Bruno Mesa
Las letras son como las maletas de doble fondo, todos conocen su apariencia, algunos su apetecible contenido, pero solo los curiosos, los imprudentes o la policía saben encontrar el bolsillo secreto que lleva hasta los diamantes de contrabando, esos que ocultaron unos espías al cruzar la frontera prohibida que hervía en alambradas. En las letras, en el doble fondo de su maleta, envuelto en un rectángulo de terciopelo negro hay escondido un surtidor de magia que pasa inadvertido por nuestros oídos, indiferentes a ese milagro. La costumbre hace que decline su misterio como el tenue velo de los años hace que se pierda aquel rostro que iluminó una tarde azarosa, esa tarde que falsamente imaginamos inolvidable.
Las letras de cualquier idioma revelan un sonido o un sabor, anuncian un paisaje o prometen una alegría, según quién las acompañe en cada palabra. Fácil será entrever que son enemigas encaradas cuando pronunciamos heterótrofo, pero si las dejamos sosegarse en compañía, y alguien que nos estima pronuncia melancolía, entonces la batahola y el violento descampado se transforman en un claustro, en un sosiego, y el callejón de los tahúres se vuelve noche apaciguada frente a un café y un amigo.