Autor: 24 marzo 2007

José Luna Borge: Pasos en el agua. Veleta de la curiosidad
Llibros del Pexe, Gijón, 2007

Los diarios de José Luna Borge son los diarios de un hombre triste que busca en los sótanos de su memoria y en los estantes de su biblioteca lo que la vida le regatea o le niega o le hurta. Empujada siempre por el mismo viento, un viento de sombra, su Veleta de la Curiosidad (que no sabría uno decir cuánto tiene que ver con la de Ángel María Pascual y con la de Miguel Sánchez-Ostiz) permanece quieta, impasible, así pasen los años, apuntando hacia una región de niebla perdida en el horizonte. No se desprende Luna Borge de su chaqueta a la hora de sentarse a escribir su diario. Y el gris marengo de esa chaqueta se proyecta sobre sus cuadernos como la lámina de un asfixiante cielo bajo.

En los diarios de Luna Borge no hay sexo ni risas ni gritos ni brindis ni copas rotas. El suyo es un diario asordinado, sin estridencias de ninguna clase. Él insiste mucho en la imagen metafórica del diario como ventana abierta, pero la ventana de su diario, de dar a alguna parte, da a su gabinete de estudio, no a la calle. Y allí le vemos leyendo a Pla y a Walter Benjamin y a Gregor von Rezzori y a Jean Giono. Es Luna Borge un buen lector de libros de viajes y de memorias, tal vez porque esos libros le permiten vivir otras vidas, probarse otros trajes, calzarse otros zapatos con los que salir de sí mismo. Y es también Luna Borge un buen lector de revistas de literatura y de suplementos culturales (no en vano él fue el capitán de La Mirada, aquel benemérito suplemento andaluz en el que tantos perdimos la virginidad y al que tanto añoramos, pues pocos barcos de papel de periódico han llevado tan llenas de literatura sus bodegas), a los que aplica su lupa crítica, denunciando boberías y desenmascarando a unos cuantos bobos solemnes.

Si sus Pasos en la niebla correspondían a 1997 y sus Pasos en la nieve a 1995, estos Pasos en el agua corresponden a 1996. Un año que para él sólo parece que tuviera una estación: el otoño. Un otoño en el que muere su padre, y a cuyo entierro, en el pueblo, le dedica una página de una sobriedad emotiva admirable. El verano, para Luna Borge, está en su infancia leonesa, y allí regresa una y otra vez, poseído por una melancolía enfermiza. ¿Enfermiza? Sí, enfermiza, porque únicamente alguien que está muy enfermo de melancolía puede escribir: “Los niños juegan, como todas las tardes, en el jardín. Aún no saben que esos juegos que ahora practican con tanta entrega y audacia les han de servir de recuerdos o de paño de lágrimas el día de mañana. La vida es así de sorprendente y tal que ahora ellos juegan con ella sin tiempo y sin memoria, ella jugará mañana con ellos, cuando ya el tiempo se les haya escapado definitivamente de las manos y sólo sea el lugar de la melancolía”.

Julio José Ordovás


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