José Carlos Rosales: El desierto, la arena
Fundación J. M. Lara,
Sevilla, 2006
En el ya bastante lejano 1988 hablaba Muñoz Molina de El buzo incorregible, de José Carlos Rosales, como “el primer fruto de una audacia que sin duda se prolongará en otros libros futuros, no sé si más hermosos pero sí, tal vez, más radicales y más sabios”. Esos libros futuros que ahora son pasado se llamaron El precio de los días (1991), La nieve blanca (1995) y El horizonte (2003), en el campo de la poesía, y Mínimas manías (1990) en el de la prosa.
Un futuro pasado y, como se ve por las fechas, pausado que conforma una obra singular que alcanza el presente con este El desierto, la arena. Quiere convencernos el autor de la rareza del libro llamando la atención sobre lo más exterior, lo que nos llega de inmediato, que es el título, un título que contiene una coma, uso bastante raro en la poesía española, y el mismo José Carlos Rosales nos recuerda el antecedente de Cernuda: Un río, un amor… Pero más allá de la anécdota, de esta manía tan mínima como una coma, lo verdaderamente raro es su condición de libro reflexivo, de una profundidad que no abunda en la poesía actual, y menos aún expuesta con una claridad expresiva que evita el discurso lento y largo y aburrido en el que tantas veces cae una poesía que quiere “pensar”.
El desierto, la arena es un libro unitario, de gran coherencia interna, con poemas que se entrecruzan y se complementan, apoyados siempre en unas líneas maestras que son el miedo, la huida, el olvido y el vacío. Como queda patente, estamos ante palabras “serias”, unas palabras que van adquiriendo, a medida que avanzan las páginas, categoría de símbolos y que dan sentido a poemas que son como variaciones musicales (una música austera) sobre esos temas dados.
La reflexión que plantea el libro nace de una mirada atenta sobre la realidad del hombre contemporáneo, a la que seguramente no es ajena la dedicación de José Carlos Rosales al columnismo, con esa obligación voluntaria de atender y desentrañar lo cotidiano. Esa misma tarea es la que se quiere más permanente en el poema, con la intención, manifestada por su autor, de que “el hombre del futuro conozca algunos aspectos del tiempo que nos ha tocado vivir”.
El desierto, la arena es, pues, un libro que no emplea la palabra como evasión o adorno sino como testimonio de un mundo desesperanzado e intolerante, de una época que ve cómo se vienen abajo ideales que creíamos firmes. Y esto, los poemas nos lo dicen desde la reflexión y no desde la imprecación. Son poemas que inquietan, pero no desde la truculencia sino desde la serenidad de fondo, tono y expresión.
Libro escrito durante cinco años y estructurado en cinco partes, en el título de dos de ellas aparece el miedo: “Las cenizas del miedo” y “Miedo rentable”. Con precisión de analista, José Carlos Rosales va dibujándonos la presencia del miedo en el individuo y en la sociedad con versos que se apropian de la rotundidad de las sentencias: “Sin la historia del miedo no hay historia”, “Con las rentas del miedo se fundan / las mentiras del mundo…”
Las mentiras del mundo, pero también su música, aunque esta música del mundo aparezca como enmascaradora de la propia conciencia, y a veces no sea ni siquiera música sino ruido, un ruido que apaga las voces de los que sufren la situación y las de los que la denuncian. El dolor está visto aquí como un destierro de la vida y la imagen del mundo es el mar oscuro, y con su espuma “sólo nos llega / la ficción de la historia, fantasías / para aplazar la muerte”. Enlaza aquí José Carlos Rosales con la visión que de la poesía tienen un Joan Vinyoli o un Juan Luis Panero, que emplearon la misma imagen para hablarnos de su difusa utilidad.
Aunque pudiera pensarse en un libro demasiado abstracto, aparecen en él continuas referencias a la naturaleza: viento, arroyo, nube, roca, duna… “La montaña de arena, almacén de ceniza / donde el miedo envejece…”, es un mínimo fragmento que podría resumir los elementos dispersos y repetidos que encontramos: arena, ceniza, miedo…
Como despidiéndose de la aridez de su título, el último poema está “Escrito en otro sitio” y en él es continua la presencia del agua, como si el poeta quisiera, en este ágil adiós, refrescar con la esperanza (esa fuente, esas campanas) el paisaje desolado que nos ha ido mostrando. Hay un giro último, pero tampoco nos dejemos engañar: “el corazón descansa” pero “el pensamiento sigue”.
José Carlos Rosales no es partidario del hermetismo ni de la oscuridad en el lenguaje y consigue, con el uso de palabras sencillas, presentar su mundo con un toque que a veces resulta inquietante. No es este un libro de lectura fácil. Encierra una poesía de pensamiento pero tiene el mérito de rehuir las abstracciones y las confusiones. Aquí la claridad de los versos está al servicio del misterio. Son muchas las imágenes que permanecen en la memoria y ayudan a crear un clima cerrado y persistente: una atmósfera.
Jorge Luis Borges imaginó su libro de arena con “un número de páginas exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última” y están numeradas de un modo arbitrario. Nada hay de arbitrario en este libro de construcción tan clara y meditada. Predica José Carlos Rosales, no en el desierto, sino su desierto, y lo hace no con el énfasis caduco de la oratoria sino con la calculada austeridad de una convincente conversación a media voz.
Frente a tanto libro hueco, El desierto, la arena contiene una poesía de rara intensidad, nada complaciente, que abre los ojos al lector y le invita a un proceso de re-conocimiento. Frente a los tantos desequilibrios e injusticias de la sociedad actual, el hecho de la poesía, de escribirla y de leerla, constituye un refugio. El que lo habita o lo frecuenta goza, pues, de esas estancias en “un pequeño país tan improbable / que no tiene palacios ni banderas, / un pequeño país / que no viene en los mapas”.
Juan Lamillar