Vicente Duque
La lectura de La caída de Constantinopla, de Sir Steven Runciman, suscita la misma impresión de la que hablaba Italo Calvino a propósito de la lectura de la Anábasis de Jenofonte: la de estar viendo, antes que leyendo, un viejo documental de guerra.1 Los cuatro últimos capítulos, el clímax del asedio y la toma de la Nueva Roma, están narrados sobre una película levemente desvaída. Como en grises y sucesivos fotogramas contemplamos el fantástico viaje terrestre de la flota del Sultán tirada por innumerables yuntas de bueyes hasta el Cuerno de Oro, los embates de las multitudes de bachi-bazuks contra el Mesoteiquion, el desesperado combate naval en un Mármara encendido por los destellos del fuego griego, los bárbaros empalamientos de prisioneros ante la mirada impotente de los ciudadanos helenos, italianos y catalanes, congregados bajo un común destino que parece difuminar rostros y afanes particulares. El hechizo anacrónico del blanco y negro, de los contrastes de las sombras aceleradas y los pálidos fogonazos, acompañado por el estruendo salvaje de los disparos del monstruoso cañón de bronce fundido para el sultán, de la balumba sonora de pífanos y tambores y tañidos alarmados de las campanas tocadas a rebato durante el asalto de la madrugada del 29 de mayo, sobrecoge aún hoy al lector, como debió sobrecoger a los escasos y silenciosos defensores de las murallas o a las mujeres, niños y ancianos que en Santa Sofía, bajo los dorados mosaicos refulgentes a la luz de mil lámparas y cirios, cantaban el kirie eleison y fiaban su salvación a la sola ayuda del Ángel del Señor, de flamígera espada. Sobre la encendida cúpula que había rivalizado con el templo de Salomón, la cíclica y eterna cúpula de la última noche, surcada por las parábolas de los proyectiles y sus colas rutilantes: la imagen entrecortada y cinética de la desventura.