional cuya aparición altera la frágil tranquilidad de Wandernburgo y desvela las convenciones que sostienen el entramado de la vieja Europa. Hans es un forastero que defiende su naturaleza ambulante y que concibe el desarraigo como un medio de aprendizaje. De hecho, su errancia empieza y termina con una imagen-síntesis, en la que un carruaje atraviesa la niebla de Wandernburgo y se pierde en un laberinto de caminos.

Las preocupaciones recurrentes en El viajero del siglo pueden hallar, sin dificultad, un correlato contemporáneo. Las reuniones del Salón Gottlieb, que congregan a los personajes principales de la ciudad, constituyen un excelente pretexto para reflejar distintos puntos de vista sobre las cuestiones más variopintas. Desde su condición de testigo accidental, Hans asiste a debates donde se discuten aspectos como la unidad europea, las sucesivas revoluciones y restauraciones en los países del Viejo Continente, las innovaciones poéticas e ideológicas del Romanticismo alemán, la querella entre (neo)clásicos y modernos, el nacimiento de una conciencia nacional, las exigencias feministas o el resurgimiento de los folletines históricos. Esta estrategia caleidoscópica se sustituye, posteriormente, por otro recurso similar: las idas y venidas de la correspondencia entre Hans y Sophie, cargada de sobreentendidos al principio y cada vez más explícita conforme avanza el relato. El intercambio epistolar desemboca en las traducciones que realizan Hans y Sophie para la editorial de señor Brockhaus. La solemnidad de las tertulias del Salón se reemplaza ahora por los encuentros eróticos y las confidencias entre los amantes. La intimidad y la técnica, la pasión amorosa y la pasión literaria son los ingredientes del ambicioso proyecto en el que se embarca la pareja protagonista: la elaboración de una antología políglota donde confluyen poetas ingleses (Byron, Shelley, Coleridge, Wordsworth, Keats), franceses (Hugo, Vigny, Lamartine, Nerval), portugueses (Bocage), italianos (Leopardi) y rusos (Pushkin). Esta premisa favorece una libre teoría de la traducción, según se desprende de las declaraciones de Hans: «Tal como la entiendo, una traducción no se compone de una voz de autoridad y otra voz que la obedece, es más bien un encuentro entre dos voluntades literarias». El encuentro de voces y voluntades se extiende al plan narrativo del libro. La literatura fronteriza de Neuman, destilada en el alambique de los límites estéticos, permite aplicar a El viajero del siglo la opinión de Sophie sobre la Lucinde de Friedrich Schlegel, a la que considera «una especie de novela híbrida, sin naturaleza pura».

En definitiva, el escritor ofrece una propuesta de historia-ficción que es consciente de su modernidad, pero que se resiste a ingresar en el pensamiento posmoderno. En este sentido, no parece casual que el apellido de quien espera al protagonista en Dessau sea Lyotard, como el del fundador de la posmodernidad. La dilatada estancia de Hans en Wandernburgo, que convierte a Lyotard en Godot, traduce la renuencia del personaje a instalarse en un horizonte mental que no le corresponde. Prueba de esta distancia es la irónica conversación que mantienen Hans y Álvaro en los primeros compases de la novela: «Siempre hablas de irte a Dessau, le dijo, ¿qué tienes que hacer allí? Allí, contestó Hans muy serio, me espera el señor Lyotard. ¿Y ese quién es?, quiso saber Álvaro. Otro día te cuento, dijo Hans guiñándole un ojo». Turista por el pasado, el viajero de Neuman es un precursor que anticipa el fracaso de una nueva sensibilidad y la derrota de una sentimentalidad carente de prejuicios. El viento que al final recorre las calles imaginarias de Wandernburgo y sopla sobre las vidas de sus habitantes es un presagio de las decepciones que esperan a la vuelta del siglo. Sin duda, vale la pena acompañar a Hans por su viaje circular.

Luis Bagué Quílez


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