Vicente Duque
A la memoria de Hans Mayer y Jean Améry
Cuando el viajero arriba a Breendonk, tras atravesar el plat pays bajo las brumas de un verano bochornoso y húmedo, apenas advierte que ha llegado a su destino. La fortaleza es una extraña excrecencia, un hongo de hormigón que ni siquiera destaca a la vista en el relieve de la llanura. Se diría el derrelicto de un antiguo naufragio abandonado en la landa, erosionado en los periodos de mayor inclemencia por el viento del norte, un sedimento de otra era varado en un campo domesticado y apacible que ha sido labrado por generaciones de hombres industriosos. Extendido, casi semihundido en la planicie, Breendonk es la carcasa de un monstruoso crustáceo de brazos amputados que el mar abandonó tras su incompleto repliegue de las tierras en edades pretéritas; en la larga playa que quedó tras la conmoción geológica y el retiro de las aguas, y que ahora es una dilatada extensión primero colonizada, y después roturada y cultivada, el inofensivo fósil gris de un animal otrora terrible y pavoroso. Solo el foso, parcialmente inundado, guarda, como un oscuro espejo de fondo de arena que refleja la imagen invertida de los cielos, el recuerdo de un piélago que todavía bulle con inquietud en la costa a escasa distancia y que parece infiltrarse en la tierra arcillosa en forma de numerosos veneros, como si reclamara insidiosamente su herencia.