Ernestina de Champourcin: Poesía esencial. Introducción y selección de Jaime Siles
Fundación Banco Santander, Madrid, 2008
Siempre que se habla de Ernestina de Champourcin se empieza por el mismo tópico, por el ya fatigado latiguillo de «poeta injustamente preterido», tan de general y manirrota aplicación en nuestros días. En el caso de Ernestina, unos creen que por ser mujer, entre tanto santo varón del 27. Otros, que por sus creencias religiosas. Otros, en fin, que a causa de su dilatado exilio en tierras mexicanas. Se podría hacer el chiste de que era su apellido francés, difícil de pronunciar para los españoles, o que no se sabe muy bien si pronunciar a lo castellano o a lo francés, lo que la marginaba de la popularidad, pero no, la verdad es que si a la Champourcin no se la lee más es simplemente porque en este país se lee muy poco, y a muy pocos. Y luego, claro, por la propia naturaleza de su poesía, callada e intimista, discreta y poco dada a exhibicionismos o alharacas. Y esto que se dice de su poesía puede igualmente afirmarse de su vida, de su personalidad. Fue una mujer moderna, republicana, feminista (sea eso lo que sea), que vivió la guerra y el exilio, pero siempre al amor del maestro, Juan Ramón, y del marido, Juan José Domenchina, poeta y secretario de Manuel Azaña. Al revés que a otros, su toma de partido no le impidió ver la realidad tal cual era, y frente a tanto idealismo interesado o ciego, sin renunciar a su lealtad republicana supo dar un testimonio menos épico pero más realista: «El pueblo armado era como un niño con la escopeta cargada. Las más bajas pasiones eran capaces de todo», escribió recordando los convulsos primeros meses de la guerra civil.