José Antonio Llera
Como era de esperar, la celebración del centenario del nacimiento del dramaturgo Miguel Mihura (Madrid, 1905) ha sido oscurecida por los fastos y la algarabía que ha concitado el aniversario cervantino. Aunque las instituciones y la prensa apenas se han acordado de él, estoy convencido de que lo contrario le hubiera disgustado. Una de las máximas aspiraciones de su vejez consistía en que lo dejaran en paz. Siempre fue un hedonista militante, y como le sobraba ternura para ser cínico prefirió convertirse en un escéptico de la utopía. En la sección de Gutiérrez titulada “¿Cómo quiere usted que sea su estatua?” había contestado lo siguiente: “¡Oh, por Dios! ¡Muy sencilla! Sencilla como la comida de un cabrero […]. Nada de filigranas escultóricas, ni complicaciones marmóreas. Las complicaciones para las tifoideas” (29 de diciembre de 1928). La escritura de Mihura huye de toda tentación de barroquismo o de pedantería. La humildad como rasgo temperamental y la falta de pose literaria con las que afrontó todas sus empresas se trasparentan en su estilo. Así, la prosa de Mis memorias (1948) constituye todo un modelo para escapar de las aguas pantanosas del narcisismo y de la ostentación autobiográfica. El gran número de novelas policiacas que nutría su biblioteca era también una forma de difuminar la imagen campanuda asociada al hombre de letras. Aunque en diciembre de 1976 fue elegido académico de la Lengua, murió antes de que llegara a redactar su discurso de recepción, del que apenas se conserva un borrador en su archivo de Fuenterrabía. Acaso, ante la embarazosa ceremonia de sacar brillo a su propio busto, decidió que lo mejor era hacer mutis por el foro.