Eduardo Jordá
Cuando tenía once o doce años, me dio por caminar durante horas y horas por Palma, siempre sin rumbo fijo, siempre a la buena de Dios. Supongo que era una forma de combatir la turbulencia interior de la primera adolescencia, cuando uno se siente muy raro y busca en el mundo exterior alguna prueba de que la vida no es tan rara como uno empieza a temer que es. Durante aquellos paseos interminables, que duraban desde las tres de la tarde hasta las ocho o las nueve —hora de volver a casa, aunque eran tiempos tranquilos—, descubrí una Palma que no conocía en absoluto. Yo conocía El Terreno y el centro de Palma —y de forma muy imperfecta—, pero había barrios que solo conocía de oídas. El barrio antiguo, desde luego, con sus casonas decrépitas y sus aristócratas tambaleantes, no me interesaba demasiado. Que yo sepa, solo le interesaba a un chico muy esnob que soñaba con ser peluquero de señoras (lo juro) y que solía decir cuando hablábamos de chicas: