Bruno Mesa
La raíz de estas páginas nace con una saludable y herética censura, la que realiza Wittgenstein a Shakespeare. Al fondo de esa elevada censura se esconde una pregunta a la vez ingenua y agónica para el juicio de una obra literaria: ¿es suficiente el lenguaje para justificar una obra? ¿Un hermoso juego de palabras, una sentencia brillante, un uso espléndido del idioma bastan para salvar una página?
Wittgenstein, como antes hiciera Tolstoi con mayor violencia, no encuentra en Shakespeare ninguna personalidad ética, ningún atisbo de aquello que llamamos “vida real”. George Steiner analizó esa crítica y decretó, aunque nunca fue propenso a las condenas, que Wittgenstein se equivocaba. No comparto el pesimismo de Steiner. Creo que el lenguaje no es suficiente, que es necesario algo más, y que ese algo más nos lo han entregado otros autores, como Sófocles, Dante, John Donne, Cervantes o Pessoa. Ese algo más puede definirse como una actitud ética. Es lo que exigía Eliot, encontrar en todo autor algo en lo que creer o algo que discutir. Eliot nunca encontró eso en Shakespeare, porque lo admirable del autor de Macbeth es su lenguaje, la extraordinaria musculatura de su léxico, la espectacularidad de sus paradojas, el genio al servicio del juego de palabras.