Guillermo Martínez: La muerte lenta de Luciana B.
Destino, Barcelona, 2007
Si la novela policíaca es para algunos una metáfora perfecta de la ciencia, para Guillermo Martínez (Bahía Blanca, Argentina, 1962) lo que cuenta no son «los hechos, por supuesto, no la sucesión de cadáveres, sino las conjeturas, lo que debe leerse por detrás». Esta clave permitía interpretar su anterior novela, Los crímenes de Oxford, en la que un doctorando y un viejo lógico oxoniense se veían envueltos en la investigación de una cadena de asesinatos con apariencia de muertes naturales, y los juegos del lenguaje de Wittgenstein y el teorema de Gödel justificaban muchos excursos por los laberintos del significado: «La verdad como una circunferencia y los intentos humanos por alcanzarla como una sucesión de polígonos inscritos, con más lados cada vez, aproximándose en el límite a la forma circular. Es una metáfora optimista, porque […] la verdad también podría ser irreducible a la serie de aproximaciones humanas».
Con menos vistas comerciales, la edición argentina del libro se tituló Crímenes imperceptibles, y aún más imperceptibles son las muertes de esta nueva entrega, cuyos personajes arrastran al lector hasta un abismo narrativo, en el que resulta ya imposible, muy borgesianamente, distinguir la realidad de la ficción.
Luciana B. es una joven «perfecta en todos los sentidos», que se gana su primer sueldo trascribiendo las novelas que le dicta Kloster, el mejor escritor argentino del momento. Él tiene un «pensamiento ambulatorio» que le impide pasar mucho tiempo seguido frente al ordenador, y a ella le gusta el nuevo rumbo que ha tomado su literaturadesde que la contrató. Pero este equilibrio se romperá súbitamente un día, cuando él intenta besarla después de un pasaje muy erótico, y Luciana huye e inicia un proceso judicial, en el que Kloster no sólo perderá una cuantiosa suma de dinero, sino también a su hija pequeña. Poco después, empiezan a sucederse desgracias improbables en la vida de Luciana, que ella atribuye a la sed de venganza de su antiguo jefe: su novio socorrista muere ahogado después de un calambre; sus padres se intoxican con un pastel de setas, a pesar de que saben reconocer bien las venenosas; y el hermano es asesinado a sangre fría por un preso al que han dejado escapar de la cárcel.
Con estos materiales, Guillermo Martínez podría haber construido un thriller psicológico al uso, pero su gran acierto consiste en introducir a un narrador escritor, para el que Luciana también había trabajado durante un tiempo. Aunque cuenta la historia en primera persona, su voz desaparece para incorporar los relatos de los protagonistas en forma de diálogos que ocupan la mayor parte de la novela. Este juego cervantino permite enfrentar dos perspectivas, que no vienen avaladas por la omnisciencia del narrador, como en la novela tradicional, sino únicamente por las confesiones fragmentarias de Luciana y Kloster. Es el lector quien debe decidir en cada página si es más verosímil la conjetura del determinismo de un plan trazado a conciencia, o la hipótesis de una geometría inesperada del azar: «Si usted tira al aire una moneda diez veces seguidas lo más probable es que tenga una seguidilla de tres o cuatro caras o cruces repetidas. Luciana pudo tener una racha de cruces en estos años. La distribución de las desgracias, como de los dones, no es equitativa. Y quizá haya incluso en el azar, en el largo plazo, una forma superior de administrar castigos».
Esta incertidumbre sostenida convierte la novela en un mecanismo preciso, en el que nada sobra, incluso cuando el autor parece alejarse innecesariamente de la trama. Por su intensidad, el retrato del padre que ha perdido a su hija y se refugia en las imágenes del pasado, o la incomprensión que aísla a Luciana poco a poco del mundo recuerdan al primer libro de Martínez, Acerca de Roderer. Habrá quien acuse al argentino de ser demasiado fiel a sí mismo. Es cierto que en su obra pueden rastrearse algunos temas recurrentes, como las matemáticas, la descripción minuciosa de libros nunca escritos o la influencia narrativa de Henry James; pero la complejidad estructural de La muerte lenta de Luciana B. abre nuevos horizontes. Y en la prosa, siempre natural, dominada por la frase corta, encontramos tal vez imágenes más perfectas, como este presentimiento de una ruptura: «A veces se llega a una posición en que los contendientes quedan atrapados en una repetición de jugadas. La posición Ko. Ninguno de los dos puede quebrar el encierro, porque una jugada fuera de las obligadas lo haría perder de inmediato. Así eran mis días con Mercedes». Fiel a su obra, sí, pero distinto, Guillermo Martínez ha escrito una excelente novela de la que el lector sale, como sus personajes, cargado de conjeturas sobre el poder de la ficción.
Javier Fresán