Autor: 1 marzo 2009

Felipe Benítez Reyes

AMOR. 1) Según Pavese, que anduvo a malas con él, la libido de un macaco. 2) El aventurero Agustín de Rojas, en El viaje entretenido, pone en boca del actor Miguel Ramírez esta apreciación: «El amor es rey absoluto de todo y verdadero señor del pecho, que pisa hierba y deshace palabras; que para él no aprovechan encantamientos ni conjuros, hacer imágenes, encender velas, decir oraciones al alma, formar caracteres en pergamino virgen; todos los hechizos del monte de la Luna, Tesalia, Colcos y Rodas, Pentaculos de Salomón y cuanta Geomancia hay, todo es nada llegado a querer de veras, que estas son las verdaderas hechicerías». 3) Según Groucho Marx, «lo malo del amor es que muchos hombres lo confunden con la gastritis y, cuando se han curado de la indisposición, se encuentran unidos en santo matrimonio a una mujer con la que, en situaciones normales, no los pillarían ni borrachos». 4) Al entender de Luis Cernuda, «al amor no hay que pedirle sino unos instantes, que en verdad equivalen a una eternidad». 5) La Rochefoucauld daba por supuesto que «hay gente que no hubiera amado nunca si no hubiese oído hablar del amor». 6) Comeclavos, el personaje de Albert Cohen, propone estos tres extremos: «El amor no es la dama que te gusta, sino las cartas que le escribes», «El auténtico amor no es vivir con una mujer porque la quieres, sino porque vives con ella» y «El amor es la costumbre y no juegos de teatro» (y en esto último parece coincidir con el narrador de El diablo en el cuerpo cuando afirma que «no es en la novedad donde encontramos los mayores placeres, sino en la costumbre», aunque unas páginas después contradice este pronóstico optimista). 7) Divaguemos: cuando percibimos que en el amor nos va maravillosamente bien, significa que nos va maravillosamente bien, en eso no hay trampa posible: refulge el espejismo, la deslumbrante ofuscación que tiene los días contados, porque es como el cohete que asciende por el cielo nocturno, en la noche festiva, con la soberbia de querer explotarle a Dios en la frente, aunque luego desciende liviano, con su cascada púrpura de chispas mortecinas, con su llovizna ingrávida de estrellas moribundas… Etcétera. Y se apaga: bluf. Y, a partir de ahí, las cuentas empiezan a ser irregulares: la suma es una resta. Si damos por hecho que en el amor nos va muy bien, significa que nos va bien, porque si nos fuese muy bien, ni siquiera nos plantearíamos cómo nos va. Cuando nos vemos obligados a convencernos de que en el amor nos va bien, estamos ocultándonos que nos va regular. Cuando admitimos que en el amor nos va regular, hay que deducir que nos va mal. Cuando aceptamos que en el amor nos va mal, es que nos va muy mal. Si nos resignamos a asumir que nos va muy mal, no cabe duda: se trata ya de un infierno. Si reconocemos que nuestro amor es un infierno, es que se trata en realidad de ese infierno de máxima seguridad que está gobernado por un ente muy complicado: el Demonio del Demonio; un infierno, en fin, que excede los límites de la conciencia: en el lugar exacto en que una vez estuvo localizado un paraíso aceptable, dos alimañas se arrancan mutuamente el corazón y lo devoran con repugnancia. 8) Cuando las cosas se torcieron entre ellos, Francis Scott Fitzgerald le dijo a Zelda, el amor oficial de su vida: «Eres una escritora de tercera fila y una bailarina de tercera fila».

ANACOLUTO. Defecto común del habla que a veces quiere hacerse pasar por rasgo estilístico en la escritura, sobre todo en los diálogos y en los monólogos interiores con afanes de realismo psicológico, en el caso de que tal modalidad de realismo sea posible.

ANACREÓNTICA. Composición poética que debe su denominación, según se veía venir, a Anacreonte, que mereció el honor tal vez inevitable de ser traducido por caballeros dieciochescos como Esteban Manuel de Villegas, que confundió a Anacreonte consigo mismo en particular y con el siglo xviii en general, según puede apreciarse en esta composición titulada «A una golondrina»:

¿Qué penas, golondrina,
te daré por parlera?
¿Segaréte las alas?
¿Serraréte la lengua?
¿La lengua que Tereo
te cortó con su diestra
en los tiempos pasados,
cuando estabas doncella?
Tú me quitas el sueño,
tú mi oído inquïetas,
y con voz importuna
tú a Batilo me llevas.

ASTRACANADA. Cualidad esencial de todas las novelas que algunos consideran una cualidad circunstancial de algunas novelas.

BÁLSAMO DE FIERABRÁS. Según nos informa el propio don Quijote, quimera farmacológica reconstituyente para andantes caballeros, que con tal bálsamo podían curar sus no pocas heridas de cuerpo e incluso de espíritu, de modo que evitaban así el temor universal a la muerte, distinguiéndose por esa vía del resto de la humanidad.

BANCO. En teoría, una entidad bancaria tendría mucho de entidad filantrópica si en la práctica no tuviese nada de entidad filantrópica, y mejor así tal vez, ya que a un banco de talante filantrópico apenas podríamos concederle unos seis meses de existencia, y aun eso si el ímpetu filantrópico no se le desmandase, pues no existe coladero mayor para el capital que el amor al prójimo, que resulta tan costoso como el odio al prójimo a escala global, según nos demuestran los índices mundiales del gasto bélico: casi tan caro sale mantener viva a la humanidad como intentar destruirla.

En buena medida, una entidad bancaria es un reino mágico: te cobran por prestarte dinero y te cobran por prestárselo tú.

Si andas necesitado de dinero, el banco te da dinero a cambio de más dinero del que te da, circunstancia que permite a cualquier persona la emoción singular de endeudarse, síntoma inequívoco de progreso individual. Como a nadie en este mundo le gusta prestar dinero, y dado que los bancos forman parte del mundo, los estrategas del prestamismo idearon en su día un ardid consolador para ese disgusto: prestarte un dinero que se revaloriza diariamente para ellos y que se devalúa a diario para ti, beneficiario de un dinero que te cuesta dinero, e incluso tienes que considerarte afortunado por disponer de ese parné maldito que atenúa de forma momentánea la evidencia de tu carestía de capital mediante el procedimiento portentoso de volverte aún más pobre que cuando no tenías un duro.

Por lo demás, un banco también te cobra cuando eres tú el que le prestas tus ahorros, lo que es ya habilidad que roza el prodigio. Bien es cierto que la banca en general ha inventado y puesto en circulación el mito de los intereses a favor del cliente, pero que levante la mano quien no haya visto disolverse en el aire esos presuntos intereses con otros conceptos menos míticos que actúan como neutralizadores de los intereses susodichos: las comisiones de apertura de cuenta, las comisiones por transferencias, la cuota por el disfrute de las tarjetas de crédito, los gastos de correo y gestión, las comisiones de mantenimiento, las comisiones por ingresos de cheques o las comisiones por cancelación de préstamos, entre otros malabarismos financieros.

Con todo y con eso, es cierto que los bancos practican a veces la filantropía, así sea en el ámbito reducido de los multimillonarios; es decir, entre quienes no necesitan de los bancos y a quienes los bancos necesitan. Tal sector goza de la prerrogativa de estar exento del pago de los tributos antes enumerados, lo que nos lleva a recomendar desde esta tribuna a cualquier ciudadano que se convierta en multimillonario lo antes posible, pues de lo contrario no tendrá nunca dinero que le salga gratis.

Aparte de todo lo dicho, y de todo cuanto quedaría por decir, reciben también el nombre de «banco» los elementos del mobiliario urbano que sirven para que los transeúntes cansados de ser transeúntes recuperen fuerzas para reconvertirse en transeúntes, de modo que cada cual pueda seguir el rumbo que le corresponda en nuestro teatrillo universal.

BARNES. Djuna. 1) Una dama que hacía crochet con lana de tiniebla, de modo que sus personajes siempre parecen caminar sobre alfombras muy gordas. 2) Se cuenta que, ya de muy mayor, fue a una tienda a comprar unas zapatillas y extendió un cheque para pagarlas. La dependienta le reclamó su documento de identidad. No lo llevaba encima, pero alegó lo siguiente: «Soy Djuna Barnes. Fui amiga de Eliot y de James Joyce». La dependienta le dijo: «Eso me parece fantástico, señora, pero ¿podría enseñarme al menos su carné de conducir?» La escritora se irguió orgullosamente y le dijo: «¿Acaso tengo pinta de ser una de esas personas que conducen?»

BOMBILLA. Si las bombillas no sirviesen para nada, si no alumbrasen, si se limitaran a ser objetos sin función, las veríamos expuestas en los museos, pues pocos ingenios resultan tan hermosos y delicados como una bombilla clásica. Pero, como alumbran, las bombillas tienen que conformarse con ser bombillas, que no es gran destino, de acuerdo, pero que tampoco está mal, sobre todo para el usuario.

La bombilla es un mundo hermético, simplicísimo y complejísimo a la vez, como casi todas las cosas que merecen la pena. Una bombilla apagada es un mundo despoblado, sin el duende dentro. Una bombilla encendida es un pequeño prodigio: una luz que tiene su origen quién sabe dónde y que encuentra la meta en un filamento que puede ser de platino, de carbón, de wolframio o de tungsteno, entre otros materiales posibles, según informan quienes saben.

Una bombilla no se pone al rojo vivo, sino al rojo blanco, que es un rojo muy peculiar, al menos para tratarse de un rojo. El bulbo de cristal de toda bombilla contiene un gas inerte que protege los filamentos de las altas temperaturas, lo que convierte a la bombilla en un ámbito con fantasma incorporado, pues como tal fantasma podemos considerar el mencionado gas inerte, que suena más a ocurrencia lírica que a término científico: inerte… El gas…

Una bombilla encendida atrae a los insectos (salvo a los traicioneros mosquitos, que son amigos de las tinieblas, porque ellos son como murciélagos en miniatura), y lo cierto es que comprende uno a esos insectos que no paran de revolotear en torno a las lámparas domésticas o a las farolas públicas: si uno hubiera nacido insecto, también se fascinaría ante ese espectáculo de refulgencia en plena noche, y creo que más de un insecto acabará pensando que una farola es en realidad la Luna misma, que se ha desprendido del cielo y ha ido a parar a un muro de la calle Aribau o de la calle Pedro Pérez, por no señalar a nadie en concreto.

Para una polilla con un poco de mentalidad estética, una bombilla debe de representar algo así como un palacio impenetrable de cristal en el que de noche se produce el milagro de la luminiscencia, de la luz surgida de la nada. Por eso, algunos insectos se apostan durante el día en las inmediaciones de la bombilla o sobre el cristal mismo de la bombilla, a la espera de que se ponga el sol y de que una mano distraída active el mecanismo prodigioso que permite que llegue al filamento un caudal inextinguible de luz, la luz a chorros, la luz navegante que viene de qué ríos.

En cuanto al destino trágico que está reservado a casi todas las cosas del mundo, digamos que las bombillas suelen tener una muerte fulminante. No hay bombilla que muera de muerte natural, de muerte lenta, por desgaste paulatino. No: la bombilla muere siempre electrocutada. En una micra de segundo, puede pasar de la actividad al acabamiento irreparable. Se trata de una muerte tan sumamente súbita, que en realidad parece un suicidio, pues nada se da tanta prisa en morir como una bombilla sana, ella sabrá por qué.

BOTÓN. Barney opinaba de Janet Flanner lo siguiente: «Es brillante como un botón. Pero… ¿a quién le interesa un botón?»

BYRON. George Gordon. 1) Conocemos su talante aventurero y libertino, su arrogancia y su arrojo, sus poemas y sus amoríos, pero el señor Medwin nos proporciona este dato complementario: «Su equipaje era curiosamente singular: siete criados, cinco carruajes, nueve caballos, un mono, un bulldog, un mastín, dos gatos, tres faisanes y varias gallinas». 2) En una carta dirigida a su hermanastra, confiesa: «Detesto leer poesía, y es algo que he detestado siempre». 3) En una carta de 1822 dirigida a su amigo Gisborne, Shelley escribe sobre su otro amigo: «Lord Byron encarna todo cuanto encuentro odioso y extenuante». 3) En otra carta, Byron escribe: «Con respecto a la amistad, se trata de una inclinación para la que mi genio se halla sumamente limitado. No existe hombre, excepción hecha de Lord Clare, mi amigo de infancia, por quien yo haya sentido algo que merezca tal nombre. El resto de mis amistades son relaciones mundanas. Ni siquiera sentí amistad por Shelley, por mucho que lo admirase y estimara. Apreciarás, pues, que ni siquiera la vanidad podría inducirme a sentir tal cosa, pues Shelley fue, de todos los hombres, el que en mayor estima tuvo mi talento y acaso mi manera de ser».

CABALLERO. Al peculiar criterio de Tom Waits, «un hombre que sabe tocar el acordeón y no lo toca».

CALCETÍN. Un calcetín solitario no es nada, como si dijéramos, porque el calcetín sólo adquiere entidad cuando va en pareja, y por tales parejas se venden, así tenga el cliente una sola pierna, ya que, al ser ambos calcetines idénticos, pueden usarse para ambos pies, privilegio de intercambiabilidad del que no gozan los zapatos, por ejemplo.

Aun así, no puede dejar de considerarse un abuso el hecho de que algunos fabricantes comercialicen los calcetines en paquetes indivisibles de tres pares, ya que nadie tiene seis pies y, además, si se da el caso –como suele- de que cada par sea de un color distinto, el cliente se ve sometido a una presión estética innecesaria: es posible que necesite un par de calcetines negros y otro par de calcetines azules, de acuerdo, pero también es probable que no necesite el tercer par del lote: el par de calcetines de color beige. Aparte de eso, puede ocurrir que al comprador le guste el tono y la textura del par negro, pero no el tono del par azul, por no armonizar con el azul del traje con el que se vería obligado a conjuntarlo. O puede ocurrir que sólo le guste el par de color beige y tenga que llevarse los otros dos por puro compromiso. Etcétera.

Los calcetines, como ustedes sabrán, se guardan en el cajón de los calcetines, vueltos sobre sí, ensimismados, como serpientes de trapo que se hubiesen tragado a sí mismas. El mencionado cajón de los calcetines, por cierto, tiene un olor inconfundible: un olor inconfundible a cajón de los calcetines. Un olor a sonambulismo, digamos, mezclado con un cierto olor a vagabundeo, ya que los calcetines, por mucho que se laven, siempre huelen a calcetín.

Por fortuna, como ha quedado dicho, un mismo calcetín puede servir para el pie izquierdo o para el derecho, cualidad que ahorra unos segundos de decisión angustiosa a la persona madrugadora que tiene que salir pitando para el trabajo. Si existieran calcetines específicos para cada pie, habría que numerarlos en la planta, o distinguirlos con una banda de color, lo que a la larga no evitaría confusiones.

Colgada de un tendedero, una colada de calcetines parece un cónclave de ahorcados invisibles, y se manifiesta un factor escalofriante en esa sucesión de pies fingidos, con desmayo de pie difunto. Una vez secos y en la cesta correspondiente, el revoltijo de calcetines tiene algo de rompecabezas, y hay que ir tanteando cuál se empareja con cuál, tarea en la que a veces el ojo nos traiciona, ya que no existe cosa que se parezca más a otra que un calcetín negro a otro calcetín negro, así no formen pareja.

Cuando enfundamos el pie en un calcetín negro de fina textura, nuestro pie se elegantiza, se vuelve esbelto y gótico, digno de pisar la alfombra roja de un estreno cinematográfico o la alfombra roja que conduce al féretro situado ante el altar de alguna iglesia igualmente gótica, porque en la vida hay de todo. Cuando lo enfundamos en un calcetín de dibujos geométricos, nuestro pie parece un juguete. Cuando lo enfundamos en un calcetín blanco, parece el pie de un ángel o de un explorador congelado bajo un alud de nieve. Y así sucesivamente, porque existen calcetines de todos los colores, afortunadamente para ese dandi secreto: el pie.

COLOFÓN. Por rato que parezca, algo que puede ascender al rango de género cómico: «Acabóse de imprimir el 29 de mayo de 2007, a 49 años de la muerte física de Juan Ramón Jiménez, previa a su ascensión al Parnaso de las Artes, y siendo Presidente de la Diputación de Huelva don José Cejudo Sánchez». Como suena.

CONVENCIONALISMO. Chesterton advierte de que los convencionalismos pueden ser tan enfermizos como las excentricidades.

DANTE. Al parecer de Nietzsche, «una hiena que escribió poesía en las tumbas».

DESEO. Según Schopenhauer, «un hombre puede hacer lo que quiere, pero no puede querer lo que quiere».

DISCURSO. Si alguien está convencido de que el prójimo tiene capacidad para escucharle un discurso de más de un minuto de duración, caben tres opciones, a saber: que el autor del discurso es idiota, que es un vanaglorioso o que, por no saber qué decir, acaba diciendo más de la cuenta. O todo a la vez, claro está.

EDAD. Francis Scott Fitzgerald escribió en una carta: «Después de los 50, uno se convierte en otra persona». Si dejamos a un lado el hecho de que no pudo comprobarlo, ya que él murió a los 46, no está en nuestra mano saber si se trataba de una conjetura optimista o pesimista, y tal vez mejor así.

ESCRITURA AUTOMÁTICA. Dícese de la que, aun siendo manual, aspira a ser maquinal.

ESCRITURA AUTOMÁTICA FLAMENCA. Lo cantaba uno al que apodaban El Chiclanita y le gusta repetirlo a Joaquín Sabina:

Baluarte invencible,
Isla del León,
donde se rindió el coloso
Napoleón Bonaparte
y allí perdió su victoria
y en Waterloo.

EXCENTRICIDAD. Leonard Cohen pone en boca de un personaje de una de sus novelas: «No hay nada tan deprimente como la excentricidad de un contemporáneo».

ÉXITO. 1) Especie particular de decepción, según Ambrose Bierce. 2) A Fernando Pessoa debemos la siguiente obviedad enrevesada: «El éxito está en tener éxito y no en tener condiciones para el éxito». 3) André Gide se jactaba de haber tomado un máximo de precauciones para impedir que sus libros debieran su éxito a cualquier cosa que no fuese su valor intrínseco. 3) Según Trollope: «El éxito es un veneno que sólo debe tomarse tarde en la vida, y aun entonces sólo en pequeñas dosis». 4) Somerset Maugham se muestra optimista con respecto a este accidente del azar: «La idea común de que el éxito vicia a la gente, la vuelve vana, egotista y pagada de sí misma es errónea. Por el contrario, en general la vuelve humilde, tolerante y amable. El fracaso la vuelve amargada y cruel». 5) Cyril Connolly distinguía tres tipos de éxito: el social, el profesional y el popular. Los tres le parecían perjudiciales para el escritor, lo que no le impedía reconocer que a veces el disfrute del éxito social puede resultar ventajoso, como lo fue para Proust o para Henry James, por ejemplo, a quienes vino muy bien el trato con duquesas y similares. 6) Según José Mateos, «una celebración general de los defectos que están de moda». ■ ■


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