Autor: 21 marzo 2009

Laura Casielles
Soldado que huye
Ediciones Hesperya, Oviedo, 2008

Cuenta la leyenda que en pleno fragor de la batalla de Alcazarquivir, con su caballo muerto, el poeta Francisco de Aldana se cruzó con el rey don Sebastián, que le instó a tomar otro animal para seguir combatiendo. «Señor, ya no es tiempo sino de morir, aunque sea a pie», parece que le respondió antes de lanzarse, espada en mano, a la última partida. En el extremo opuesto a esta épica romántica, Soldado que huye, primer libro de la asturiana Laura Casielles (Oviedo, 1986), habla del guerrero que sabe resignarse y bajar las armas a tiempo, y deja «para otros el filo traidor de las medallas». Porque soldado que huye, como en el refrán, vale para segunda guerra, para segunda vida. Esta metáfora potente recorre una obra que sorprende por su madurez, sus referencias y su carácter unitario.

Se abre el libro, dejando a un lado la cita musical y tres versos de prefacio, con un poema que glosa un pasaje de las primeras páginas de La ofensa, de Ricardo Menéndez Salmón (Seix Barral, 2006). Kurt Crüwell, sastre renano, es llamado a filas por los nazis, y su padre le recuerda la noche antes de partir hacia la guerra que el heroísmo fue inventado para los que carecen de futuro y que, ante sus superiores, él es sólo un sastre. A medida que avanza el poema, descubrimos que ese padre es cualquier padre —por ejemplo, el de la escritora— y que sus «dos consejos y un amago de derrota» lo mismo sirven para sobrevivir en las trincheras que en los tiempos de calma, porque «ante los otros vale / siempre más guardar un pie / pegado a las raíces, / la esencia en las entrañas. / Ante los superiores decir: / yo soy el sastre; / memento mori, / ante los triunfos». Esta bella presentación, que sería todavía más perfecta sin la estrofa final, actúa de algún modo como aguja para navegar entre las imágenes del cambio que definen el mundo poético de Soldado que huye.

Son muchas las formas en las que este leitmotiv se manifiesta. En la primera parte, es la muerte como cambio, no tanto de los que se van como de los que permanecen; o la decisión de huir hacia «un relevo de era» en un avión como el de la portada. Cambio de lengua, cambio de país, donde uno ya no puede acogerse a los barrios que conoce, ni a la polisemia salvadora de un verbo que «habla de espera a la vez que de esperanza». Varios poemas exploran la relación del lenguaje con el mundo: uno de los mejores del libro comienza con un «Si me hubieses conocido en mi lengua materna», que desemboca, tras toda una alegoría, en tres versos espléndidos: «y me deja sin reservas de palabra / que traduzcan o recen / las traiciones de invierno». Otro invita, igual que Platón, pero por distintas razones, a desconfiar de los poetas, que «han demostrado con los años / lo bien que se las apañan para decir a posteriori / que cada cláusula de sus contratos / era en verdad una metáfora compleja».

En ocasiones la huida se viste de ejercicio de memoria, y la sola contemplación de un niño que lee «el camino a casa en los mapas de los turistas» funciona como epifanía del recuerdo de los cuentos infantiles, la clase de ballet o los juguetes, siempre sin la idealización del paraíso perdido: «Como tener de pronto nostalgia / de un momento / que no fue feliz nunca, / o insistir / en que este barco navega / […] El amor y la infancia / y toda la fatiga / de fingir / que este dolor / es bello». Pero es sobre todo el desamor lo que marca la sección central de Soldado que huye: la posibilidad de un sentimiento eterno, «superviviente de desengaño y derrotas», el miedo a las rutinas y la imagen fabulada de amantes de las que uno solo sabe el nombre. Las formas del asesinato o la desolación suicida a modo de metáfora de la ruptura: «Y la tercera tú, / accidental y cínico / convenciéndome de saltar / de propias alas / al abismo».

¿Qué queda entonces? Contra la muerte, el desamor y las traiciones —como antídoto contra la luna tan al alcance de la mano, pero tan lejos, porque no sabemos conducir la nave—, solo restan las verdades más sencillas, «tan en tierra de nadie que de ellas / no cabe duda». No una explicación del sistema del mundo ni una ley moral que muera con el hombre, sino un puñado de «reglas e imprevistos». Contra el patetismo de poemas que hablan de «maletas llenas / de ceniza», una inteligente evocación del aurea mediocritas horaciana. Y un brindis por la vida, por la felicidad elemental y abstracta de actos como la contemplación de la naturaleza, que alcanza puntos de gran intensidad lírica: «Cuéntame, / por ejemplo, / la textura del loto: / las hojas que saben repeler el agua, / ángulos y tangentes vegetales / de esponja con miedo; / tanto más eficaces que todo / lo que se inventa adrede».

Laura Casielles ha escrito un libro que poco tiene que ver con las corrientes dominantes de la joven poesía española. Su propuesta corre el riesgo de que la experiencia privada, a menudo envuelta en referencias muy particulares, no alcance a convertirse en materia poética universal. Soldado que huye no siempre sale indemne de este desafío, pero sus pocas caídas acentúan más aún los logros del conjunto. Entre ellos, cabe destacar un finísimo empleo de la ironía y de la erudición, sea filosófica, como en «No me hagas esto, Heráclito, no juegues», o artística, en el poema sobre las primeras fotos de París. También una apertura a nuevos temas o una mirada que aporta luz distinta sobre los caminos mil veces transitados. Todo ello arrastra al lector hasta el títere de la contraportada —preciosa fotografía de Genoveva Galarza— con el deseo de que el silencio entre este libro y el siguiente sea, igual que en «Vini, vidi, Vinci», sólo «un sutil soplo».

Javier Fresán


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