Marcelo Casarin
En el día recién amanecido, se levanta un tenue vapor que pareciera nacer de la nariz de Brack. El animal bufa, salta y lloriquea pidiendo que lo liberen de la correa, para salir a toda velocidad a devorarse los campos.
Es el primer día de la temporada y mi padre se calza los borceguíes parsimoniosamente: se demora como si no le importara, aunque sabemos que detrás de esa mirada imperturbable él también siente ansiedad, y quiere estar caminando entre los surcos de lo que fue el sembradío, y hoy será nuestro coto de caza. Claudio y yo estábamos listos desde la noche anterior, y ahora tenemos la misma excitación de Brack, aunque por dentro. Pero Brack, él está transformado: gime y tironea, suplicando que lo suelten y lo dejen salir a buscar las perdices que le han sido vedadas por tanto tiempo. «Ojo —dice mi padre— nada de cargar las armas antes de cruzar el alambrado, sujeten al perro porque atropellará el campo como un loco, tranquilizálo Mauricio mientras yo termino de cambiarme».