Pablo Anadón
I. Extraño destino el del traductor de poesía. En su tarea se conjuga, de manera admirable y penosa, mucho de cuanto tiene de «esplendor y miseria» —utilizo la expresiva fórmula de Ortega y Gasset— la creación literaria. Digo el traductor de poesía, en particular, porque en su oficio, si es que puede hablarse de un oficio en su caso, se encuentran centuplicados los problemas que plantea toda traducción literaria.
Comencemos por las penas y miserias de la traducción. Ya el título mismo de estas páginas nos llama a la realidad: para cualquier lector puede ser apasionante asomarse al diario de un escritor, asistir a los secretos vínculos o rupturas entre la vida diaria de un autor y sus obras; ahora bien, ¿a quién puede interesarle espiar en el diario de un traductor? Vería allí a un hombre que por la mañana elige un adjetivo y por la tarde lo tacha; que ensaya hacia la noche una traslación en verso libre y por la madrugada descubre que el poema funciona mucho mejor en heptasílabos y endecasílabos… Vale decir: un traductor casi no posee vida, sino por interpósita persona; su función no es transfigurar su existencia y su experiencia del mundo en palabras, o, para decirlo borgeanamente, «convertir el ultraje de los años / en una música, un rumor, un símbolo». Su cometido es mucho más modesto: consiste en tomar esa música, ese rumor, ese símbolo, que han sido plasmados por otro con tan milagrosa perfección en el idioma original, e intentar que su versión en la propia lengua no sea un ultraje al poema admirado. En este sentido, el diario de un traductor me hace pensar en las anotaciones que podría haber llevado uno de aquellos monjes medievales que pacientemente copiaban en un pergamino las obras que, sin su servicial intervención, se habrían perdido para siempre en el tiempo.
Me he preguntado que a quién puede interesarle el diario de un traductor. Confieso que a pocos lectores —pero agrego que yo estaría incluido entre ellos. La razón es que, como fue observado por el mismo Borges en su ensayo «Las versiones homéricas», «ningún problema es tan consustancial con las letras como el que propone la traducción». Vale decir: todo poema logrado es un prodigio verbal, un misterio hecho de palabras, las mismas palabras de todos los días, pero transformadas en un objeto mágico, un talismán sonoro. El traductor es aquel que busca indagar en ese misterio, en la razón por la que ese conjunto de palabras ejerce su hechizo, y que intenta recrear tal embrujo en la propia lengua. Como una vez me dijo el poeta, ensayista y traductor Edoardo Sanguineti: «Cuando yo leo a Shakespeare entro verdaderamente en otro planeta, históricamente lejano de nosotros, y trato de adivinar cuál podía ser su significado. Tiene lugar una suerte de diálogo con los muertos. En fin, el traductor es un chamán: evoca imágenes de difuntos para sus contemporáneos, y de esa manera vuelve a los muertos contemporáneos y vivos».
2. La traducción de poesía es difícil. Algunos piensan, incluso, que es imposible. El poeta norteamericano Robert Frost, por ejemplo, definía la poesía como aquello que se pierde irremediablemente en una traducción. Vladimir Nabokov, quien tradujo nada menos que el Eugene Onegin de Pushkin al inglés, escribió dos sonetos tetrámetros, titulados justamente «Al traducir Eugene Onegin», donde se lee (traduzco de mala manera): «¿Qué es la traducción? Sobre un platillo / La pálida cabeza, escrutadora, de un poeta, / Un chillido de loro, el parlotear de un mono, / Y la profanación de los muertos.»
Entre el diálogo chamánico con los difuntos y la profanación de los muertos (como puede verse, nos hallamos entre el espiritismo y la necrofilia), hay posiciones intermedias. Pero ¿qué es lo que hace tan ardua a la traducción poética? Fundamentalmente, creo yo, la delicada y precisa conjunción, identificación, amalgama, del sentido y del sonido en todo poema que se precie de ser tal. Si el traductor se concentra en el sentido, y desatiende el sonido, tendremos esas traducciones literales, tan abundantes en el ámbito académico (y en los últimos tiempos, paradójicamente, también en el medio poético), que pueden ser útiles como suerte de diccionarios para acercarnos al texto original, pero que raramente producen un efecto estético por sí mismas. Si el traductor se concentra en el sonido, en la recreación de la métrica, la rima y en general la musicalidad del verso, se corre el riesgo de que la traducción fuerce demasiado el significado y vuelva irreconocible la materia semántica del poema. Otro aspecto que dificulta la traducción es que la poesía trabaja a menudo con la irisación connotativa de las palabras, ese halo de sugerencias que posee un término o una expresión idiomática, y que no siempre encuentra su correspondiente exacto en las palabras de la lengua a la que se traduce.
Por otro lado, está la distancia a la que aludía Sanguineti en la entrevista que mencioné precedentemente. Puede ser una distancia de diverso orden: distancia temporal, distancia cultural, distancia espacial… Por ejemplo, la resonancia que tenía en el siglo xvii, en un poema de amor de John Donne, la alusión al Nuevo Mundo (el poeta invita a la amada a una exploración más interesante que la de las nuevas tierras descubiertas), no es la misma que puede tener en nuestro siglo; las evocaciones que puede traer la palabra «Abril», en el célebre inicio de La Tierra Baldía («April is the cruellest month…»), no es la misma que posee para los habitantes del hemisferio sur, donde este mes no se relaciona con el inicio de la primavera, por supuesto, sino con el otoño. De modo parecido, las sensaciones que puede generar la sola mención del ruiseñor, en la oda de John Keats, es diversa para quienes, como nosotros, no podemos escuchar su silbo nocturno sino es en el espacio encantado del poema (como se sabe, no hay ruiseñores en nuestras latitudes, salvo aquellos que cantan inolvidablemente en el soneto conclusivo de La Urna de Banchs, y en otros textos menos atentos a la ornitología circundante que a la literaria).
Hay otra distancia, incluso, que es igualmente problemática: la que surge de la evolución misma de la lengua y de las connotaciones literarias o culturales en general de las distintas épocas. Esta distancia es la que ha permitido que Pedro Salinas, por ejemplo, tradujera el Poema del Cid del castellano del siglo xii al castellano del siglo xx. Otro ejemplo ilustrativo es el de aquel soneto de La Vita Nuova de Dante que comienza: «Tanto gentile e tanto onesta pare / la donna mia quand’ella altrui saluta…». Lugones, en su convincente traducción del poema, vierte: «Es tan pura y gentil mi bien amada / que sólo al verla saludar cumplida / toda lengua enmudece estremecida / y no se atreve a alzarse la mirada.» Pues bien, tanto en el italiano como en el castellano actual la palabra «gentile» / «gentil» tiene un sentido semejante. Sabemos que los sinónimos no existen, y menos aún en la poesía, pero una palabra próxima a tal sentido sería: «amable». Sin embargo, para los poetas toscanos del siglo xii, aquellos que integraban esa suerte de escuela o secta poética que recibió el nombre dantesco de Dolce Stil Nuovo, la «gentilezza» era algo mucho más complejo y profundo que la mera amabilidad: era la condición íntima indispensable para vivir aquella experiencia decisiva para el perfeccionamiento y la elevación de la existencia que llamaban «amor». Quien no poseía tal innata gentileza (que determinaba una especie de nobleza del espíritu, por encima de la de sangre, medios económicos o posición social), no podía sentir esa «dolcezza» «ch’intender non la può chi non la prova». ¿Cómo salvar esa distancia en el significado, ese verdadero abismo de comprensión que media entre el sentido del término para un círculo de poetas del siglo xii y los lectores del siglo xxi? Imposible.
Con respecto a las opciones del traductor para afrontar la lejanía de espacio o de tiempo entre el original y el contexto para el que traduce, pueden distinguirse dos alternativas extremas: o se mantiene la extrañeza del original, de modo que el lector de la traducción perciba cuánto diferencia el mundo del que se está hablando del mundo en el que él vive (que la Italia de Francesco Petrarca, digamos, es una galaxia muy diferente de la Argentina de Leónidas Lamborghini, desde una infinidad de puntos de vista), o se intenta allanar lo diverso, aclimatando esa planta exótica al terreno que diariamente pisa el lector contemporáneo de la lengua de destino.
Estas opciones se muestran particularmente significativas —y angustiosas— cuando la realidad representada en el texto original incluye objetos, vegetales, animales, usos, instrumentos o referencias culturales prácticamente desconocidas para el traductor o para el lector actual. El poeta Alejandro Bekes, eximio traductor de Horacio, Virgilio, Shakespeare, Nerval, Hugo y Baudelaire, entre otros, me contaba que cuando tuvo que traducir las Geórgicas para Losada, visitó un museo de instrumentos de labranza para familiarizarse con utensilios que eran nombrados y descriptos detalladamente en el gran poema virgiliano, y que aun así… El problema, por cierto, no reside tanto en el nombre que corresponde en la lengua a la que se traduce, sino en que ese nombre puede no tener resonancia alguna para los lectores presentes, como sí la tenía para los lectores del original.
La segunda alternativa, pues, prefiere favorecer la identificación del lector con el mundo del poema, como si estuviera leyendo un texto escrito en su propio país y tiempo (una caricatura de esta opción la tenemos en las malas traducciones de películas, cuando un londinense, por ejemplo, refiriéndose a un extranjero, observa que éste no entiende lo que le está diciendo, porque no habla… ¡español!). Robert Lowell, en la introducción a sus Imitations, expone esta alternativa de manera paradigmática: «He intentado escribir en un inglés vivo y hacer lo que mis autores hubieran probablemente hecho si estuvieran escribiendo sus obras ahora y en Norteamérica». La primera, en cambio, elige preservar lo que hay de ajeno, de extraño, en el original, de manera que el lector perciba que dicho texto fue concebido en un lugar y/o una época muy distante de la suya (que Shakespeare —digamos por contrapartida del célebre libro de Jan Kott sobre el autor de Hamlet— no es nuestro contemporáneo, ni por cierto nuestro coterráneo).
3. Me gustaría considerar ahora una cuestión que es particularmente problemática, y que recientemente ha suscitado algunas polémicas en medios literarios de nuestro país. Me refiero a la traducción de la música verbal, la música de la poesía. Con respecto a las mencionadas polémicas, creo que podemos convenir en que cada cual traduce como puede y como mejor le parece, y cada lector elige leer o releer las traducciones que más le complacen. También el eventual crítico literario tendrá su derecho de examinar los logros y defectos de las traducciones de acuerdo con su personal concepción del hecho estético (esperemos sólo que tal concepción esté cimentada más en largas y atentas lecturas de la tradición poética, desde Homero a las posvanguardias, que en las últimas elucubraciones teóricas francesas, y que su «balancín del gusto» —de que hablaba Alfonso Reyes— tenga un fiel más confiable que el del verdulero de la esquina de mi casa.) Sentado, pues, que es difícil, si no imposible, sentar un juicio universalmente válido sobre una cuestión particularmente espinosa y resbaladiza, trataré aquí de aclararme cómo veo personalmente esta problemática tan ardua cuanto apasionante.
Se ha dicho (Ezra Pound, por ejemplo, lo ha dicho) que la música de la poesía es intraducible. En un sentido absoluto, es cierto. Dudo mucho de que en otra lengua pueda reproducirse exactamente la conjunción de acentos y aliteraciones de versos como: «En el silencio sólo se escuchaba / un susurro de abejas que sonaba…»; o: «el peludo cangrejo tiene espinas de rosa / y los moluscos reminiscencias de mujeres»; o bien: «Localiza el impávido silencio / Un zumbido concéntrico de mosca. / En la asoleada soledad vacila / El papelito de una mariposa.» En tal sentido absoluto, los célebres versos de Ungaretti, «M’illumino / d’immenso», sólo podrían ser traducidos… en italiano, y con esas mismas palabras (la transcripción, fidelísima, a «Me ilumino / de inmensidad», como puede escucharse, convierte la magia extática de las consonantes dobles italianas y del dividido ritmo heptasilábico en una prosaica constatación, más bien opaca, tristona y prácticamente carente de gracia).
Ahora bien, está claro que, ateniéndonos a ese sentido absoluto, tautológico, la traducción en general es imposible. Afortunadamente, el traductor tiene algo de devoto de una secta órfica, en la medida en que siente la formulación verbal del texto original casi como palabra sagrada, y a la vez algo de hereje, de profanador: necesita transgredir esa medida auditiva áurea del poema en otro idioma, para encontrar en la propia lengua una medida lo más próxima posible a esa forma perdida: será, pues, una forma diversa, pero equivalente, una metáfora sonora del poema admirado.
En tal sentido relativo, la traducción de la música verbal es posible. Para ello, al menos tres condiciones parecieran aconsejables. En primer lugar, que el traductor tenga oído y preste atención a las minucias esenciales de las que depende la gracia sonora del texto en la lengua extranjera. Luego, que posea suficiente creatividad y elocuencia en la propia lengua, para inventar —recordemos la etimología de esta palabra— una formulación verbal que suene tan bien —al menos casi tan bien— en el idioma de la traducción como sonaba la otra, la del poema original: vale decir, que logre que el lector olvide por un momento que está leyendo una mera traducción y pueda disfrutar del texto como un objeto estético autónomo, válido en sí mismo. Por último (last but not least), me parece que una condición importante, y quizá indispensable, que conviene que posea el traductor de poesía, es la destreza en la percepción y el manejo de las formas métricas. Por un lado, entiendo que es deseable que el traductor conozca y distinga la tradición rítmica en la que se inserta el texto original, ya se trate de un poema en verso totalmente libre, o en verso blanco, o en verso medido y rimado. Pero por otro lado, me parece aún más importante y aconsejable que el traductor conozca con suficiente profundidad la tradición métrica de la propia lengua y sea capaz de utilizar con solvencia sus recursos, incluso en el caso de que opte por una traducción en verso libre. No me refiero, por cierto, a un conocimiento meramente teórico de las cuestiones métricas, sino a una práctica de años de lectura con el oído atento a lo que hace que los versos suenen como suenan. No quiero decir con esto que el traductor, si es poeta, necesariamente tenga que haber escrito también poemas en versos métricos; quiero decir que, si el traductor es un poeta que escribe en versos libres, debe saber muy bien de qué se están liberando sus versos, cuáles son los modelos trabajados a lo largo de los siglos de los cuales sus versos puntualmente, por la razón que fuere, se desvían. Lo mismo vale para sus traducciones.
4. Me he detenido en la cuestión métrica, porque es un aspecto dejado un tanto de lado últimamente en nuestras letras. Pero la problemática de la música de la poesía va mucho más allá, por cierto, de la métrica. Creo que se pueden distinguir varias dimensiones en esa problemática.
Un primer nivel (el orden no es de importancia) consiste en lo que podríamos llamar la dimensión fónico-morfológica. Se trata de la precisa conjunción de vocales y consonantes de las palabras que componen un poema. Ya hemos visto un ejemplo de Ungaretti. Es el reino de la aliteración, entre otros recursos iterativos fundamentales para que cuaje el empaste de un verso. Quizá sea el aspecto más difícil de traducir sin pérdida. Cuando leemos en El cementerio marino de Valéry, por ejemplo: «Comme le fruit se fond en jouissance / Comme en délice il change son absence / Dans une bouche oú sa forme se meurt / Je hume ici ma future fumée…», comprendemos que ese goce gustativo en que la fruta se transforma ha hallado su metáfora en la fruición con que paladeamos tales sílabas, y parejamente comprendemos que esa milagrosa música verbal es prácticamente intraducible.
Un segundo nivel es la dimensión que se podría designar como sintáctica, en cuanto que involucra la disposición de las palabras en la frase. Es un aspecto que se vincula sensorialmente, por un lado, con la musicalidad, y por el otro, con la configuración visual del texto en la página, al tiempo que guarda indisoluble relación con el orden del pensamiento. Es el ámbito propio de recursos tales como la anáfora, el hipérbaton, el paralelismo, el quiasmo, etc. Se trata, pues, de una dimensión de gran importancia para la poesía que privilegia el arabesco conceptual, las simetrías y los contrastes, como es el caso de la lírica trovadoresca, provenzal y estilnovística, del barroco y de aquellos autores del siglo xx que se sintieron herederos de esa tradición. Quien lee a los poetas metafísicos ingleses (por ejemplo la «Elegía: Antes de acostarse» de John Donne, preferentemente en la versión de Octavio Paz, o «A la púdica amada» de Andrew Marvell, de ser posible en la traducción de Silvina Ocampo), y a su discípulo moderno T. S. Eliot (por ejemplo, los «Cuatro Cuartetos», en la magnífica versión de Juan Rodolfo Wilcock), percibe la función no sólo intelectual que poseen esos juegos de espejos, sino también rítmica y armónica. Más aún, estaría tentado de decir que en tales simetrías y retorcimientos sintácticos se manifiesta una emotividad que no halla cauce en el puro lirismo, que por alguna razón —personal o epocal— se encuentra obstruida y necesita recurrir a las oscilaciones y transposiciones de la dialéctica para no ahogarse en sí misma. Escuchemos, como claro ejemplo de la sonoridad que le imprimen al poema no sólo la métrica y la rima, no sólo la amalgama aliterativa, sino también los recursos de la dimensión sintáctica, esta estrofa de «Byzantium» de William Butler Yeats:
At midnight on the Emperor’s pavement flit
Flames that no faggot feeds, nor steel has lit,
Nor storm disturbs, flames begotten of flame,
Where blood-begotten spirits come
And all complexities of fury leave,
Dying into a dance,
An agony of trance,
An agony of flame that cannot singe a sleeve.
Para percibir claramente lo que se conserva y cuánto se pierde, incluso en una buena traducción, escuchemos ahora esta estrofa en la versión de Luis Cernuda:
Por el pavimento imperial van a medianoche
llamas que un leño no alimenta, ni un acero prende,
ni trastornan llamas; llamas engendradas en llama,
adonde acuden almas engendradas en sangre
que todas las complejidades de la furia dejan,
muriendo en una danza,
una agonía de trance,
una agonía de llamas que a una manga no queman.
Como puede advertirse, se ha perdido casi por completo el ritmo insistente de la métrica y la rima; algo se ha transpuesto de las aliteraciones, y lo que mejor se mantiene es la dimensión sintáctica. De hecho, hasta en las traducciones menos logradas, hasta en las traducciones realizadas con fines escolares o didácticos, es la música de la sintaxis la más fácil de conservar.
Vamos ahora a la tercera y última dimensión, la bestia negra de las traducciones y las discusiones de poesía en la Argentina de las últimas décadas. Me refiero, claro está, a la métrica y la rima. Creo que, para despejar equívocos, es necesario que nos planteemos algunas cuestiones preliminares.
La primera podría ser formulada así: ¿Es un aspecto importante del sentido estético total del poema el sistema compositivo utilizado por el autor? Por ejemplo, ¿carece de significación, para el efecto en la lectura, el hecho de que textos emblemáticos de la poesía moderna como el Canto a mí mismo de Whitman, Galope muerto de Neruda o La Unión libre de Bréton estén escritos en verso libre? O bien, de igual manera, ¿es indiferente el hecho de que otras obras, también emblemáticas de la poesía moderna, como Navegando hacia Bizancio de Yeats, los Nuevos poemas de Rilke, el Canto de amor de J. Alfred Prufrock de Eliot, El cementerio marino de Valéry, En mi oficio o arte arisco de Thomas, Coloquio en Roca Negra de Lowell o La caída de Roma de Auden, estén compuestos en versos rigurosamente medidos y rimados? Si la respuesta a ambos interrogantes es que no posee mayor importancia que un poema esté escrito de una manera u otra, en verso libre o en verso medido, con rima o sin rima, entonces toda ulterior discusión pierde sentido. En cambio, si la respuesta es positiva, podemos pasar a la siguiente cuestión.
La segunda pregunta podría ser formulada así: si el poema original está escrito en verso libre, ¿tiene alguna importancia el hecho de que su traductor decida trasladarlo a una estructura métrica? Por ejemplo, ¿cómo nos sonaría una eventual versión del Canto a mí mismo en forma de octavas reales? ¿De Residencia en la tierra en rosario de sonetos? ¿De cualquier poema de e. e. cummings en liras? Con el mismo criterio, si el poema original está escrito en versos medidos y/o rimados, ¿carece de significación el hecho de que su traductor decida trasladarlo a versos libres? Por ejemplo, sigamos conjeturando al azar: ¿cómo debería sonarnos una versión de La Urna de Banchs, o de Luz de provincia de Mastronardi, o del Poema de los dones de Borges, en versos libres? O bien, si hemos leído el original, escrito en sextetos de estricta y martillante métrica y rima, ¿cómo debería sonarnos el célebre poema de Robert Lowell, Coloquio en Roca Negra, en una versión en verso libre?
Vale decir, en síntesis: ¿sigue siendo el Canto a mí mismo el poema que es una vez que ha sido traducido a octavas reales? E idénticamente: ¿siguen siendo El cementerio marino o Coloquio en Roca Negra o Navegando hacia Bizancio los poemas que son cuando han sido traducidos en versos libres? Sinceramente, creo que si respondemos negativamente a la primera pregunta, no hay razón para que no contestemos de la misma manera a la segunda.
Podemos pasar, pues, a la tercera cuestión, que casi sólo tiene validez en las fronteras de la Argentina (lo cual nos constriñe a restringir la discusión teórica a los límites de un cierto provincialismo nacional), pero que, dado que estamos aquí, vale la pena debatir. Se ha instaurado progresiva y arrolladoramente en nuestro país una imagen de la poesía moderna identificada exclusivamente con el verso libre, identificación que ha ido acompañada, lógicamente, con la convicción complementaria de que la métrica y la rima y las formas cerradas necesariamente pertenecen a una concepción perimida, anacrónica, de la poesía, a un arte del pasado. Sobrarían ejemplos de este presupuesto teórico.
Pues bien, sin menoscabar en un ápice la importancia del verso libre en la poesía moderna, entiendo que este criterio es seriamente restrictivo y ocasiona arduos problemas para la comprensión (y la valoración) de la historia de la poesía desde la segunda mitad del siglo xix hasta el presente. Volvamos a plantearnos algunos interrogantes. ¿Debemos incluir en la noción de poesía moderna a la obra de quien fuera llamado el padre de esta poesía, Charles Baudelaire? Si la respuesta es negativa, no hay problema. Ahora, si es afirmativa: ¿debemos excluir de esta obra lo que el poeta escribió en formas cerradas, con métrica y con rima, es decir, todo su libro Las flores del mal? En tal caso, de ser también positiva la respuesta, tendríamos el extraño caso de que el padre de la poesía moderna prácticamente carecería de obra, al menos en verso.
No importa, dejemos en paz al padre y sigamos con su larga prole. Preguntémonos de nuevo: ¿Debemos incluir en la noción de poesía moderna a la obra de poetas franceses tales como Paul Verlaine, Stéphane Mallarmé, Arthur Rimbaud, Jules Laforgue, Francis Jammes, Georges Rodenbach, Guillaume Apollinaire, Pierre-Jean Jouve, Paul Valéry, Paul Eluard, Louis Aragon, etcétera? Si la respuesta es afirmativa, como pienso, se me ocurre que no podemos dejar de considerar el hecho de que gran parte (en algunos casos, la totalidad) de la obra en versos de estos autores posee métrica y rima. De la misma manera, y para no volverme prolijo examinando literatura por literatura: ¿Debemos considerar poesía moderna la escritura en versos de Konstantino Kavafis, Rainer Maria Rilke, George Trakl, Bertolt Brecht, Hermann Hesse, Else Lasker-Schuler, Robert Frost, T. S. Eliot, Robert Lowell, W. B. Yeats, Edith Sitwell, W. H. Auden, Dylan Thomas, Umberto Saba, Giuseppe Ungaretti, Eugenio Montale, Salvatore Quasimodo, Sandro Penna, Alfonso Gatto, Pier Paolo Pasolini, José Martí, Rubén Darío, Antonio Machado, Leopoldo Lugones, Ramón López Velarde, Juan Ramón Jiménez, Baldomero Fernández Moreno, Enrique Banchs, Jorge Luis Borges, Carlos Mastronardi, Federico García Lorca, Luis Cernuda, Boris Pasternak, Marina Cvetaeva, Anna Achmatova, Osip Mandelstam, Joseph Brodsky, etc. etc.? Pues bien, si la respuesta es afirmativa, como supongo, creo que no debemos descuidar la constatación de que la totalidad, o al menos buena parte, de la obra de estos autores (y a menudo, sus textos capitales), fue escrita en versos medidos y casi siempre rimados. Constatación que nos lleva al siguiente dilema: o nos aferramos a la identificación de verso moderno con verso libre, y consecuentemente excluimos de la poesía moderna a una notable cantidad de sus más valiosos y notorios maestros (la lista anterior es sólo indicativa), o incluimos entre las posibilidades de la poesía moderna la escritura con métrica y rima, y consecuentemente mandamos la precedente identificación al altillo de los prejuicios sin mayor fundamento histórico.
Afrontadas estas cuestiones preliminares, regresemos a la traducción y a la problemática que nos planteamos antes en relación con la música de la poesía: ¿es traducible esta música? Ya aludimos a las posibilidades y dificultades de los niveles morfológico y sintáctico; podemos ir ahora a la dimensión estrictamente métrica de la escritura en versos. ¿Puede traducirse un poema con métrica (y/o rima) en versos con métrica (y/o rima)? Antes que nada, me parece evidente que, como frente a toda traducción, es imposible —y poco aconsejable— generalizar: no sólo cada poema plantea diferentes desafíos, sino que también cada traductor posee competencias y afinidades diversas, que pueden permitirle vencer o fracasar frente a distintos textos. Alfonso Berardinelli ha señalado esta condición de las traducciones literarias con su habitual perspicacia y sentido común: «Ningún traductor puede traducir a cualquier autor de las lenguas que mejor conoce, así como ningún escritor ni ningún crítico pueden escribir sobre cualquier tema o libro o cuestión literaria: si esto sucede, el resultado será una literatura y una crítica mediocre, una traducción mediocre.»
Sentado esto, diría que en principio no hay razones de orden general que vuelvan imposible la traducción en versos medidos y rimados, como si la métrica fuera intransferible de una lengua a otra. Por el contrario, la fértil aclimatación de formas compositivas como el soneto, el terceto o la sextina en literaturas de distintos idiomas nos demuestra que tal transferencia es perfectamente posible. También una ojeada a la historia literaria nos demuestra que durante siglos la traducción en versos medidos y/o rimados fue la manera habitual de trasladar obras con métrica y rima. En nuestro país, hasta mediados del siglo xx podemos encontrar numerosas y a veces excelentes traducciones realizadas de este modo (todos tendrán presentes las versiones de poesía clásica y moderna de Leopoldo Lugones, Rafael Alberto Arrieta, Carlos y Pedro Miguel Obligado, Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo, Alfredo Martínez Howard, Manuel Mujica Láinez, Juan Rodolfo Wilcock, etc.). En la segunda mitad del siglo, y particularmente a partir de sus últimas décadas, se va imponiendo progresivamente la traducción en verso libre, aunque también haya notables excepciones (recuerdo ahora, entre otras, logradas versiones métricas de Raúl Gustavo Aguirre, Horacio Armani, Rodolfo Alonso, Juan José Hernández, Ricardo H. Herrera y Alejandro Bekes). Pero la norma omnipresente, casi obligada, hoy, en nuestro país, es la traducción en verso libre, incluso de poemas que en el original ostentan métrica y rima de resonante musicalidad.
5. ¿A qué atribuir tal ecuménica ortodoxia versolibrista en las traducciones de poesía? Dejemos de lado —pero no olvidemos— la primera razón que quizá a muchos les vendrá a la mente, aquella de que pareciera más fácil, mucho más fácil, traducir en verso libre que en verso medido, aunque en no pocos casos sea la explicación adecuada para entender por qué tantos poemas traducidos suenan más a mala prosa —también la prosa tiene su ritmo— que a buenos versos. En realidad, traducir en versos libres es aún más difícil que hacerlo en formas métricas, si se quiere que el poema no recuerde a cada paso que «sólo es una traducción», desde el momento que hay que encontrar sustitutos sustentables para la amalgama rítmica que las sílabas y los acentos proporcionan de por sí.
Dejemos de lado también —pero no olvidemos tampoco— la razón histórico-literaria que hemos señalado precedentemente, vale decir, la identificación de verso libre y poesía moderna, que como hemos visto no es muy defendible si examinamos la obra concreta de los concretos poetas modernos de diversas lenguas. Creo que ya hemos demostrado suficientemente que el verso libre aparece, sí, con la poesía moderna, pero no la define ni sirve como criterio excluyente, a menos que justamente excluyamos de la modernidad lírica a gran parte de sus mayores maestros.
Vayamos a una tercera razón: esto es, la elección del verso libre por una predilección previa del eventual poeta-traductor, por concordancia con su propia poética. Tal es el caso, localmente emblemático y de gran influencia, de las versiones de Alberto Girri. Pasando por alto las traducciones de poesía italiana del siglo xx, realizadas en colaboración con Carlos Viola Soto, que además de evidenciar problemas de conocimiento de la lengua, muestran una excesiva incongruencia entre el estilo de la traducción y el de los textos originales, vale la pena detenerse en sus traslaciones de la poesía norteamericana contemporánea. Su labor en este campo ha sido amplio e intenso, y merece todo respeto su presentación de autores de esa literatura que eran desconocidos o poco conocidos en nuestro medio. Similar reconocimiento se le debe a Enrique Luis Revol, profundo estudioso y excelente ensayista, quien acercó al lector argentino una muestra significativa de la poesía inglesa y de la poesía norteamericana del siglo xx en las célebres antologías de Ediciones Librerías Fausto, así como una selección de la obra poética de Robert Frost publicada por Corregidor. Puede decirse que, en gran medida, la imagen de la poesía moderna en lengua inglesa fue conformada en nuestro país, en las últimas décadas del siglo pasado, por las traducciones de Girri y de Revol. La diversa lección ofrecida por otros traductores de la lírica inglesa y norteamericana, tales como los antes mencionados Rafael Alberto Arrieta, Carlos Obligado, Silvina Ocampo y Juan Rodolfo Wilcock, casi no ha encontrado luego seguidores.
Tanto Girri como Revol optaron decididamente por el verso libre y por la literalidad. En la «Introducción» a su importante antología Cosmopolitismo y disensión, Alberto Girri declara: «En cuanto a las versiones en español de los poemas, confiamos en haber evitado algunas de las tentaciones más corrientes en este tipo de labor. La de caer en la traducción «personal», especie de interpretación que suele transformar el texto original en una caricatura; la de la recreación o «imitación» poética, asiduamente practicada por los escritores del pasado, sobre todo con textos clásicos; y la de intentar seguir el consejo de Pound, irrealizable y absurdo, de traducir empleando el lenguaje que el autor original hubiera usado si su lengua hubiera sido la del traductor […]. Sin exagerar lo literal, pero tampoco evitándolo sistemáticamente, hemos buscado la solución menos brillante aunque quizás la más honesta: dar una aproximación al pensamiento poético de cada autor, su tipo de lenguaje e imágenes, lo mismo que algunas modalidades en la estructura de los poemas, a pesar de que los resultados corran el riesgo de ser calificados de impersonales, y aun de sombras de las composiciones traducidas».
Desconozco la razón por la cual Girri juzga «irrealizable y absurdo» el consejo de Pound. Puede quizá no coincidirse con la sugerencia del autor de los Cantos a su traductor italiano Carlo Izzo, pero hay que convenir en que no es «irrealizable», desde el momento que no pocas traducciones lo han puesto en práctica, en no pocos casos con buenos resultados, y menos aún «absurdo». Por ejemplo, como recordábamos anteriormente, Robert Lowell, un poeta admirado y traducido por Girri, lo adoptó para sus versiones de poesía en otras lenguas, e incluso lo defendió casi con los mismos términos de Pound.
En cuanto a las dos primeras categorías que Girri denomina «tentaciones» del traductor, confieso que no veo muy claro en qué consiste la diferencia entre una y otra: la traducción «personal» suele definirse justamente como «imitación». Tampoco se distingue con nitidez en qué categoría deberíamos incluir a las traducciones que, además de «dar una aproximación al pensamiento poético de cada autor», a «su tipo de lenguaje e imágenes», intentan ofrecer asimismo una aproximación a la dimensión musical de los poemas traducidos. Esta preocupación parece completamente ajena a Girri, quien no la toma en cuenta ni siquiera para decir que no ha podido o no ha querido tomarla en cuenta.
Lo llamativo del caso es que, en un rápido repaso de los autores y los textos incluidos en Cosmopolitismo y disensión, comprobamos que más de la mitad de los poetas seleccionados sí han tenido muy en cuenta tal dimensión para escribir sus poemas, en los cuales la métrica y la rima tienen una evidente importancia. Y llama todavía más la atención el descuido de este aspecto —que, a juzgar por su recurrencia, no ha sido un factor menor o indiferente en la composición de sus obras— el hecho de que son algunos de los poetas con quienes el traductor muestra mayor simpatía en las notas que anteceden a sus versiones, tales como Theodore Roethke, Elizabeth Bishop, John Berryman, Robert Lowell, Howard Nemerov, Richard Wilbur, Robert Horan, John Logan, James Wright, etc. (Por el contrario, se advierte una marcada antipatía hacia un poeta experimental como Charles Olson, así como hacia los poetas informales de la beat generation, como puede comprobarse en la «Introducción» y en las notas a Allen Ginsberg o Lawrence Ferlinghetti). El hecho de que el traductor traslade los variados registros musicales de los textos (y conste que nos ceñimos a cotejar aquellos que Girri ha seleccionado) a un único diapasón versolibrista, confiere a la antología una uniformidad estética que no condice con la diversidad tonal que ostentan los poemas originales que se leen en la página del frente.
Algo similar ocurre con las antologías de Enrique Luis Revol, con el agravante de que nuestro admirado ensayista cordobés poseía una precisión verbal inferior a la de Girri. Las traducciones que Revol presenta en su selección de Robert Frost son un ejemplo flagrante de cuánto puede desfigurar el sentido poético total de una escritura —una escritura, justamente, como la de Frost, de una modernidad voluntariosamente clásica— la programática desconsideración hacia la musicalidad de esa obra.
Esto nos lleva a volver a las palabras que citábamos de la «Introducción» de Girri, y preguntarnos si esa renuncia a representar en sus traducciones una dimensión estilística como la musical, presente en los originales, no lo conduce necesariamente a la siguiente paradoja: huyendo de la traducción «personal» y de la «imitación», cae sin embargo en ellas, cepillando las diferencias rítmicas de los distintos estilos en la llaneza de su verso libre. En vez de leer, pues, a Robert Lowell, leemos a Girri; en vez de leer a Theodore Roethke, leemos a Girri; en vez de leer a Richard Wilbur, seguimos leyendo a Girri…
Por cierto, habrá quienes prefieran leer a Girri antes que a Wilbur, Roethke, Lowell o Eliot: están en todo su derecho. También Girri estaba en todo su derecho, por así decir, de traducirlos a su propia manera, como quien realiza obra personal a partir de la escritura de otros autores. Basta que seamos conscientes de la diferencia.
Para concluir. Está claro que todo traductor deja en la propia versión sus huellas, como cualquier otro criminal. La cuestión reside en el tipo de vestigios que abandona y en la mayor o menor perfección de su crimen (volvemos al punto de partida: la «profanación de los muertos» y el diálogo chamánico). Entiendo que, en cuanto a lo primero, la meta debería ser que las huellas del asesino lleguen a confundirse con las de la víctima: si el occiso amaba el verso libre, tratemos de traducirlo en un buen verso libre; si el desventurado sentía pasión por los pies y los acentos, las asonancias y las consonancias, intentemos que después de muerto, en nuestras devotas y profanadoras versiones, se conserve algo de esa su perversión. Y con respecto a lo segundo, se me ocurre que la perfección del crimen ha de ser que el difunto, para quienes lo lean, ¡les parezca vivo! Para eso, que es lo único que en definitiva cuenta, por supuesto, no es posible consultar ningún manual del perfecto asesino: cada cual tendrá que vérselas, sílaba a sílaba, aliento tras aliento, con sus propias fuerzas. ■ ■