Gilles Lipovetsky: La felicidad paradójica
Anagrama, Barcelona, 2007
Hay veces que da pudor escribir una crítica cuando bastan varios entrecomillados tomados del libro para que éste se explique por sí mismo sin necesidad de añadiduras vanas. Es este el caso de La felicidad paradójica de Gilles Lipovetsky. Aquí, en este ensayo implacable, rotundo, innegociable, aparecemos todos reflejados. ¿Todos? Pues sí: todos/toditos/todos.
Aparecemos así en el espejo común del mundo-consumo que aquí se nos describe y donde se insinúan los perfiles sociológicos de nuestras conductas volátiles, movedizas, infieles Enfermas. ¿Y qué espejo es este en el que aparece el mundo democrático, hiperconsumista y desarrollado que hemos conformado? En parte, es el espejo del que hablaba Eduardo Galeano con su aterradora poética de rostros superpuestos: «Los espejos están llenos de gente. Los invisibles nos ven. Los olvidados nos recuerdan. Cuando nos vemos, los vemos. Cuando nos vamos, ¿se van?». Ocurre que aun siendo cierto, el espejo de Lipovetsky es menos poético que el de Galeano, aunque brillantemente prosaico y, llegado el caso, igual de aterrador por cuanto nos descubre lo que somos. ¿Y qué somos? Pues un bulto pesado, informe, tumultuoso, donde en vano tratamos de distinguirnos moviendo una ceja por aquello de hacernos los interesantes. Pamplinas.
Pero, como decía al principio, bastan algunos entrecomillados para explicar este libro necesario y echar el freno de mano a esta crítica. Escribe Lipovetsy: 1) «El hecho está ahí: cuanto más triunfa el consumo-mundo, más se multiplican las desorganizaciones de la vida mental, el sufrimiento psicológico, el esfuerzo de vivir». 2) «La sociedad de hiperconsumo es una sociedad de trastornos y estímulos, de aflicciones y renacimiento subjetivo». 3) «Buscamos incesantemente caminos que nos lleven a la felicidad, pero, ¿cómo ignorar que eso que más apreciamos, la alegría de vivir, será siempre como una propina?». 4) «Cuanto más frágiles o frustrantes se vuelven los vínculos sociales e interindividuales, más crece el vivir mal y más atrae el consumismo como refugio, evasión, pequeña fuga para remediar la soledad y la sensación de falta de plenitud. El homo physichologicus se ha convertido en el multiplicador del homo consumericus». Lo dicho, ¿no da pudor seguir cuando ya está dicho todo? A partir de aquí, el amable lector puede pasar a leer la siguiente crítica y dejar estas líneas excrementicias que siguen.
¿Felicidad paradójica? ¿Felicidad parapléjica? Tanto monta. Hemos dejado ya atrás los museos del consumo masivo de bienes en bruto y a lo bruto. Pasada esta racha de fiebre al por mayor, lo que se impone es la publicidad personalizada, el detalle sutil, el beso del producto sobre el pómulo sensible del homo consumericus. Sin embargo, a este neoconsumidor febril se le pretende hacer ver que ha dejado de hacer bulto. Ahora se le busca el psicotrópico estratégico del consumo por la vía personalizada.
Comprar pues con distinción y galanura. Acorazar el tiempo de ocio y los lingotes de oro de nuestras horas libres. Valorar la salud hasta el paroxismo de los pilates cuando cae la tarde. ¿Qué ocurre entonces? Si el consumo-mundo nos individualiza entre la muchedumbre; si nos trata con agrado y distinción personal con publimensajes educados y cordiales; si nuestro ocio ha tomado un carácter sacramental; si se ha impuesto el culto a Higia, la diosa de la salud Entonces, ¿a qué quejarnos? ¿Por qué nos invade una sensación de vacuidad, de insatisfacción, de infertilidad? He aquí pues la felicidad paradójica, la felicidad parapléjica.
Nunca antes la medicina ha ofrecido tan variados servicios de protección vacunal a los individuos. Pero crece el número de hipocondríacos que caen en la drogadicción del pilate y la musculación aparente. Luego, por dentro, todo es una erupción de psicofármacos contra la lava incontenible de la depresión.
Nunca antes, por poner otro ejemplo, ha habido más manifestaciones del «sexo-máquina»: pleamar de la lefa, tropecientos canales porno, masturbaciones virtuales por internet Triunfan los campeonatos sexuales por ver quién es el mejor atleta en las artes posturales del sexo. Triunfa así el imperio del coito y la desinhibición adánica. Pero luego, paradójicamente, sobreviene la soledad fría del semen. El sentimiento, la necesidad de amor y de afecto no han muerto con la omnipresencia del homo eroticus. Ahí está la taquilla de la endulzante película Titanic, el libro sobre el amor de ese Art Garfunkel del best-seller llamado Eduardo Punset, las canciones melosas de Celine Dion o la inmarchitable historia de García Márquez y su El amor en los tiempos del cólera. ¿Coito de aquí te pillo y aquí te mato, o amor bajo las farolas del amanecer en el bulevar de los enamorados?
¿En qué quedamos? Pues quedamos en que toda esta tramoya del consumo-mundo, del turboconsumidor agasajado con publicidades acariciadoras, esconde sus grietas, sus fallas, sus paradojas. Anverso y reverso de este mundo saltimbanqui y confuso. En definitiva, paradoja de principio a fin en estos días que nos toca vivir, con los 12 000 diseños que Zara pone al año a la venta o los 1.600 millones de turistas que se espera viajen al extranjero en 2020 (¿o no viajan ya en este 2008?).
¿Somos felices pues en nuestro mundo democráticamente consumista y desarrollado? Mejor no hablar de felicidad y apechugar con la paradoja de rostros con que todos, todos/toditos/todos, nos vemos en el espejo de Eduardo Galeano y en este otro de Lipovetsky. Además, para qué ser feliz, si como dijo Aragon «quien habla de felicidad suele tener los ojos tristes».
Javier González-Cotta