Manuel Neila
Se puede hacer el tonto en cualquier otra cosa, pero no cuando se trata de poesía.
Michel de Montaigne
I
Desde el romanticismo para acá, la poesía es una suerte de confesión que el poeta emplea para expresarse a sí mismo; es decir, una presentación de la realidad empírica del sujeto individual. Está regida por el principio de una identidad pura, para la cual el poema es ante todo el medio de invocación.
Pero ese sujeto trascendental, heredado de la filosofía moderna, pronto se revelaría incompatible con la realidad empírica e individual de su portador, sometido a condicionamientos sociales que no rige ni controla. Tanto es así que el poeta romántico no tardó en descubrir “le malheur d’être poète”, es decir, la alienación del sujeto empírico respecto a la realidad natural y, consecuentemente, respecto a sí mismo.
John Keats, sensible a este problema, alude al “carácter camaleónico” del poeta, que es “lo más antipoético del mundo, porque no tiene identidad, continuamente está llenando otro cuerpo.” George Büchner va más allá, y ve en la conciencia del vacío la experiencia central del moderno sujeto desdichado.
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Los poetas del primer tercio del siglo pasado fueron los testigos privilegiados del declive de los valores individuales, o lo que viene a ser lo mismo, de la disolución del sujeto humano como principio ordenador del mundo de la vida. Y así, la verdad de la poesía se volvió inseparable de la “verdad de las máscaras”.
El problema de la personalidad múltiple se hizo presente en los mejores poetas de la época, desde Rilke a Benn, pasando por Hofmannsthal; desde Eliot a Pound, pasando por Machado. Pero el caso más extraordinario fue sin duda el de Fernando Pessoa, “un poeta que es diferentes poetas al mismo tiempo, un poeta dramático que escribe poemas líricos”, para decirlo con sus propias palabras.
La escisión de su personalidad poética en diferentes autores —Álvaro de Campos, Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Fernando Pessoa, fueron los principales— le permitió ampliar la conciencia histórica y la escala estilística más allá, mucho más allá de lo que los poemas persona a lo Browning le hubieran permitido.
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ÁLVARO DE CAMPOS: “APUNTE”
Mi alma se rompió como un jarro vacío.
Cayó por la escalera excesivamente abajo.
Cayó de las manos de la criada descuidada.
Cayó, y se hizo más pedazos que loza habíaen el jarro.
¿Asnería? ¿Imposible? ¡Yo qué sé!
Tengo más sensaciones de las que tenía cuando me sentía yo.
Soy una dispersión de trozos sobre un capacho sin sacudir.
Hice un ruido al caer como un jarro al romperse.
Los dioses que hay se asoman por el parapeto de la escalera.
Y observan los pedazos que su criada hizo de mí.
No se enfaden con ella.
Sean tolerantes con ella.
¿Acaso era otra cosa que un jarro vacío?
Miran los pedazos absurdamente conscientes,
pero conscientes de sí mismos, son conscientes de ellos.
Miran y sonríen.
Sonríen tolerantes a la criada involuntaria.
Se extiende la gran escalinata alfombrada de estrellas.
Un pedazo brilla, por su exterior lustroso, entre los astros.
¿Mi obra? ¿Mi alma principal? ¿Mi vida?
Un pedazo.
Y los dioses lo miran especialmente, pues no saben por qué se quedó allí.
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El poeta moderno, el cantor de las sociedades capitalistas, industrializadas e informatizadas, es el cronista de una pérdida: el extravío de la realidad. Las nuevas condiciones de vida ciudadanas modifican sus condiciones psicológicas, así como el sistema de representaciones simbólicas que determinan su forma de ser y de pensar.
Una tupida red de objetos, productos de la enfebrecida actividad industrial, obstaculiza la relación del poeta con la realidad material que le sustenta. “Con el aprovechamiento del mundo material, aumenta en relación directa la desvalorización del mundo humano”, escribió el joven Marx si que le temblara la mano.
El proceso de desrealización alcanza incluso al lenguaje, hasta el punto de reducirlo a una serie de clichés y frases hechas, sin relación alguna con la verdadera realidad. Así las cosas, la experiencia poética sólo resulta posible a través de los agujeros que el poeta abre en esa tupida red de objetos y frases hechas.
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En los albores del siglo pasado se aceleró el proceso de disolución de las palabras y el naufragio del yo en el fluir indistinto de las cosas. El mundo de la vida comenzó a parecerse cada vez más a las noticias periodísticas: lo insignificante se combina con lo catastrófico, los objetos de uso con los artículos del mercado, las palabras con las cosas. “Estoy convencido –escribe Karl Kraus- que los acontecimientos ya no se suceden; son los clichés los que siguen trabajando automáticamente… La materia está a punto de pudrirse por las frases estereotipadas”.
Los poetas intuyen que “la única manera de expresar un emoción en forma de arte” consiste en presentar un grupo de objetos, “una situación, una cadena de acontecimientos que sean la fórmula de esa emoción particular; tales que, cuando los hechos externos, que deben terminar en una experiencia sensoria, son dados, la emoción es evocada de inmediato”. Así expuso T. S. Eliot su teoría del “correlato objetivo”. Pero se trataba de una experiencia que, al decir de Montale, estaba en el aire.
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EUGENIO MONTALE: “LA CASA DE LOS ADUANEROS”
Tú no recuerdas la casa de los aduaneros
en el saliente a pico sobre los escollos:
desolada te espera desde aquella noche
que en ella entró el enjambre de tus pensamientos
y se detuvo inquieto.
El viento bate aún los viejos muros
y no es gozoso ya el sonido de tu risa:
la brújula se mueve enloquecida
y la respuesta de los dados nos confunde.
Tú no recuerdas; otro tiempo distrae
tu memoria; un hilo se devana.
Retengo todavía un extremo; mas se aleja
la casa y sobre el techo la veleta
ennegrecida gira sin misericordia.
Retengo un extremo; pero tú estás sola,
ni respiras aquí en la oscuridad.
¡Ah, el horizonte en fuga, donde se enciende
alguna vez la luz del petrolero!
¿El paso es éste? (En la roqueda abrupta
rompen las olas todavía…)
Tú no recuerdas ya la casa de esta
noche mía. Y yo no se quién va ni quién se queda.
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Georg Lukács dijo: “El camino del verdadero desarrollo y autoconocimiento del hombre va más allá de su conquista del mundo exterior. Tiene que conquistar intelectual y sentimentalmente este mundo, tiene que convertirlo en su mundo”. Y en esas estamos.
II
La Primera Guerra Mundial puso de manifiesto, por si aún se ignoraba, el carácter mortal no sólo de los hombres, considerados individualmente, sino también de las civilizaciones. “Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales”, advirtió Paul Valéry allá por 1919, en la Primera Carta de “La crisis del espíritu”.
La Segunda Guerra Mundial marcó a sangre y fuego el tránsito de la civilización moderna, sustentada en las viejas sociedades agrarias, a la civilización posmoderna, emanada de las nuevas sociedades tecnológicas. “Si en el principio mismo de la civilización está instalada la barbarie, entonces la lucha contra ésta tiene algo de desesperado”, sentenció Theodor Adorno en “La educación después de Auschwitz”.
Tal vez sea éste el único argumento al que ninguna persona responsable, y menos si se dedica a las tareas de la literatura o del arte, podrá hacer oídos sordos.
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Tras la prueba de silencio a que se vieron sometidos durante la guerra —inter armis silent musae—, los poetas, los escritores y los artistas volvieron a mirar el mundo con los ojos de una criatura, e intentaron articular de nuevo los disjecti membra de sus personalidades escindidas, con un sentido de la responsabilidad compartido.
Pero el arte “responsable”, ahora lo sabemos, no era el arte comprometido, al servicio de ideologías cenagosas, sino el arte ascético, legitimado por su pathos crítico. La pintura vibrante de Jackson Pollock, la poesía silente de Paul Celan, el teatro y la novela susurrantes de Samuel Beckett, y otros tantos que el lector puede aducir, llegaron a configurar un estilo de época en oposición al arte ideológico y al arte de consumo.
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PAUL CELAN: “ARGUMENTUM E SILENTIO”
Para René Char
Atada a la cadena
entre oro y olvido:
la noche.
Ambos quisieron prenderla.
A ambos les permitió hacer.
Coloca,
coloca también ahora lo que allí quiere
clarear del crepúsculo junto a los días:
la palabra sobrevolada de estrellas,
sobrebañada de mar.
A cada uno la palabra.
A cada uno la palabra que le cantó,
cuando la jauría le atacó por la espalda.
A cada uno la palabra que le cantó y quedó helada.
A ella, a la noche,
lo sobrevolado de estrellas, lo sobrebañado de mar,
a ella lo logrado en silencio,
cuya sangre no cuajó cuando el colmillo venenoso
atravesó las sílabas.
A ella la palabra conseguida en silencio.
Contra las otras que pronto,
prostituidas por los oídos de los verdugos,
también trepan por el tiempo y las épocas,
testimonia por último,
por último, cuando sólo cadenas resuenan,
testimonia por lo que allí reposa
entre oro y olvido
hermana desde siempre de los dos.
Pues, ¿dónde
clarea, di, sino en ella,
que en la cuenca de su río de lágrimas
muestra a los soles que se sumergen la semilla
una vez y otra vez?
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A mediados de los años sesenta, la vieja querella entre antiguos y modernos vino a reavivarse de nuevo ante el inquietante cariz que estaba tomando la prosa del mundo. En esta ocasión, los eternos oponentes en litigio fueron el arte de creación, autónomo, reflexivo, frente al arte mercantil, popular, placentero.
Las expectativas que Walter Benjamin había querido derivar de la superación del arte autónomo, tras la pérdida del aura y el abandono de la contemplación solitaria, seguían sin cumplirse; antes al contrario, la proliferación del arte trivial, del kistch y de las artes de consumo amenazaban con entregarse a las leyes del mercado.
Por otro lado, y desde una perspectiva diametralmente contraria, las propuestas de Adorno contra las argucias de la industria cultural conducían a una praxis artística de difícil observancia; al renunciar de pleno al componente estrictamente placentero, la experiencia artística terminaba por perder su sentido.
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Desde entonces, la confrontación entre el arte de creación, con su pertinente estética esotérica, y el arte popular, con su correspondiente estética exotérica, vienen condicionando la teoría y la praxis de la literatura y el arte contemporáneos.
Ahora bien, quienes han conocido y padecido los rigores del arte ascético y de la estética negativa no pueden recurrir impunemente ni a la mimesis realista, ni al subjetivismo primario, ni a la confianza ingenua en el lenguaje; al menos mientras no se hagan cargo del carácter irreal, imaginario, ficticio de la obra de arte.
Por otro lado, tras la pérdida del poder vinculante de la religión, la experiencia estética se ha convertido en el único horizonte común que nos queda, frente a la fragmentación creciente de la existencia social; de ahí que ponerla al servicio de la “industria cultural” sería renunciar a la única posibilidad de mantener una “cultura común” que cohesione a la sociedad y dignifique al hombre.
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ADAM ZAGAJEWSKI: “LA PROSA DEL MUNDO”
Die Prosa der Welt
Hegel, evidentemente
Imagínate empezar un día en “Le Bon Café”:
revistas en las mesas y canciones de Aznavour
en los altavoces. Un breve instante de entusiasmo:
la coqueta “r” francesa gira como un juguete infantil
en medio de una enorme ciudad, la capital del imperio,
y al parecer derretirá enseguida a la reina del invierno.
Funcionarios nerviosos en trajes delicados
engullen café hirviendo, la bebida del olvido.
Cuatro aviones solitarios sobrevuelan la ciudad.
Estoy de pie ante el cuadro descrito por Rilke:
una familia de acróbatas se encontró en el desierto.
Nadie los mira, y sus múltiples artes y músicas,
ocultas en sus músculos ágiles y en su tambor,
sus saltos y bromas no sirven aquí para nada.
Son ellos los que miran inseguros, otean enderredor;
la joven mujer a la derecha del cuadro desearía
salir de la tela (se ha apartado de sus semejantes).
Ellos miran, miran alrededor, pero ¿qué pueden ver?
La nieve yace en torno. Cubrió la arquitectura del poder.
La nieve cubrió como una funda edificios monumentales
y hasta las finas cabezas de los obeliscos están blancas.
Bajo la nieve respiran en silencio árboles provinciales
y los brotes de hojas nuevas duermen esperando la señal.
Pagas con la vida cada instante de nieve, por lo que
es blanco y lo que es negro, por la felicidad y la mirada.
A nuestro alrededor se extiende la prosadel mundo,
y la poesía acecha en los ventrículos del corazón.
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Ernst Fischer dijo: “La conquista técnica del mundo exterior se produce con más rapidez que la conquista social; y aún resulta más difícil la conquista sentimental, la introducción de lo experimentado, conquistado y salvado en un Yo transformado y ampliado”. La educación sentimental: una tarea aplazada sine die.