Carlos Javier Morales
a reciente publicación de una significativa an tología poética del grancanario Domingo Rivero (1852-1929), en la colección “Cuadernos del Acantilado”, pone a disposición de cualquier lector los poemas más granados de un autor tan exigente y original en sus versos como desconocido más allá del archipiélago canario. Sin embargo, Domingo Rivero, como trataré de justificar en estas páginas, representa una de las facetas más genuinas de la poesía modernista española: aquella que pasó por encima de toda retórica preciosista y altisonante; y no por desprecio a la solemnidad de Rubén Darío o de su mismo paisano Tomás Morales, sino porque, en su entendimiento de la poesía como expresión íntima del contacto del yo con el mundo dentro de la existencia cotidiana, cualquier culturalismo ajeno a su entorno inmediato, cualquier referencia exótica superpuesta a su experiencia diaria y corriente, le resulta pretenciosa, inauténtica. El modernismo suyo, de emoción interiorizante y depurado de toda resonancia llamativa, nos presenta al poeta en su total desnudez: con todas las ventajas que nos ofrece ese despojamiento sincero a la hora de conocer su verdad íntima, sí; pero también con todos los riesgos que esa senci- llez de medios comporta para quien juzga ligeramente un poema por su pirueta verbal o por su mera notoriedad sonora. De manera que, pese a la tardía publicación de sus versos (más adelante repasaré algunas de las vicisitudes editoriales), Domingo Rivero se nos presenta hoy como una figura indispensable para comprender los frutos más maduros del modernismo español y, en consecuencia, para apreciar cómo una estética tan repleta de novedosas técnicas expresivas, que tal fue el modernismo hispánico, no ahoga lo que de auténtico puede haber en los grandes poetas (léase Martí, Casal, Silva, Darío, Unamuno, Juan Ramón, los Machado, Alonso Quesada…).