Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan
En los inicios, cada vez más oscuros, más lejanos, se encuentran Lady y Pres en lo más dulce de su carrera, cuando viajaban en un autobús nuevo, de cromado reluciente, por las carreteras interminables, de estado en estado, y tocaban en los mejores clubes de jazz de toda la nación. La película que vi en una noche del invierno soriano estaba interpretada por la genial Diana Ross. De los días de gloria al descalabro, la agonía de la decadencia y el triste anonimato de sus últimos días. Pero importaba entonces, y ahora, aquel autobús, la figura de Lester Young con el saxofón en la mano y ella, la gran diva, en un viaje por las carreteras interminables de Estados Unidos. En otro momento, y lo de menos es la sucesión temporal, aparece American Graffiti. Los coches que pasean sin fin ni sentido por las carreteras de la ciudad, el Hombre Lobo radiando canciones por las ondas de la emisora local, la noche del último verano, y todo lo que se queda allí. Lo que haya podido venir después son añadidos de importancia menor, aunque algunos de extraordinaria calidad, tal Las uvas de la ira de John Steinbeck, algunas otras películas, todas las canciones de Elvis Presley, o una juventud que miraba a otras latitudes.