Autor: 15 marzo 2007

Martín López-Vega

En Notre-Dame han instalado, sustituyendo a los tradicionales confesionarios, un moderno “Centro de confesiones” que se parece más al despacho de un médico o de un abogado que a un tal confesionario. Hasta tiene un rótulo que anuncia (antes se hubiera podido decir reza, pero ahora ya no): “Dialogues. Confessions”, que parece el título de un moralista de esos que tanto abundan por estos pagos. Como uno no pertenece a la secta se queda con la curiosidad: ¿en lugar de indicar la penitencia, extenderán una receta?

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He pasado de nuevo por Gibert Jeune, que es, a mi modo de ver, el modelo de lo que deberían ser las librerías del mundo: libros nuevos y viejos apretados en amistosa compañía. Si acaso, añadiría tan solo una planta más con un café como los de las librerías Barnes & Noble de Nueva York, aunque aquí pondría una sucursal del café Le Luxembourg y el café sería otro, no mejor, no entremos ahora en discusiones sobre el café, pero sí más parisino.

He comprado algunos libros, entre ellos algunos de Claude Roy, un poeta y diarista que pensaba uno que cualquiera haría un favor descubriéndoselo a los españoles y que, a este paso, va a haber que descubrírselo también a los franceses. “La vida nunca termina sus frases”, dice. Habla también del viaje, y dice una cosa muy cuerda: “Lo que diferencia al viajero del turista es que el turista siempre anda echando pestes del turista”.

He acabado hojeando los libros en el café La Gentilhommière, el mismo donde nos detuvimos hace algo menos de un año camino de Nueva York los extravagantes miembros de la tertulia Oliver, que trasladamos una vez cada doce meses la conversación del Centro Cívico de Oviedo al Citicorp Center de Manhattan. Esa vez el jefe de expedición y mecenas de la misma, cometió el error de encargarme a mí del viaje y pensé que qué mejor modo de ir de Oviedo a Nueva York que tomando antes un café en París. Porque a poco más nos dio tiempo en una breve escala entre dos aviones: a buscar la librería de saldos Shakespeare & co. y a tomar un café aquí mismo, puede que en esta misma mesa.

A la vuelta, Silvia Ugidos escribió un artículo hermoso sobre aquello en el periódico Les Noticies, recogido después en su libro 66 cigarres y una formiga. Dice allí (traduzco):

París es una ciudad tan pequeña que en ella solo hay una plaza, un río, tenderetes a la orilla del río y unas pocas calles que se enredan como el pelo de Ofelia, dulce ahogada, alrededor de la Rue de l’Harpe. Y ahora, creedme, que viajé más que Willie Fog y os hablo de todo corazón: nos mintieron los libros y los que escribieron esos libros, la historia, los mitos, las películas que dicen que es la ciudad de los cafés. En París solo hay un café, en el que yo estuve, muy guapo y afayadizu [luego les hablaré de esta palabra asturiana, y de otra, prestosu]. Si vais o volvéis a la ciudad, no hay pérdida. Allí pegado a Notre Dame, maravilloso para tomar algo entre avión y avión.

Pegado, lo que se dice pegado a Notre-Dame no se puede decir que esté el café, pero como fue el único monumento que cabía en la escala, pues será por eso. Yo recuerdo que quería aprovechar el singular apeadero para comprar algún libro de Claude Roy, para variar, y las Célébrations de Michel Tournier y no hubo manera, aunque en una librería pequeña de alguna de esas calles que se retuercen como el pelo de Ofelia, la ahogada, compré versos de Louis McNeice y Stephen Spender (ya sé que es raro venirse a París un par de horas para comprar a poetas ingleses, pero qué quieren) y que me enamoré de la chica que trabajaba en la tal librería, que tenía unos ojos de esos que se llaman gatunos, porque cuando te miran los entiendes tan poco como cuando es un gato el que te mira. Y porque te arañan la mirada y dejan su cicatriz en todas las cosas que vemos a partir de entonces. Puf. Qué de literatura.

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“París, postal del cielo firmada por el Sena”, escribió Blas de Otero. “París, refugio de todos los descontentos”, dice Fidelino de Figueiredo en esa encantadora novela suya, Revuelo romántico, que habla de historias que son novelas que se acaban y que hay que tener el valor de cerrar definitivamente, “y relegarla al mundo de los recuerdos y de los libros leídos, aunque en un lugar cariñoso”.

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La Place Vendôme es una buena síntesis de lo que en un momento ambicionó Francia: una mezcla del Imperio Romano con el Austrohúngaro. Coged el patio de un palacio vienés y plantadle en medio la columna trajana: tendréis esta plaza. Les ha faltado el detalle del remate dorado.

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La plaza de la Concorde, una variación sobre el mismo tema: la grandiosidad, los espacios abiertos, como si la ciudad no tuviese otra utilidad que recibir a los generales triunfantes. París es un gigantesco arco del triunfo.

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Gilbert Cesbron se imaginaba Notre-Dame zarpando Sena arriba, o Sena abajo, que eso no llega a aclararlo en la nota de su Diario sin fechas. Algo de navío encallado tiene también el Beaubourg, con toda esa gente tirada en la explanada como esperando para despedirse desganadamente o para recibir a alguien que, al fin y al cabo, tampoco hace tanto tiempo que no ven. Son gentes que parecen felices, pero que parecen también haber perdido la capacidad de la admiración, como si no supieran dónde están o fueran tan conscientes de ello que todo lo demás les diera igual.

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Ha venido uno a descansarse a los jardines del Luxemburgo, y como estaba solo me he sentado en un banco —si no, lo hubiera hecho en una de las sillas, frente a alguien con quien charlar.Junto a mí, mientras yo tomo notas, un pintor termina una acuarela de los jardines que me da envidia, porque es mucho mejor que estas líneas, porque tiene la luz de esta mañana de comienzos de la primavera y también su melancolía, no una melancolía triste, sino esa juvenil que suspira por las cosas que habrán de venir…

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La del Museo de Orsay es una de las más hermosas arquitecturas que conozco porque no está hecha para museo, sino para estación, y eso nos habla de la transitoriedad de todo, incluido el arte y los valores estéticos. De la mayoría de los pintores que están aquí se rieron a mandíbula batiente los parisinos de su tiempo.

En donde antes estaban las vías ahora hay esculturas… y sentado ahí, uno ve pasar por los diferentes niveles de la fachada, tras un cristal traslúcido, como sombras, a los visitantes. Sombras transitorias también y simbólicas, como todo lo que importa y a la vez no importa nada.

Desde detrás de lo que era el reloj de la estación ahora se puede ver una hermosa vista de la ciudad, el Sacre-Coeur, el río… todo ello detenido en una hora más antigua y más llevadera, porque no es nuestra.

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Salgo de Orsay aturdido. Entre mis visiones creo ver a algunas gentes que, después del empacho de vangoghes y degases, son capaces aún de observar al detalle las colecciones de sillas y cachivaches del museo. La solución es fácil. Lo que ven no les entra por la vista y les va hacia el corazón o el cerebro. Les entra por la vista, sí, pero la ruta que sigue es distinta.

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Torre Eiffel. Parece que vaya a despegar en cualquier momento hacia una luna de cómic.

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Puestos a buscar símbolos, pocos mejores que la Torre Eiffel. Despreciada por sus contemporáneos, ahora es el alfiler que les sujeta en el calendario de la eternidad. A uno la torre le parece hermosa, y como símbolo, pues símbolo de que todo pasa, y nada importa.

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A unos pasos de la torre está la casa de cultura del Japón. Hay exposiciones y una tienda con todo tipo de souvenirs, así que después de pasar por allí es como si uno hubie­ra hecho escala en el aeropuerto de Tokio.

En la terraza hay un salón donde los miércoles —la cosa tiene su complejidad ritual y no es como para repetirla a diario— se celebra la ceremonia del té.

Todo, sin embargo, resulta poco natural. Puestos a buscar el exotismo en París, me quedo con la mezquita del Instituto Árabe, con su patio que recuerda al de la mezquita de Córdoba. Cada hora allí es una delicia, tomando un té a la menta mientras leemos los versos de (por aquello de ir a juego) Imru’l-Qays,

He recorrido tantos horizontes

que me contentaría con el botín del retorno,

o probamos alguna de las especialidades del restaurante, o alguno de los dulces que venden en el café. Claro que para reposterías árabes uno prefiere la tienda de dulces del sur de Túnez que hay en la calle del Arpa, entre Notre-Dame y el boulevard San Michel. Si van por allí no dejen de tomarse un dulce de chocolate, o mejor, uno de pistacho. Y no hagan caso de los versos de Imru’l-Qays, que no hay retorno que valga por el botín de un horizonte. Y por muchos que uno haya recorrido, siempre serán más los que sigan esperando.

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El Jardín de las Tullerías tiene algo de feria de pueblo, con sus norias, sus algodondes dulces, sus coches de choque… Al caer la tarde, algunos niños solitarios, aprendices de melancólicos.

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Cuando uno lleva demasiado tiempo sentado en las Tullerías o en el Luxemburgo, puede llegar a pensar que es parte de un haiku con chorreras.

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En París, como en Nueva York, han puesto poemas en el metro. Son casi todos de autores contemporáneos conocidos: de Roubaud (una de sus peculiares versiones del Mono no Awara), de Jacotett… Uno de este he visto hoy cómo servía de excusa al galanteo. Ese que comienza:

Dans le Paris de mon enfance…

Pues basta pronunciarlo mal adrede, para que, en vez de “En el París de mi infancia”, diga:

Danza el París de mi infancia…

y no importa si el chiste es bueno o malo, solo si hay unos labios dispuestos a agradecerlo.

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El edificio de la Ópera está todo envuelto, y no sabe uno si será por las obras o porque han soltado por aquí al Christo ese y se ha puesto a hacer de las suyas, envolviéndolo todo.

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Sensación extraña de caminar por los pasajes una mañana de domingo; todas las tiendas cerradas, no cruzarse con nadie, como si la ciudad se hubiese quedado vacía y, por fin toda para uno, uno no supiera qué hacer con ella.

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He llegado al jardín de las Tullerías y me he sentado en una tumbona, frente al estanque, esta soleada mañana de domingo de primeros de abril en la que sopla una brisa suave que no llega a ser fría y solo se escucha una flauta mozartiana. He sacado mi cuaderno para escribir que he encontrado por fin un lugar de paz, un rincón de calma, un sitio en el que sentarme sin que lleguen a continuación los fantasmas a nuestro alrededor.

El sol, el estanque, la noria al fondo tapando la vista del Arco del Triunfo. Pero marcharé enseguida, agradeciendo este momento de paz. Si me demorase, acabarían por aparecer los fantasmas. Siempre lo hacen.

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Hay en París, como en todas las ciudades que se precien de serlo, no pocos rincones pueblerinos. Uno de los más pueblerinos, más tranquilos y más hermosos es la plaza Dauphine, en plena Ile de la Cité, con sus pájaros cantores y sus pequeños bistrots donde los jóvenes charlan al caer la tarde. Cerca de esta plaza vivieron Alberti y Neruda y en un poema cuenta Jacques Roubaud como la cruza para ir a casa de Claude Roy.

Iba a comenzar una página en la que saliese esta luz última, los jóvenes que juegan a la petanca y los perros que corren tras una pelota. Pero de pronto una rama ha caído sobre mi cuaderno, como chillándome:

—¡Menos bucolismo!

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Los rosetones, vistos desde fuera, son como los negativos de la eternidad.

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Cada instante de la vida es como esa escultura de la Place du Havre, frente a la estación de Saint-Lazare: una mezcla imposible de relojes que marcan horas diferentes, momentos distintos de nuestra vida que se repiten en cada momento nuestro, siempre los mismos, aunque unas veces nos acompañen, y otras nos hagan daño.

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A la entrada de la iglesia de Notre Dame des Victoires un cartel pregunta, con una cita bíblica: “¿Quién nos hará ver la felicidad?” Uno no tiene la respuesta, ni cree que se la vayan a dar allí dentro, así que se va cabizbajo, con la pregunta ya para todo el día en la cabeza.

La respuesta estaba —al menos, parte de la respuesta— en uno de los pasajes. Una tienda se llama “La felicidad de las señoras”.

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Las ventanas del hotel du Havre (Grand Hotel du Havre, para ser más exactos, o más inexactos, en este caso) dan a un patio de vecinos. Cada ventana es una historia, sobre todo los fines de semana. Cada historia, una fiesta o una tragedia. Ahora le gustaría a uno inventar alguna de esas historias, la de los jóvenes que descorchaban anoche una botella de champán o la de esa solitaria asomada a su ventana toda la tarde, incluso la de la bicicleta que alguien guarda en el patio. Pero son perfectas tal y como son, apenas insinuadas, reales, inaccesibles.

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En los jardines del Palais Royal, exposición de un escultor llamado Pomodoro, o algo así, pues raro me parece que un escultor vaya a llamarse Tomate, aunque ha visto uno cosas peores. Son todo cosas misteriosas, esferas rotas en las que por un lado se le ven las tripas, como si fueran ingenios mecánicos, y por otro reflejan cuanto las rodea. “Sfera con sfera”. La esfera del mundo, que es nuestra jaula y nuestra rueda.

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En el agua del salto de la fuente se adivina un mínimo arco iris, como si la fuente lo soñase para hipnotizarnos.

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Junto al estanque del Luxemburgo suele haber una chica con un carrito lleno de barcos en miniatura que los padres alquilan para disfrutar viendo como sus niños 
los echan a navegar por el estanque. Esta mañana unos niños metían un barco en el agua no para verlo flotar, irse, sino para lanzarle piedras con la firme voluntad de hundirlo. Otro aquí haría su teoría. Pero lo bueno de la infancia es que no exige conclusiones.

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A los patos del Luxemburgo hay que llamarlos ánades. Son, sin duda, esdrújulos.

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Estabas bebiendo una copa de vino tinto en un restaurante tailandés de la Rue Dante. ¿Era la tuya una soledad escogida o resignada? A veces hacemos a los demás las preguntas que no nos atrevemos a hacernos a nosotros mismos.

Te has ido. En ese mismo instante ha venido un viento, ha sonado una música china, y todos los demás clientes nos hemos sentido extraños, más solos. Luego también se fue el viento, y calló la música. Y tampoco estarán contigo.

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Sacre-Coeur. Mucha gente vendrá ahora aquí siguiendo los pasos de Amelie. Y está el carrusel, que lleva ahí desde siempre, y en las escaleras estaban aún las flechas que dibujó para guiar a su enamorado. Faltan algunas cosas, y le extraña a uno que no haya un mimo imitando al de la película. Y a todas las muchachas (y las que ya solo por amabilidad llamaríamos muchachas) se les nota en la cara que se sienten un poco Amelie, y es mentira, aunque el solo hecho de creérselo las acerque, aunque sea por un momento, a serlo.


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