Alfonso López Alfonso
Lugares pequeños, dice el refrán, infiernos grandes. Puede. Uno, sin embargo, es aldeano de nacimiento y suele desconfiar de los lugares grandes, de las ciudades, de todos los sitios en los que la gente no se conoce personalmente. La aldea proporciona como una capa de seguro confort, el agradable reconocimiento de quien se mueve por terreno conocido. Es en la aldea donde puede sobrevivir la colmena, donde las abejas de Sylvia Plath vuelan y notan el sabor de la primavera. Cuando uno era muy joven, en la aldea solían pelearse por las cosas que realmente merecen la pena: por el agua o por la tierra. En la aldea, si alguien amanece muerto en extrañas circunstancias es probable que el asesino se encuentre en la casa de al lado. Las aldeas proporcionan esa clase de intimidad. Si te aprietan el gañote hasta asfixiarte se puede tener al menos la certeza de que lo hará una mano conocida. En la ciudad, en cambio, se puede matar por matar, sin ningún móvil, sencillamente porque no dejar rastro es lo importante para que no te pillen, como en Henry, retrato de un asesino. En la ciudad, como en el campo, la belleza a menudo se encuentra en cualquier parte; y en la ciudad, como en el campo, puede estar también en cualquier parte el horror. Así que está uno tentado a decir que, en el fondo, lo único que diferencia la ciudad del campo es el grado de intimidad con que se hacen las cosas. Está uno tentado a decirlo y no lo dice porque sabe, quizá porque lo ha leído en alguna parte, que en las grandes ciudades se puede llorar por la calle en perfecta intimidad.