Ana Rodríguez Fischer
En un memorable cuento de Henry James, “La casa natal” —incluido en el volumen Lo más selecto (1903) y perteneciente, por lo tanto, a su etapa de madurez— encontramos una exquisita y lúcida crítica de lo que a lo largo del xix, pero muy especialmente en el último tramo de aquel siglo, llegó a ser ineludible práctica de todo viajero culto y snov que pretendiera alardear de su condición: la visita al “lugar del genio” y, mejor aún, a la casa natal de los grandes hombres, de conservarse y haber sido habilitada para esas muestras y exhibiciones. En su relato James disecciona con hilarante y perversa maestría el turbio y múltiple engranaje de motivos e intereses (tanto lucrativos como panegíricos) que impulsaban este tipo de operaciones a través de la figura de Morris Gedge, quien en su juventud había regentado “una pequeña escuela privada de las que se conocen como preparatorias, y sucedió que había acogido bajo su techo al hijo pequeño del gran hombre, que, por entonces, no era tan grande”. Un incidente ocurrido entonces, y que pudo haber sido grave pero que afortunadamente tuvo un desenlace feliz, hizo que, al cabo de los años —y tras ir Gedge de desgracia en desgracia, en lo que al trabajo o la profesión se refiere—, se recurra a él para encargarle “la custodia del templo”; es decir, las visitas guiadas, que exigían, naturalmente, la construcción de una historia justificadora de la genialidad del gran hombre. Y ahí ya puede el lector imaginar cómo opera el genio de Henry James (y no digo más, para que corra a leer ese relato quien no lo haya hecho ya).