Autor: 27 junio 2008

[Traducción de Hilario Barrero]

Henry James (1843-1916) un neoyorquino nacido en Washington Place que se nacionalizó inglés, autor de novelas como The Portrait of a Lady, The European, Washington Square y The Bostonians visitó Italia entre los años 1872 y 1909 escribiendo varios ensayos que aparecieron en diversas revistas de la época y que más tarde fueron reunidos en un libro de viajes titulado Italian Hours publicado en Boston y Nueva York por la editorial Houghton Mifflin el 20 de noviembre de 1909. Se trata de un libro clásico sobre Italia y, de una manera especial, sobre Venecia que no solo no ha perdido interés sino que, en ocasiones, parece recién escrito. En Italian Hours encontramos arte, religión, política, sociedad y vida cultural. Además de ser una guía que nos ayuda a perdernos para así encontrar la Venecia que todos buscamos, es también una obra literaria de un autor de la categoría de Henry James.

Esta muestra de Italian Hours, nos ayudará a conocer las dos ciudades: la real, la de los canales «que huelen mal», la Plaza de San Marcos abarrotada de turistas que llenan los museos y dificultan el paso por los puentes (tal como ya ocurría en tiempos de Henry James), pero también la otra Venecia, la literaria, la mágica, la que nunca cambia, la Venecia de Tadzio y la de Mozart, la Venecia que cada uno de nosotros, la hayamos visitado o no, hemos imaginado y llevamos dentro.

Es un gran placer escribir la palabra; pero no estoy seguro de que no haya una cierta insolencia en pretender añadir algo a ella. Venecia ha sido pintada y descrita miles de veces y de todas las ciudades del mundo es la más fácil de visitar sin llegar a ella. Abra el primer libro y encontrará una rapsodia sobre ella, entre en la primera tienda de cuadros y hallará tres o cuatro vistas de la ciudad excesivamente coloreadas. No hay nada más que decir sobre el tema. Todo el mundo ha estado allí, y todo el mundo se ha traído una colección de fotografías. Hay tan poco misterio acerca del Gran Canal como acerca de la calle principal de nuestra ciudad, y el nombre de San Marcos es tan familiar como el timbrazo del cartero. No está prohibido, sin embargo, hablar de cosas familiares y yo mantengo que para el verdadero amante de Venecia, Venecia siempre viene al caso. No hay nada nuevo que decir de ella ciertamente, pero lo viejo es siempre mejor que cualquier novedad. Sería en verdad triste el día en que hubiera algo nuevo que decir. Yo escribo estos renglones con la total convicción de no tener información que ofrecer. No intento iluminar al lector, pretendo solamente darle un estímulo a su memoria y considero suficientemente justificado a cualquier escritor que esté enamorado de su tema.

I

Mr. Ruskin se ha dado por vencido, es muy cierto, pero sólo después de extraer media vida de placer y una inconmensurable cantidad de fama de escribir sobre la ciudad. Todos podemos hacer lo mismo, después de haber sacado provecho, lo cual probablemente no ocurrirá en muchos años. Entre tanto, es Mr. Ruskin quien nos ayudará a disfrutar más que nadie. Últimamente ha publicado escritos conducentes a la depresión en forma de breves y humorados —malhumorados— panfletos (la serie de St. Mark’s Rest) en los que recoge sus más recientes reflexiones sobre el tema de nuestra ciudad y describe las últimas atrocidades cometidas con ella. Estas han sido numerosas y hondamente deploradas; pero admitir que han echado a perder Venecia sería como admitir que Venecia puede ser echada a perder, una admisión cargada, como a nosotros nos parece, de deslealtad. Afortunadamente uno reacciona contra el contagio ruskiniano y una hora en la laguna vale cientos de páginas de prosa desmoralizadora. Esta rara prosa que viene de Mr Ruskin (incluyendo el número revisado y condensado de Stones of Venice, del cual solo un breve volumen ha sido publicado y quizás sea el único) debe ser leída, aunque la mayor parte de ella parece dirigida a niños de tierna edad. Está escrita en clave de guardería y puede ser interpretada como proveniente de una institutriz enfadada. Es, sin embargo, muy sugestiva y muchas partes son deliciosamente justas. Hay una inconcebible falta de forma en ella, a pesar de que el autor ha pasado su vida estableciendo los principios de forma y regañando a los que se apartaban de ellos; pero late y resplandece con el amor de su tema —un amor desconcertado y renunciado pero el cual tiene todavía mucha de la fuerza de la inspiración. Entre las muchas cosas raras que han ocurrido a Venecia, figura la buena fortuna de convertirse en el objeto de la pasión de un hombre de espléndido genio, que la ha hecho suya y al hacerlo la ha hecho también del mundo entero. No hay mejor lectura sobre Venecia por lo tanto, como digo, que la de Ruskin, porque todo amante verdadero de Venecia puede separar el trigo de la paja. El estrecho espíritu teológico, el moralismo â tout propos, el extraño provincianismo y la mojigatería, son meros hierbajos en una montaña de flores. Sin duda alguna uno puede ser muy feliz en Venecia sin leer nada, sin criticar, o analizar o pensar agotadoras ideas. Es una ciudad en la cual, me imagino, hay muy pocos pensamientos agotadores y sin embargo es una ciudad en la cual debe haber casi tanta felicidad como miseria. La miseria de Venecia está ahí para que todo el mundo la vea; es parte del espectáculo —un concienzudo devoto del color local podría decir consecuentemente que es parte del placer. Los venecianos tienen pocas cosas que llamar suyas, poco más que el mero privilegio de vivir en la más bella de las ciudades. Sus viviendas están deterioradas, sus impuestos son altos, sus bolsillos poco profundos, escasas sus oportunidades. Uno recibe la impresión, sin embargo, de que la vida se les presenta con atracciones no contadas en esta exigua serie de oportunidades. y que ellos están en mejores términos con la vida que mucha gente que ha obtenido mejores oportunidades. Los venecianos toman el sol, chapotean en el mar; llevan brillantes harapos; caen en actitudes y armonías; asisten a una eterna conversazione. No es fácil decir que uno querría que fueran de otra manera, y sería ciertamente muy diferente si estuvieran mejor alimentados. El número de personas en Venecia que evidentemente nunca han tenido bastante para comer es dolorosamente grande; pero sería más doloroso si no percibiéramos igualmente que el suntuoso temperamento veneciano podría florecer hasta con la ración que se da a un perro. La naturaleza ha sido benévola con Venecia, y el sol, el ocio, la conversación y las hermosas vistas forman la mayor parte de su sustento. Se necesita mucho para hacer un americano triunfador, pero para hacer un veneciano feliz solo se necesita un puñado de sensibilidad. El pueblo italiano tiene a la vez la buena y la mala fortuna de ser consciente de pocas necesidades, de esta manera si la civilización de una sociedad se mide por el numero de sus necesidades, como parece ser la opinión común hoy día, es de temer que los hijos de la laguna compondrían una insignificante cifra en un grupo de tablas comparativas. No su miseria, por supuesto, sino el modo con que eluden su miseria, es lo que agrada al turista sentimental, que se complace en observar una bella raza que vive de la ayuda de su imaginación. El modo de disfrutar de Venecia es siguiendo el ejemplo de esta gente y sacar el máximo provecho de simple placeres. Casi todos los placeres del lugar son simples; esto puede mantenerse incluso bajo la imputación de ingeniosa paradoja. No hay más simple placer que contemplar un magnífico Tiziano, a menos que sea contemplar un magnifico Tintoretto o entrar en San Marcos —es abominable la manera en que uno cae en este hábito— y recrear los ojos cansados de luz en la penumbra sin ventanas; o bogar en una góndola o asomarse a un balcón o tomar un café en Florián. Es de estos pasatiempos superficiales que está compuesto un día veneciano, y el placer de todo ello radica en las emociones a que tales pasatiempos conducen. Estas son, afortunadamente, de las mejores —de otra manera Venecia sería insufriblemente aburrida—. Leer a Rusking está bien; quizás es mejor leer los viejos documentos, pero lo mejor de todo es simplemente permanecer en la ciudad. La única manera de encariñarse con Venecia como ella se merece es darle una oportunidad para que lo toque a uno a menudo —tardar en marcharse, quedarse en ella, regresar.

II

El peligro está en que no permanezcas suficiente tiempo —un peligro del cual el autor de estos renglones sabe algo. Es posible que a uno no le guste Venecia, y abrigue ese sentimiento de una manera responsable e inteligente. Hay viajeros que creen que el sitio es odioso y los que no son de esta opinión a menudo desean que los otros fueran más numerosos. La única queja que el turista sentimental puede tener de su Venecia es que en ella tiene demasiados competidores. A él le gusta estar solo: ser original, tener (para sí mismo, al menos) el aire de hacer descubrimientos. La Venecia de hoy es un enorme museo donde el pequeño postigo que da acceso está perpetuamente abriéndose y cerrándose y uno marcha con un rebaño de mirones. No queda nada por descubrir o describir, y ostentar una actitud de originalidad es completamente imposible. Esto es a menudo muy fastidioso; lo único que se puede hacer es dar la espalda a los compañeros de visita y maldecir su falta de delicadeza. Pero esto no es culpa de Venecia; es culpa del resto del mundo. La culpa de Venecia es que, aunque es fácil de admirar, no es tan fácil vivir en ella como en otros lugares. Después de haber permanecido una semana, cuando ha pasado la novedad, uno se pregunta si podrá acomodarse a las peculiares condiciones del lugar. Viejas costumbres se vuelven impracticables y uno se ve obligado a crear nuevos hábitos de carácter indeseable y poco provechoso. La góndola nos aburre (o eso creemos) y ya hemos visto los principales cuadros y escuchado los nombres de los palacios anunciados docenas de veces por los gondoleros que los enumeran en tono tan impresionante como si fueran un mayordomo inglés vociferando títulos en un salón. Hemos caminado cientos de veces alrededor de la Piazza y hemos comprado miles de fotografías. Hemos visitado las tiendas de antigüedades cuyos horribles letreros desfiguran algunas de las magníficas vistas del Gran Canal; hemos probado a ir a la ópera y la hemos encontrado muy mala; nos hemos bañado en el Lido y hemos encontrado el agua sin vida. Hemos empezado a sentirnos como a bordo de un trasatlántico, a mirar la Piazza como un enorme salón y la Riva degli Schiavoni como una cubierta de paseo. Uno se encuentra atascado y enjaulado; insatisfecho el deseo de espacio; se echa de menos el ejercicio diario. Se intenta dar una vuelta y no se puede, y uno llega a la conclusión de que la góndola es una especie de cuna ampliada. No tenemos gana de que nos acunen, y nos mantiene despiertos la irritación que nos produce, al contemplar la laguna, la actitud del perpetuo gondolero, con sus dedos vueltos, su barbilla saliente, sus golpes de remo. Los canales huelen muy mal, y la eterna Piazza, donde hemos contemplado repetidas veces todos los artículos de todos los escaparates y los hemos juzgado baratijas, donde los jóvenes venecianos que venden pulseras de cuentas y «panoramas» nos meten perpetuamente por los ojos sus mercancías, donde los mismos oficiales, abotonados ceñidamente, mascan siempre las mismas raíces negras, en las mismas mesas vacías, delante de los mismos cafés, la Piazza, como digo, se ha convertido en una espléndida rutina. Este es el estado de ánimo de esos frívolos preguntones que encuentran Venecia perfecta para estar una semana; y si en tal estado de ánimo decide uno marcharse, actúa con fatal precipitación. Quien pierde es uno, no los compañeros que se quedan; porque si bien hay algunas cosas desagradables en Venecia nada hay más desagradable que los turistas. Las condiciones son peculiares, pero nuestra intolerancia se evapora antes de que haya tenido tiempo de convertirse en un prejuicio. Cuando hayas pedido la factura para marcharte, págala y quédate, y a la mañana siguiente te darás cuenta que estás estrechamente atado a Venecia. Viviendo en ella día a día se siente la totalidad de su encanto; se da oportunidad a su exquisita influencia para que penetre en nuestros espíritus. La criatura varía como una mujer nerviosa, a quien verdaderamente se conoce cuando se conocen todos los aspectos de su belleza. Ella está alegre o deprimida, es pálida o roja, gris o rosa, fría o cálida, fresca o macilenta, según el tiempo o la hora. Siempre es interesante y casi siempre triste; pero tiene mil gracias esporádicas y es siempre propensa a felices coincidencias. Uno se encariña sobremanera con estas cosas, cuenta con ellas. Uno se siente enamorado; hay algo indefinible en esas profundidades de amistad personal que gradualmente se establecen. El lugar parece personificarse, hacerse humano y sensible y consciente de tu afecto. Uno desea abrazarla, acariciarla, poseerla; y finalmente un suave sentido de posesión crece y la visita se convierte en una perpetua aventura amorosa. Es muy cierto que si vas, como el autor de estos renglones fue en una ocasión, a mediados de marzo, experimentes cierta desilusión. Hace años que el autor no ha venido y en ese intervalo la hermosa y desamparada ciudad ha sufrido nuevas heridas. Los bárbaros están en total posesión y tememos lo que puedan hacer. Desde el momento que llegamos, se nos recuerda que Venecia apenas existe como ciudad; que existe solamente como una maltratada atracción de circo y un bazar. Había una horda de alemanes salvajes acampados en la Piazza, y llenaban el Palacio Ducal y la Academia con su alboroto. Los ingleses y los americanos llegaron un poco después. Venían a buena hora, con gran cantidad de franceses que fueron lo suficientemente discretos como para hacer interminables comidas en el café Quadri, durante las cuales no estorbaban. Los meses de abril y mayo del año 1881 no fueron, en general, una época favorable para visitar el Palacio Ducal y la Academia. El valet-de-place los había marcado como propios y mantenía triunfante posesión de ellos. Celebraba sus triunfos en una voz terriblemente metálica, que resonaba por todo el lugar, y tenía, hablara el idioma que hablara, el acento de cualquier otro. Durante los meses de primavera en Venecia esta pequeña aristocracia abunda en los grandes lugares de interés turístico y conducen a sus desamparados cautivos por iglesias y galerías en densos e irresponsables grupos. Infestan la Piazza; te persiguen a lo largo de la Riva; merodean en los puentes y en las puertas de los cafés. Al decir ahora que me sentí decepcionado al principio, tenia en mente la impresión que me asalta hoy en todo el recinto de San. Marcos. La condición de este antiguo santuario es con certeza un gran escándalo. Los vendedores y delegados comerciales ejercen su oficio —a menudo muy turbio— en la misma puerta del templo; atraviesan contigo el umbral y entran en la sagrada oscuridad, te tiran de la manga, cuchichean a tu oído, pelean unos con otros por los clientes. En general hay bastante deshonor en San Marcos, y si Venecia, como he dicho, se ha convertido en un gran bazar, este exquisito edificio es ahora la mayor caseta. ■ ■


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