Autor: 22 marzo 2007

Francisco Umbral: Amado siglo XX
Planeta, Barcelona, 2007

Con la figura de Francisco Umbral viene sucediendo como con aquello que la leyenda contaba sobre el Cid: la aureola de vencedor y la fama terrible que el guerrero de Vivar tenía entre los musulmanes eran aprovechadas por las huestes castellanas para seguir obteniendo victorias incluso muerto el Campeador. El procedimiento es conocido: bastaba componer un poco el cuerpo sin vida del héroe y enderezarlo a lomos de un caballo a la vanguardia del ejército para que su simple visión despertara en las filas enemigas el horrendo pavor que los llevaba a salir huyendo, obteniendo así los de Castilla un triunfo más. Sustitúyase aquí aquella fama terrible del Cid por la no menos terrible (premio Príncipe de Asturias, el Nacional de las Letras, el Cervantes, etcétera) de Umbral; las huestes castellanas por un determinado periódico y una determinada editorial que siguen utilizando el nombre de este escritor como reclamo, las victorias sobre los moros de los unos por victorias en número de lectores de los otros, y sustituyamos, en fin, el cadáver tieso del Cid por Umbral. Obtendremos por medio de esta analogía una idea bastante aproximada del asunto, si bien algo menos épico en el caso que nos ocupa.

Parece que Francisco Umbral (Madrid, 1936), quien es presentado en la solapa de su último libro “como el mejor prosista en castellano del siglo” y su novela Mortal y rosa como “una de las obras maestras de la segunda mitad del siglo xx”, ha escrito con Amado siglo xx su despedida de la literatura, según nos revela el propio autor en la introducción. Y amén de él mismo, despide de paso al siglo que hace ya seis años dejamos atrás rindiéndole un sentido tributo en este volumen, para lo cual ha empacado unos particulares homenajes a las figuras más significativas del universo umbraliano y que desfilan por estas casi trescientas páginas como previamente lo hicieran por la anterior centuria. Figuras del más absoluto siglo xx que van desde Baltasar Gracián hasta Letizia Ortiz (da igual que se convirtiera en princesa en el 2004), pasando por Quevedo, Joseph Ratzinger, Cervantes, Francisco Franco o Larra; y donde las anécdotas autobiográficas —en las que Umbral nos muestra su persona convenientemente favorecida y hasta deificada, como en el epílogo— conviven tediosamente con el análisis sobre el futuro de la revolución castrista, el panegírico a Jaime de Marichalar y la exégesis de la guerra civil española, entre otros muy variados y pintorescos temas, formando un tótum revolútum en el que el personal canto de cisne del escritor acaba convertido en un desconcertante y estridente graznido.

Las personalidades y materias a cuya inteligencia aplica Umbral su pluma van teniendo su tratamiento individualizado en el total de cuarenta artículos o “glosas” al estilo de su admirado d´Ors, cada una de las cuales encierra en sí, a modo de anuncios sobre lo que ha de ser el total de la obra, el incongruente, deslavazado y a menudo irritante discurrir del escritor. Porque Umbral pretende darnos su peculiar visión del mundo desde una estética impresionista atravesada de análisis, con la que contempla y pinta aquellos maravillosos años del siglo pasado. Pero es imposible encontrar una sola impresión o idea dignas de ser consideradas tales en un libro nutrido de los tópicos más sobados, como el de Nabokov como cazador de mariposas, el de Ortega y Gasset como frívolo aficionado a marquesas, argentinos y campos de golf, o aquel que celebra la ocasión en la que “la asturiana, modesta estrella de televisión, echase en brazos de un príncipe todo el encanto del pueblo de Madrid”.

Y es gracias a este libro y a su autor que sabemos que Queipo de Llano era un dandi, y que también tenían mucho de dandis Tierno Galván y Dionisio Ridruejo, sin olvidar al archidandi que es el esposo de la infanta Elena. Y es también este Umbral quien se propone aclararnos si Ortega y Gasset era de izquierdas o de derechas, para llegar a la conclusión de que… no era fascista por su rechazo a la rebelión de las masas (fascismo al que sí pertenecía Unamuno, primer pensador fascista según Umbral). Problema este de las izquierdas y derechas que preocupa mucho a nuestro autor, pues también lo aplica a la interpretación de la persona de Quevedo en el mismo artículo en el que empieza hablando de la democracia en El Quijote; origen, por cierto y para quien no esté enterado, de la democracia en nuestro país. País cuya esencia, como no podía ser menos, también se propone desentrañar con inédita originalidad: “Toda meditación sobre España, su nación y su nacionalismo es algo que nos conduce directamente, y como de vuelta, a la realidad de Castilla, a la cotidianidad castellana”.

Pero no todo es frío análisis en este libro, en el que también hay buenas dosis del humor grueso y de las gracias sin gracia con los que el autor regala a los lectores: así, en el guiño sobre la sexualidad de Greta Garbo “que no había leído a los simbolistas, sino a Safo de Lesbos” o cuando nos habla del mundo laboral en los años veinte y treinta: “Por entonces no se admitía a los negros en las oficinas porque dejaban todos los papeles manchados de papel carbón y, además, cobraban una barbaridad por haber dejado la lanza en la selva, debajo de una piedra”.

Algunos cortos, y otros largos y estirados como un chicle, tienen todos estos artículos que forman el libro la consistencia del blandiblú, tanto en el fondo como en la forma; la cual es, sin duda, la principal seña de identidad de la literatura de Umbral y que él lleva muy a gala: puro estilo. Ya se encarga él de recordárnoslo no una sino dos veces: “Puedo resumir mi trayectoria según la fórmula que me dio un compañero de pensión en cierto momento: Tú escribes bien, Umbral, pero como no dices nada solo escribes bonito”. Así que, para desmentirlo, el libro cabalga de principio a fin sobre esa característica prosa suya de picapedrero: “Aquellas mujeres escandalosamente tristes, tristemente escandalosas”, “eso es como tener una palmera con nombre propio, con el propio nombre de uno”, “aquellos señores muy aseñorados”, “Luis Cernuda nos anochece como anochece el mar y anochece todo, menos la noche”, “Pedro Laín […] con sus pecados y virtudes de marañoniano orteguista y orteguiano marañoncísimo”, “el asunto […] ha podido herborizar gracias a la torpidez de unos gobiernos y partidos políticos de la derecha más estanca y estanquera”, “tras su repaso a los malos tiempos, que nunca son buenos”. O esta otra cita notable por su alto valor churrigueresco: “Azorín comprende el cielo y oye la flauta de una estrella y agudiza el oído hasta oír la clepsidra de la helada que cae en Castilla con finura suma”. Y un largo etcétera.

Sin embargo, y para que nadie se llame a engaño, Francisco Umbral ya se encarga de dejarnos clara la verdadera entidad de lo que ha escrito, tanto cuando habla de su libro: “Quede el lector advertido de que en este libro impera lo insignificante”, como cuando habla de Ridruejo: “Escribía mucho, pero siempre para decir algo, que es la peor manera de escribir. Se escribe mucho mejor cuando no hay nada que decir”. Ni menos ni más.

Tomás Cuadrado


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