Archivo de enero, 2007

Las otras alamedas de la vida

viernes, enero 5th, 2007

Antonio Rivero Taravillo

Entre los celtas, la muerte siempre ha sido una realidad rayana con la vida, y ello no solo en ese brevísimo instante de intersección, el de la agonía, sino larga, interminablemente, mediante un doble envolvimiento de vida y muerte, arropándose ambas: esta en aquella, aquella en esta. La literatura irlandesa, la más rica de estos pueblos, es pródiga en dar muestras de ese maridaje desde época medieval, y solo limitándonos al siglo xx recordemos que lo hizo en Cré na Cille (Tierra del camposanto), libro inédito entre nosotros de Máirtín Ó Cadhain; en El tercer policía, de Flann O’Brien; o en el relato “Los muertos”, perteneciente al Dublineses de James Joyce.

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El yo sociólogo en la poesía de finales de los noventa

jueves, enero 4th, 2007

José Ángel Cilleruelo

Harto conocida resulta la confusión entre los términos generación (el conjunto de personas nacidas en un mismo periodo, sujeto por esta condición de un devenir histórico común) y grupo generacional (pequeño número de artistas con determinadas relaciones de carácter biográfico y estético). Esta confusión estuvo en los albores de los estudios generacionales aplicados a la literatura (Petersen y Salinas, fundamentalmente) y se ha ido perpetuando en los escritos críticos pese a la claridad con la que en este momento se definen ambos términos. La ausencia de un marco teórico de historia literaria auténticamente generacional, donde se conjuguen tanto la centralidad —el canon reconocido— como sus diferentes márgenes —geográfico, sociológico o estético— e incluso la posible existencia de una historia oculta, inédita, solo conocida más tarde, contribuye a que se perpetúe la confusión entre la centralidad de una generación y la generación misma.

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Pasajes literarios con fondos de enemistades

jueves, enero 4th, 2007

Rosa Navarro Durán

A nadie se le escapa que entre los escritores contemporáneos hay hilos, visibles o invisibles, de sentimientos. Si pensamos en los poetas, por ejemplo, y rastreamos comentarios, alusiones, rumores, no nos será difícil trazar un mapa de enemistades o afinidades, de odios o devociones. Como cualquier mención explícita podría incluirme en esta tupida red de lizos, prefiero quedarme en la difusa generalización. Los textos de los poetas trasminan esas simpatías o antipatías, y en ellas hay claves para ahondar en algunos poemas.

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La voz humilde y tardía de Domingo Rivero

miércoles, enero 3rd, 2007

Carlos Javier Morales

a reciente publicación de una significativa an­
tología poética del grancanario Domingo Rivero (1852-1929), en la colección “Cuadernos del Acantilado”, pone a disposición de cualquier 
lector los poemas más granados de un autor tan exigente y original en sus versos como desconocido más allá del archipiélago canario. Sin embargo, Domingo Rivero, como trataré de justificar en estas páginas, representa una de las facetas más genuinas de la poesía modernista española: aquella que pasó por encima de toda retórica preciosista y altisonante; y no por desprecio a la solemnidad de Rubén Darío o de su mismo paisano Tomás Morales, sino porque, en su entendimiento de la poesía como expresión íntima del contacto del yo con el mundo dentro de la existencia cotidiana, cualquier culturalismo ajeno a su entorno inmediato, cualquier referencia exótica superpuesta a su experiencia diaria y corriente, le resulta pretenciosa, inauténtica. El modernismo suyo, de emoción interiorizante y depurado de toda resonancia llamativa, nos presenta al poeta en su total desnudez: con todas las ventajas que nos ofrece ese despojamiento sincero a la hora de conocer su verdad íntima, sí; pero también con todos los riesgos que esa senci­-
llez de medios comporta para quien juzga ligeramente un poema por su pirueta verbal o por su mera notoriedad sonora. De manera que, pese a la tardía publicación de sus versos (más adelante repasaré algunas de las vicisitudes editoriales), Domingo Rivero se nos presenta hoy como una figura indispensable para comprender los frutos más maduros del modernismo español y, en consecuencia, para apreciar cómo una estética tan repleta de novedosas técnicas expresivas, que tal fue el mo­dernismo hispánico, no ahoga lo que de auténtico puede haber en los grandes poetas (léase Martí, Casal, Silva, Darío, Unamuno, Juan Ramón, los Machado, Alonso Quesada…).

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Una pasión francesa

martes, enero 2nd, 2007

José Luis Atienza

Si uno hace el esfuerzo de teclear en un buscador de Internet (y les aseguro que esta actividad, tan natural hoy día para la mayoría de las personas, es gravosa al máximo para mí, que no solo prefiero el tren al avión para hacer mis viajes —para darme ocasión de atravesar lentamente los espacios y estar más pegado a los paisajes, y no por miedo alguno a volar—, sino que añoro los desplazamientos en diligencia —que alguno de mis muy humildes tatarabuelos quizás pudo realizar con ocasión de un acontecimiento excepcional—, aspiro aún a pasear algún día en calesa por el campo, echo de menos los no vividos tiempos sin teléfono —aquella dichosa era en que un mensajero podía llamar en cualquier momento del día a la puerta, portador de un rápido billete garabateado por una mano amiga urgiéndonos, por ejemplo, a presentarnos en su domicilio para compartir cena y quizás lecho—, me resisto a dejar de manuscribir cartas —¡siempre con estilográfica, por cierto!— y cada día espero con impaciencia la llegada del cartero —hasta el punto de que, si estoy en casa, en cuanto oigo el timbre me precipito escaleras abajo, ¡el inmueble en que vivo carece de ascensor!, anhelando encontrar en el buzón otra cosa que monótonas comunicaciones bancarias o inmunda publicidad que, sin embargo, en ocasiones, ¡ay!, por un instante, hace aletear mi corazón pues la dirección impresa en el sobre imita la escritura manual—, me plazco, en fin, para no prolongar más esta enojosa letanía que me designa como hombre de otro tiempo, en utilizar reloj de bolsillo para hacer perdurar a través de mi cuerpo algo de la presencia y de la gestualidad de mis antepasados), si, repito, uno hace el esfuerzo de teclear en Internet, en lengua francesa y entrecomilladas, las palabras que dan título a este texto, no podrá no asombrarse de lo que, en décimas de segundo, el ciberespacio le devuelve envuelto en forma de 47 600 resultados: “Ruta del Ron: una pasión francesa”, “El mar, una pasión francesa”, “Israel-Palestina: una pasión francesa”, “Disney: una pasión francesa”, “La rosa, una pasión francesa”, “El comunismo, una pasión francesa”, “El pacifismo, una pasión francesa”, “La industria: una pasión francesa”, y también, el duelo, la caza, la genealogía, el blog, Racine, el vino, la bosanova, el impuesto, los cursos de jardinería, la escuela, el laicismo, Egipto, el güisqui, la prevención…, además de otros muchos sustantivos que aparecen —en repetidas ocasiones, como los anteriores— adjetivados del mismo modo en esa interminable lista.

Todo parece susceptible de alimentar la pasión de nuestros vecinos, a pesar de que, o quizás por ello mismo, uno de sus hijos más preclaros, Jean-Paul Sartre, les aldabonease hace ya tiempo la conciencia gritándoles que la vida es una pasión inútil. Pero hay una realidad que se impone a esa fragmentación de objetos parciales sobre los que los hexagonales depositan inmoderadamente sus afectos, algo que no solo concita la unanimidad sino que aparece como un absoluto: la lengua, su lengua, por la que experimentan una pasión desmedida, hipertrófica, solo igualada, ¡e incluso superada!, por la que hacia el francés y lo francés sienten algunos creadores originarios de otros países, lenguas y culturas, que adoptan lo francés como propio o como objeto de todos sus desvelos de estudio. En el entredós de esa puja, se genera un espacio de juegos de espejos y seducciones, de admiraciones, adoraciones y mutuos encantamientos dignos de estudio, que podríamos ilustrar con estas palabras de Théodore Zeldin —sociólogo e historiador británico, profesor de la Universidad de Oxford, autor, precisamente, de una célebre y monumental Histoire des passions françaises (Payot, 1994)—, capaces de hacer enrojecer de orgullo y autosatisfacción a los galos: “Francia ha sido para mí un laboratorio maravilloso, de gentes que tienen una historia muy rica, que son capaces de expresarse muy bien, con belleza pero también con lucidez y precisión, sobre todo lo que es la actividad humana. Es como si tuviese un amigo o una amiga que me pudiese decir todo sobre la vida, porque los franceses han explorado la vida desde todos los lados y han reflexionado sobre ello, y si hubiese escogido otro país sin literatura o con una literatura mucho más mediocre no hubiese podido hacer lo que he hecho” (declaraciones a la Colección La Mémorie Vivante, de la cadena de TV temática Histoire).

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Oscuros en la noche sola. Wilder y el baile de los adjetivos

lunes, enero 1st, 2007

José Manuel Benítez Ariza

Nadie lo es

“Billy Wilder, autor de cuatro obras maestras…” Bueno, con haberlo sido de una hubiera bastado. Pero no es la primera vez que leo u oigo comentarios que le perdonan la vida al afamado director. Por supuesto, hay películas de Wilder mejores, más complejas, más ricas que otras. O que parecen resistir mejor el tiempo. Pero incluso eso, como tantas otras cosas, cambia también con el tiempo. Así, Avanti! (1972), que pareció en su día una película menor, se revela ahora como una historia complejísima, que incluye no solo los consabidos chistes sobre el americano fuera de contexto, sino también una toma de temperatura a la comedia italiana como manera de entender el mundo. Un, dos, tres (One, Two, Three, 1961), por mucho que se considere una mera reconsideración de Ninotchka (1939), resulta hoy una película extraordinariamente lúcida, que habla no solo de las debilidades del comunismo, sino también de la escasa valía intrínseca del capitalismo para ser su única alternativa.

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