Autor: 21 marzo 2009

Roger Wolfe
Noches de blanco papel (Poesía completa 
1986-2001)
Huacanamo, Barcelona, 2008

Con Noches de blanco papel, el joven sello Huacanamo inicia la andadura de la colección Alambique, dedicada a recopilar la obra completa —o casi completa— de poetas contemporáneos. Este libro reúne la producción lírica de Roger Wolfe desde 1986 hasta 2001, por lo que sólo se han excluido algunas composiciones primerizas y el cuadernillo de poemas en prosa Vela en este entierro (2006). El volumen continúa así la recuperación editorial emprendida por antologías como El invento (2001), coordinada por Emilio Carrasco y Aurora Luque; la reciente Días sin pan (2007), compilada por Karmelo C. Iribarren, o la reedición crítica, a cargo de Juan Miguel López Merino, de los dos primeros libros del autor: Días perdidos en los transportes públicos seguido de Hablando de pintura con un ciego (2004). El propio Wolfe matiza en la «Nota» previa a estas Noches de blanco papel que ha introducido cambios puntuales en determinados textos, aunque sin traicionar la «mirada de las versiones originales». Esa versión original —en ocasiones con subtítulos— le permite al lector rectificar prejuicios sobre aquella entelequia llamada realismo sucio o seguir en sus trece con conocimiento de causa. De hecho, Wolfe ha tenido que lidiar desde sus comienzos con un marbete que ha sido a un tiempo salvoconducto y sambenito: afortunado comodín para algunos críticos, difamatoria letra escarlata para otros y caprichosa aguja de marear para los restantes. Más allá de filias y fobias, la poesía de Wolfe requiere una lectura sin anteojeras que sólo se puede conseguir con un volumen abarcador como el que aquí se comenta.

La cita inicial de Antonio Machado: «La poesía es el diálogo de un hombre con su tiempo», proporciona las claves interpretativas para una atenta contextualización de la obra de Wolfe. No cabe duda de que su verso es coetáneo de una época que ha profesado fe en la incertidumbre y que ha buscado nuevos horizontes de expectativas en los auspicios milenaristas del pensamiento débil, la glorificación de los simulacros, el fin de los relatos o la alarma tecnológica del efecto dos mil. En ese sentido, el personaje abúlico, desengañado y displicente que protagoniza Días perdidos en los transportes públicos (1992) nace bajo el signo de la insatisfacción. Pero Wolfe ya había entregado, antes de ese libro fundacional, un cuaderno de carácter muy diferente. Diecisiete poemas (1986) es una colección de sonetos blancos donde los iconos literarios y cinematográficos funcionan como correlato de una educación sentimental. Orson Welles disfrazado de Falstaff, Dylan Thomas mezclado con Villon, y Baudelaire agitado con Lawrence Durrell, le sirven al autor como excusa para saldar sus deudas con la cultura heredada y asumir el contraste entre la experiencia artística y la mediocridad cotidiana.

Días perdidos en los transportes públicos es la crónica de un sujeto atrincherado tras el egotismo que contempla la vida como algo que les sucede a los demás. Solo la música —Bach, Leonard Cohen, Lou Reed, Iggy Pop—, algunos poetas —Cummings, Blaise Cendrars— y ciertos directores de cine —Buñuel, Hitchcok— atenúan el tedio de quien compara el impulso creativo con un chiste privado, levanta el estandarte de la derrota o concibe la poesía como el arma que Clint Eastwood manejaba en Harry el sucio. Publicado poco después, Hablando de pintura con un ciego (1992) nos invita a un diálogo de sordos entre el escritor y el mundo. Los textos, breves y epigramáticos, cobran rotundidad cuando Wolfe reinventa una metapoesía edificada con materiales de derribo o cuando se limita a dar cuenta del asombro fugaz ante la monotonía de la existencia. Por el contrario, la coherencia del conjunto se resiente cuando desciende al pormenor autobiográfico o busca un efectismo que convierte la sobriedad en exabrupto.

Si Días perdidos… y Hablando de pintura… conectaban con la sátira horaciana, Arde Babilonia (1994) se inspira en el Catulo escatológico y en el Marcial más virulento para lanzar una feroz diatriba contra la realidad actual. Pocas cosas se libran del fuego cruzado entre la memoria particular y el presente colectivo. No se salvan de la quema ni el reciclaje de la historia, ni los espejismos de la política, ni siquiera la compasión cívica hacia las grandes causas. Con todo, la aparente insolidaridad del autor empieza a abrir resquicios por los que se filtra una rabia contenida que le lleva a parafrasear de nuevo a Antonio Machado: «El odio son las cosas / que te gustaría hacer / con este poema / si tu pluma / valiera / su pistola». Mensajes en botellas rotas (1996) desarrolla esta veta temática y reivindica un espacio creativo para «toda esa poesía que nunca cabe en un poema». Como ya ocurría en Arde Babilonia, el discurso adquiere mayor amplitud y gana en consistencia lo que pierde en espontaneidad. Los aquelarres urbanos y el desengaño ideológico se van apropiando de una mirada que cada vez se distancia más del estereotipo de artista marginado. Aunque en ocasiones la actitud escéptica ante el escepticismo —como aconsejaba Mairena— desemboca en el encogimiento de hombros, el relativismo no es equivalente a la indiferencia. La desmitificación del personaje se tiñe de matices sombríos en Cinco años de cama (1998), que toma prestado su título de Bukowski. El poeta que quisiera permanecer al margen del mundo reacciona ahora frente a la agresividad del entorno y critica las paradojas de una sociedad que ha reemplazado la lucha revolucionaria por el mercantilismo. Wolfe emplea los registros del argot y de la jerga como estrategia para incomodar a un lector acostumbrado a un lenguaje llano y sin aristas. Sin embargo, el intento de insertar una dosis de perturbación en su escritura no siempre se resuelve satisfactoriamente, y a veces la máquina de hacer versos acaba imponiéndose al rigor formal.

Cinco años de cama señala un punto de no retorno, a partir del cual solo se admiten pequeñas variaciones sobre la expresión del desencanto. Consciente de ello, Enredado en el fango (1999) —publicado en edición bilingüe español/inglés— plantea una vuelta a la intimidad, al ámbito doméstico y al tema familiar. Este poemario también supone el regreso al territorio que mejor domina el escritor: composiciones escuetas que ilustran una experiencia trivial, describen escenas o reproducen diálogos banales. Piezas de aniversario y reflexiones sobre las cicatrices de la edad aportan una pulsación elegíaca inédita hasta la fecha. En esta tendencia profundizan El arte en la era del consumo (2001) y algunos de los poemas dispersos incluidos en el apéndice de Noches de blanco papel. En ellos, la censura del consumismo contemporáneo y la ironía que suscitan los episodios cotidianos contribuyen a perfilar los distintos rostros de quien solo aspira a «vivir / para contarlo».

En definitiva, Noches de blanco papel condensa el apasionado —y a ratos apasionante— itinerario existencial de un inconformista crónico. Realismo urbano, realismo expresionista, neorrealismo o, simplemente, realismo «manchado por la vida», son algunos de los rótulos aplicados a la lírica de Wolfe. Sin embargo, estas denominaciones apenas consiguen rozar la superficie de una estética en la que el cinismo ha dejado paso a la consternación, la displicencia a la inquietud cívica y el desvitalizado nihilismo a la denuncia vitalista.

Luis Bagué Quílez


Una respuesta to “Quién teme 
a Roger Wolfe”

  1. Autor 4. Roger Wolfe | Qué fue del realismo sucio:

    […] Clarín: http://www.revistaclarin.com/1046/quien-teme-%E2%80%A8a-roger-wolfe/ […]

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