Primera hora: de la muerte y otros aspavientos
Construida con sillares gordos de arenisca y siglos, la sacristía de la colegiata de Toro ofrece pacientemente un cuadro que los visitantes suelen premiar, cuando lo ven —y dicho sea esto sin animus jodiendi—, ajustando una mirada de indiferencia o disgusto entre los párpados. En efecto, obedientes a los catecismos turísticos que les ordenan detenerse frente al prestigio de una mosca que descansa desde el siglo xv entre los pliegues nervudos del manto de la Virgen y que da nombre a la tabla pintada, o tal se cree, por Gerard David, los turistas agolpan sus mejores onomatopeyas delante del dichoso díptero. Luego, cuando han visto y examinado a la mosquita inmortal, se marchan en paz y en gracia de Dios. Poco les interesan los cantorales, la orfebrería y demás objetos que custodia la sacristía, ni tampoco el cuadro al que hacíamos mención en el introito. ¿Qué tiene? Bueno, dentro de los colores prietos y foscos, tiene un san Jerónimo —copia de una obra de José de Ribera—, sobresaltado por el jipío supitaño de la chiflata de un ángel y rodeado de los atributos que lo distinguen: el león, la calavera y el recado de escribir.