Santiago Beruete
Quinientas palabras y un final
Todo el que haya conocido el placer de recibir cartas íntimas, esperarlas y contestarlas, sabrá que esa emoción nunca queda plasmada en el texto mismo de lo escrito.
(Carmen Martín Gaite)
La carta había sido puesta en el correo el martes, pero no llegó a su destinataria hasta pasados dos días del accidente. Todavía velaban el cadáver cuando el cartero llamó al portero automático. Dada la situación, nada tiene de extraño que ninguno de los miembros de esa desconsolada familia se tomase la molestia de recoger la correspondencia. No fue hasta volver del entierro cuando, obedeciendo a una vieja rutina, la viuda abrió el buzón y extrajo la carta.
Le bastó una ojeada a la letra con que venía escrita la dirección para darse cuenta que el autor de esa misiva era su difunto marido, quien acostumbraba a escribirle unas letras cada vez que, por razón de su trabajo, debía ausentarse del domicilio familiar. Tan solo pensar en ello, sintió una punzada en el corazón y, acto seguido, sus ojos se llenaron de lágrimas. Se recompuso como pudo y, guardando el sobre en el bolsillo del abrigo, subió acompañada de sus hijos al piso. Nada más abrir la puerta de la vivienda, fue a encerrarse en la, hasta hace cuarenta y pocas horas, alcoba matrimonial.