Vicente Duque
Ahora vemos por medio de un espejo, en enigma; pero después veremos cara a cara.
(San Pablo)
Alguna vez nos asombrará el que los vivos no nos vean, igual que hoy nos extraña el que no llegue a nosotros ningún destello del mundo de los espíritus. Quizá esas dos realidades se hallan muy próximas la una de la otra, pero tienen una óptica diferente, como la cara opaca y la cara brillante del azogue en un espejo…
(Ernst Jünger)
Una especie particular de la muerte
“Alcanzada la edad bíblica”, los setenta años que el Salmo 90 atribuye al hombre, Ernst Jünger comienza la última parte de sus diarios1, escritos bajo el opuesto signo de la presencia y la ausencia —la vida y la muerte— unidas como el lado cristalino del espejo a su lado azogado.
Quien vivió en el vértigo del siglo y en su juventud jamás abrigó esperanzas de llegar a los treinta años, el mismo que partió voluntario a los campos de batalla de Europa para ser herido en catorce ocasiones, el titular de la Cruz de hierro de Primera Clase, caballero de la Orden de los Hohenzollern y poseedor de la distinción suprema, la Orden “Pour le Mérite”, el pensador a quien Walter Benjamín reprochó en su día haberse convertido en el adalid de un pernicioso misticismo de la guerra, vive, ya anciano, en el viejo tiempo de las parábolas, siguiendo el curso de los ciclos naturales, de las sucesivas floraciones y letargos de la vida vegetal. La siembra de nuevas simientes, la poda de los árboles frutales y la maduración de las plantas de su jardín ocupan un lugar muy importante entre las preocupaciones de un hombre que pasa morosamente el dedo sobre su vida “como sobre el filo de una espada” y cuenta las mellas que han quedado, pero que a la vez sabe permanecer a la escucha de las manifestaciones del Zeitgeist, el Espíritu del Tiempo.