Susana Benet: Lluvia menuda
La Veleta, Granada, 2oo7
«Como poeta me parecen los hai-kais ni buenos, ni malos. Todo será según los hagan, ¿verdad? La poesía tiene emoción o no tiene emoción, y esto es todo», escribió Federico García Lorca (en Obras completas I. Poesía, Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 1996, p. 757), y esas palabras bastan para responder a quienes últimamente se lamentan o incluso se indignan por la frecuencia con la que leemos haikus (o poemas que adoptan su estructura) en libros recientes de poesía española. Es cierto que muchos recurren a las diecisiete sílabas clásicas por capricho o deporte (cuando no por simple imitación de sus amigos), inconscientes de la antiquísima tradición y la dificilísima riqueza de esa estrofa japonesa, pero es igualmente cierto que el haiku es exactamente lo contrario de una moda. Su melodía suena desde hace muchos siglos, y son conocidos y escritos en Europa y América desde hace al menos ciento cincuenta años. En este tiempo ha habido resultados gloriosos y, por otra parte, juegos más bien intrascendentes, como los mismos «Hai-kais de felicitación a mamá» que ilustraban las palabras de Lorca. No creo que fueran esos simples divertimentos los que hicieron soñar a Borges, en su muy citado cuento, que la existencia del haiku fue lo que consiguió que los severos dioses indultasen a la humanidad (en «De la salvación por las obras», incluido en Atlas), pero para saber algo más sobre esta composición y su historia conviene leer Hana o La flor del almendro (Valencia, Pre-Textos, 2007), ensayo del poeta Josep M. Rodríguez, complementado con su artículo «Breve nota sobre el haiku, años 20» (en El Maquinista de la Generación, n.º 14, octubre de 2007, pp. 27-29), aunque abundan los textos teóricos recientes y, especialmente, las antologías que últimamente recogen (o creen recoger) haikus clásicos o modernos, ortodoxos o rupturistas, poéticos o narrativos…, entre las que destaca el minucioso Libro del haiku de Alberto Silva (Madrid, Visor, 2008).