Autor: admin 4 enero 2007

Rosa Navarro Durán

A nadie se le escapa que entre los escritores contemporáneos hay hilos, visibles o invisibles, de sentimientos. Si pensamos en los poetas, por ejemplo, y rastreamos comentarios, alusiones, rumores, no nos será difícil trazar un mapa de enemistades o afinidades, de odios o devociones. Como cualquier mención explícita podría incluirme en esta tupida red de lizos, prefiero quedarme en la difusa generalización. Los textos de los poetas trasminan esas simpatías o antipatías, y en ellas hay claves para ahondar en algunos poemas.

Autor: admin 3 enero 2007

Carlos Javier Morales

a reciente publicación de una significativa an­
tología poética del grancanario Domingo Rivero (1852-1929), en la colección “Cuadernos del Acantilado”, pone a disposición de cualquier 
lector los poemas más granados de un autor tan exigente y original en sus versos como desconocido más allá del archipiélago canario. Sin embargo, Domingo Rivero, como trataré de justificar en estas páginas, representa una de las facetas más genuinas de la poesía modernista española: aquella que pasó por encima de toda retórica preciosista y altisonante; y no por desprecio a la solemnidad de Rubén Darío o de su mismo paisano Tomás Morales, sino porque, en su entendimiento de la poesía como expresión íntima del contacto del yo con el mundo dentro de la existencia cotidiana, cualquier culturalismo ajeno a su entorno inmediato, cualquier referencia exótica superpuesta a su experiencia diaria y corriente, le resulta pretenciosa, inauténtica. El modernismo suyo, de emoción interiorizante y depurado de toda resonancia llamativa, nos presenta al poeta en su total desnudez: con todas las ventajas que nos ofrece ese despojamiento sincero a la hora de conocer su verdad íntima, sí; pero también con todos los riesgos que esa senci­-
llez de medios comporta para quien juzga ligeramente un poema por su pirueta verbal o por su mera notoriedad sonora. De manera que, pese a la tardía publicación de sus versos (más adelante repasaré algunas de las vicisitudes editoriales), Domingo Rivero se nos presenta hoy como una figura indispensable para comprender los frutos más maduros del modernismo español y, en consecuencia, para apreciar cómo una estética tan repleta de novedosas técnicas expresivas, que tal fue el mo­dernismo hispánico, no ahoga lo que de auténtico puede haber en los grandes poetas (léase Martí, Casal, Silva, Darío, Unamuno, Juan Ramón, los Machado, Alonso Quesada…).

Autor: admin 2 enero 2007

José Luis Atienza

Si uno hace el esfuerzo de teclear en un buscador de Internet (y les aseguro que esta actividad, tan natural hoy día para la mayoría de las personas, es gravosa al máximo para mí, que no solo prefiero el tren al avión para hacer mis viajes —para darme ocasión de atravesar lentamente los espacios y estar más pegado a los paisajes, y no por miedo alguno a volar—, sino que añoro los desplazamientos en diligencia —que alguno de mis muy humildes tatarabuelos quizás pudo realizar con ocasión de un acontecimiento excepcional—, aspiro aún a pasear algún día en calesa por el campo, echo de menos los no vividos tiempos sin teléfono —aquella dichosa era en que un mensajero podía llamar en cualquier momento del día a la puerta, portador de un rápido billete garabateado por una mano amiga urgiéndonos, por ejemplo, a presentarnos en su domicilio para compartir cena y quizás lecho—, me resisto a dejar de manuscribir cartas —¡siempre con estilográfica, por cierto!— y cada día espero con impaciencia la llegada del cartero —hasta el punto de que, si estoy en casa, en cuanto oigo el timbre me precipito escaleras abajo, ¡el inmueble en que vivo carece de ascensor!, anhelando encontrar en el buzón otra cosa que monótonas comunicaciones bancarias o inmunda publicidad que, sin embargo, en ocasiones, ¡ay!, por un instante, hace aletear mi corazón pues la dirección impresa en el sobre imita la escritura manual—, me plazco, en fin, para no prolongar más esta enojosa letanía que me designa como hombre de otro tiempo, en utilizar reloj de bolsillo para hacer perdurar a través de mi cuerpo algo de la presencia y de la gestualidad de mis antepasados), si, repito, uno hace el esfuerzo de teclear en Internet, en lengua francesa y entrecomilladas, las palabras que dan título a este texto, no podrá no asombrarse de lo que, en décimas de segundo, el ciberespacio le devuelve envuelto en forma de 47 600 resultados: “Ruta del Ron: una pasión francesa”, “El mar, una pasión francesa”, “Israel-Palestina: una pasión francesa”, “Disney: una pasión francesa”, “La rosa, una pasión francesa”, “El comunismo, una pasión francesa”, “El pacifismo, una pasión francesa”, “La industria: una pasión francesa”, y también, el duelo, la caza, la genealogía, el blog, Racine, el vino, la bosanova, el impuesto, los cursos de jardinería, la escuela, el laicismo, Egipto, el güisqui, la prevención…, además de otros muchos sustantivos que aparecen —en repetidas ocasiones, como los anteriores— adjetivados del mismo modo en esa interminable lista.

Todo parece susceptible de alimentar la pasión de nuestros vecinos, a pesar de que, o quizás por ello mismo, uno de sus hijos más preclaros, Jean-Paul Sartre, les aldabonease hace ya tiempo la conciencia gritándoles que la vida es una pasión inútil. Pero hay una realidad que se impone a esa fragmentación de objetos parciales sobre los que los hexagonales depositan inmoderadamente sus afectos, algo que no solo concita la unanimidad sino que aparece como un absoluto: la lengua, su lengua, por la que experimentan una pasión desmedida, hipertrófica, solo igualada, ¡e incluso superada!, por la que hacia el francés y lo francés sienten algunos creadores originarios de otros países, lenguas y culturas, que adoptan lo francés como propio o como objeto de todos sus desvelos de estudio. En el entredós de esa puja, se genera un espacio de juegos de espejos y seducciones, de admiraciones, adoraciones y mutuos encantamientos dignos de estudio, que podríamos ilustrar con estas palabras de Théodore Zeldin —sociólogo e historiador británico, profesor de la Universidad de Oxford, autor, precisamente, de una célebre y monumental Histoire des passions françaises (Payot, 1994)—, capaces de hacer enrojecer de orgullo y autosatisfacción a los galos: “Francia ha sido para mí un laboratorio maravilloso, de gentes que tienen una historia muy rica, que son capaces de expresarse muy bien, con belleza pero también con lucidez y precisión, sobre todo lo que es la actividad humana. Es como si tuviese un amigo o una amiga que me pudiese decir todo sobre la vida, porque los franceses han explorado la vida desde todos los lados y han reflexionado sobre ello, y si hubiese escogido otro país sin literatura o con una literatura mucho más mediocre no hubiese podido hacer lo que he hecho” (declaraciones a la Colección La Mémorie Vivante, de la cadena de TV temática Histoire).

Autor: admin 1 enero 2007

José Manuel Benítez Ariza

Nadie lo es

“Billy Wilder, autor de cuatro obras maestras…” Bueno, con haberlo sido de una hubiera bastado. Pero no es la primera vez que leo u oigo comentarios que le perdonan la vida al afamado director. Por supuesto, hay películas de Wilder mejores, más complejas, más ricas que otras. O que parecen resistir mejor el tiempo. Pero incluso eso, como tantas otras cosas, cambia también con el tiempo. Así, Avanti! (1972), que pareció en su día una película menor, se revela ahora como una historia complejísima, que incluye no solo los consabidos chistes sobre el americano fuera de contexto, sino también una toma de temperatura a la comedia italiana como manera de entender el mundo. Un, dos, tres (One, Two, Three, 1961), por mucho que se considere una mera reconsideración de Ninotchka (1939), resulta hoy una película extraordinariamente lúcida, que habla no solo de las debilidades del comunismo, sino también de la escasa valía intrínseca del capitalismo para ser su única alternativa.

Autor: admin 22 noviembre 2006

Julio José Ordovás

¿Qué escribo?

Estoy sentado a los pies de la catedral de Friburgo. Son las 18.20 h. de una muy agradable tarde de septiembre. Suenan las campanas de la catedral. Deben de tocar a misa, sí, porque cuando enmudecen, a los pocos minutos, empieza a sonar el órgano, señal de que ya ha comenzado la ceremonia. Qué fúnebre solemnidad la del órgano. Latín y cirios.

Mañana a estas horas estaré volando de vuelta a España. Volar, volver, volver volando, volar volviendo: el aburrido estribillo de siempre. No quisiera abandonar la ciudad alemana sin antes escribir algo sobre ella. Pero ¿qué escribo? ¿Que Friburgo viene a ser algo así como un Oviedo germano o como un San Sebastián sin mar? ¿Escribo sobre sus pequeños canales y sus enormes cuervos y sus numerosas joyerías y sus incontables bicicletas? ¿Escribo sobre la placidez en la que parecen transcurrir las vidas de sus habitantes? ¿Escribo sobre la Selva Negra, sobre el cerco majestuoso que la envuelve y aísla y protege? No, no es eso lo que quiero escribir sobre Friburgo. Entonces, ¿qué quiero escribir?

Autor: admin 21 noviembre 2006

Hilario Barrero

A las cuatro ya es noche total en este día con lluvia, con olor a leña quemada y a tierra mojada. Voy a la biblioteca de Brooklyn a devolver tres películas: The seventh seal, Shoot the piano player y Belle du jour. El tiempo no perdona. La única que se salva es la de Bergman. Luego me acerco a la sección de libros en español. Encontrar un libro concreto es a veces imposible. Los lectores cambian los libros intencionadamente o sin saber. La mayoría está más interesada en leer libros de sexo, de astrología, de consejos, de cocina que libros de literatura. Hoy, mirando distraídamente por los anaqueles, me fijo en un título que, evidentemente, sobresale del resto. Se llama Cómo enloquecer a su mujer en la cama, de una tal Susana Wright. Lo abro y veo que tiene la solapa marcando el apartado que habla de “Cunnilingus”. La autora describe con un lenguaje seudocientífico y erótico cómo lamer la vagina en la que aparecen jugos de diversos olores y sabores. La señora Wright aconseja que el hombre no deje de lamer los labios vaginales y morder suavemente el clítoris a la amada si realmente quiere que esta enloquezca. Me doy cuenta de que el libro está en el lugar equivocado, que algún jovencito ansioso de saber más de sexo o de calentarse con la prosa de la autora, lo ha pasado de la estantería donde están los libros de temas sexuales, y que es muy obvia, a esta más seria donde paradójicamente la obra de la mujer fogosa está flanqueada por La llama doble de Octavio Paz y El loco de Khalil Gibran y no muy lejos de Para mayores de cuarenta años, de Willa Cather.

Autor: admin 20 noviembre 2006

Alfonso López Alfonso

Ya muerto, ya de pie, ya inmortal, ya fantasma,

se presentó al infierno que Dios le había marcado,

y a sus órdenes iban, rotas y desangradas,

las ánimas en pena de hombres y de caballos.

(Jorge Luis Borges)

Cosas de andar por casa

No recuerdo haber escuchado en la infancia demasiadas historias sobre guerrilleros, sobre “los del monte”, los “huidos”, “bandidos”, “rojos”, etcétera. Por Moncóu ­había pasado la guerra y se había llevado a los mozos que estaban en quintas y a los que ya no eran tan quintos. El abuelo hablaba de vez en cuando de las penurias pasadas con el ejército nacional por Extremadura, de los muertos, las trincheras, las balas y la sangre, pero nunca le oí hablar de los maquis o de la guerrilla antifranquista. Quizá por eso convertí en pariente cercano al primer guerrillero del que tuve noticia.

Autor: admin 17 noviembre 2006

Mariano Arias

Hace siglos un monje benedictino descubrió un eficaz método para urdir ficciones y encandilar a los novicios y clérigos del monasterio. No le movía ningún interés mercantil, ni siquiera fraternal o de enriquecimiento espiritual personal. El monje, llamado fray Bartolomé, estaba encargado de las labores de consejero del abad y de formación en el solitario monasterio de Entrepeñas. Era hombre culto, joven en la Orden benedictina, bien considerado, riguroso en sus funciones y emprendedor en cuantas labores se le encomendaban. Disciplinado y estudioso, alegre y de espíritu jovial era además el mediador de la Orden con el exiguo mundo exterior que podían conocer los clérigos.

Autor: admin 16 noviembre 2006

Bruno Mesa

La raíz de estas páginas nace con una saludable y herética censura, la que realiza Wittgenstein a Shakespeare. Al fondo de esa elevada censura se esconde una pregunta a la vez ingenua y agónica para el juicio de una obra literaria: ¿es suficiente el lenguaje para justificar una obra? ¿Un hermoso juego de palabras, una sentencia brillante, un uso espléndido del idioma bastan para salvar una página?

Wittgenstein, como antes hiciera Tolstoi con mayor violencia, no encuentra en Shakespeare ninguna personalidad ética, ningún atisbo de aquello que llamamos “vida real”. George Steiner analizó esa crítica y decretó, aunque nunca fue propenso a las condenas, que Wittgenstein se equivocaba. No comparto el pesimismo de Steiner. Creo que el lenguaje no es suficiente, que es necesario algo más, y que ese algo más nos lo han entregado otros autores, como Sófocles, Dante, John Donne, Cervantes o Pessoa. Ese algo más puede definirse como una actitud ética. Es lo que exigía Eliot, encontrar en todo autor algo en lo que creer o algo que discutir. Eliot nunca encontró eso en Shakespeare, porque lo admirable del autor de Macbeth es su lenguaje, la extraordinaria musculatura de su léxico, la espectacularidad de sus paradojas, el genio al servicio del juego de palabras.

Autor: admin 15 noviembre 2006

Vicente Duque

Sherezade, Ulises, las Sirenas

Probablemente sea la muerte la experiencia fundamental de la literatura, el más esencial de los accidentes del lenguaje. No debería comprenderse esta afirmación en un sentido ingenuo: no se escribe contra la propia finitud, con la pretensión de que la palabra sobreviva a nuestro acabamiento, sino buscando la desaparición en un fraccionamiento literario de las evidencias lingüísticas, en una entrega total a una palabra que no nos dice, sino que se deja decir para anularnos en el espacio mismo de su enunciación. La eficacia propia de esta enunciación literaria moderna es inversa a la eficacia de la narración legendaria de Sherezade o de cualquiera de aquellas narraciones orientales en las que un acusado trataba de aplazar una sentencia de muerte y de alejar la cita fatal que cerraría definitivamente su boca relatando historias hasta el alba. Ciertamente, el gesto de la narradora de Las mil y una noches trascendía el puro divertimento porque representaba en todo su patetismo el casi ilimitado esfuerzo para mantener a la muerte fuera del círculo de la existencia. Sin embargo, ese mismo gesto de salvación y trascendencia aparece metamorfoseado en la literatura moderna, dado que esta está ligada al sacrificio y a la desaparición a manos de las palabras que revelan su ser, que con el brillo de su aparición eclipsan a quien las dice. La obra, que tenía el deber de brindar la inmortalidad a su autor, recibe el derecho de matarlo.