Autor: 1 septiembre 2009

Miguel Sanfeliu

Cuando un autor muere, su obra se revaloriza. La muerte del autor conlleva el punto final para la obra. El escritor ya no escribirá más, así que, de pronto, hasta los textos que él había desechado o incluso los que no tuvo tiempo de concluir, adquieren un reconocimiento desmedido, una admiración reverencial. Esto tiene algo de morboso, hay que admitirlo, pero también alimenta la curiosidad sobre el autor fallecido y lo coloca de nuevo en primera línea de actualidad. Podríamos decir, rizando un poco el rizo, que es una forma de resurrección.

Uno de los últimos casos tiene como protagonista a Julio Cortázar. Al parecer, la primera mujer de Cortázar, Aurora Bernárdez, heredera universal y albacea de su obra, con la ayuda del crítico y escritor César Álvarez Garriga, seleccionaron los textos que había dejado el autor guardados en una vieja cómoda de su casa de París que, al parecer, no se había revisado aún. Textos que el propio Cortázar había escrito para sus libros Historias de cronopios y de famas, Libro de Manuel o Un tal Lucas, pero que había decidido no incluir en ellos; también poemas, relatos inéditos, artículos, discursos, crónicas, prosas dispersas… Todo un batiburrillo que se publica bajo el titulo de Papeles inesperados.

No es el primer libro póstumo de Cortázar, pues ya con anterioridad se publicaron otros como El examen, Divertimento, Diario de Andrés Fava o incluso su Correspondencia, lo cual hace más extraño que todavía quedara una cómoda sin registrar. José Donoso, en su libro Historia personal del «boom», cuenta que Julio Cortázar y Aurora Bernárdez eran una pareja ejemplar, admirable, por inteligentes, por cultos y por unidos, y que Mario Vargas Llosa solía decir respecto de ellos, cuando todavía estaban casados, como prueba de esa compenetración: «Aurora termina las frases que empieza Julio…»

Por lo que uno sabe de Charles Bukowski, no se lo imagina almacenando borradores. Un hombre que se mueve en la marginalidad, que vive en pequeñas habitaciones, que sabemos, por el magnífico prólogo que escribió para el libro de John Fante, Pregúntale al polvo, que casi todos los libros que leía pertenecían a la Biblioteca Municipal del centro de Los Ángeles, es de suponer que no tenía mucho sitio para conservar papeles.

El escritor murió de leucemia en 1994, a la edad de 73 años. El último libro que había escrito se titula Pulp. Sin embargo, dos años después de su muerte, se publica, surgido de los archivos de su editor John Martin, El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco (titulo anticomercial donde los haya, me parece a mí), que es una especie de diario de los últimos meses de su vida. En dicho libro escribe: ««Yo solía reírme más, solía hacer más de todo, excepto escribir. Ahora escribo y escribo y escribo y escribo, cuanto más viejo soy más escribo, bailando con la muerte». Así que al final de su vida escribía profusamente y tenía un editor que guardaba muchos de sus escritos. No es de extrañar, pues, que luego hayan aparecido otros volúmenes póstumos, como el poemario La gente parece flores al fin, sin contar recopilaciones, selecciones o entrevistas. El último se titula Fragmentos de un cuaderno con manchas de vino (no comentaré nada sobre el titulo en esta ocasión), un libro que reúne tanto material inédito seleccionado de sus archivos como textos que ya habían sido publicados en diferentes revistas.

Hace unos años surgió una polémica en torno a la figura de Raymond Carver. El culpable fue D. T. Walsh, que publicó un artículo en el New York Times Magazine en el que decía que el editor de Carver, Gordon Lish, retocaba los relatos de este hasta el punto de reescribir párrafos enteros o incluso cambiar algunos finales. ¿Era pues Lish el verdadero artífice del inconfundible estilo de Carver, de su sequedad cortante, de eso que se ha dado en llamar realismo sucio? La verdad es que como polémica tiene todos los ingredientes necesarios para llamar la atención, pero qué duda cabe que el hecho de que Lish ayudara a Carver en la depuración de su estilo no le convierte en una especie de autor en la sombra, ni mucho menos. El mundo de Carver, el contenido de sus historias, sus personajes solitarios, rotos, perdidos, sus paisajes agrestes, su angustia, forman parte de un mundo interior, de una manera de mirar e interpretar, y eso es lo primero que se percibe cuando uno se enfrenta al libro póstumo de relatos Si me necesitas, llámame. Sin embargo, parece que estos textos también fueron corregidos y revisados tanto por Tess Gallaher, viuda de Carver, como por Jay Woodruff, uno de los jefes de redacción de Esquire y Gary Fiskejton, amigo y editor de Carver, ya que eran manuscritos que no estaban totalmente terminados, teniendo en cuenta que Carver podía revisar un texto hasta treinta veces. Tres de los relatos se encontraron en la casa del autor en Port Angeles, Washington, y los otros dos en la Colección William Charvat de Narrativa Norteamericana de la Biblioteca de la Universidad del Estado de Ohio. Uno de ellos, incluso, estaba escrito a mano, ni siquiera lo había mecanografiado aún. Tal vez fueran textos aparcados indefinidamente, ideas que no se terminan porque dan paso a su vez a otras historias que reclaman mayor urgencia. Supongo que todos los escritores tienen textos así, ideas que se quedaron a mitad de camino. Y eso es doblemente interesante en este caso pues confirma que la línea temática, los personajes y las historias de Carver, siempre estuvieron ahí. Como explica Tess Gallagher: «Su obra compagina la precisión y la exactitud con la extrañeza de las cosas, con el misterio que generan nuestros actos y nuestros objetos».

Uno de los escritores más prolíficos de los últimos años ha sido Roberto Bolaño. No es de extrañar, pues, que dejara mucho material inédito que va saliendo a la luz poco a poco.

El primer libro que se publicó póstumamente fue 2666, una obra ambiciosa y de una dimensión que superaba las mil páginas. Él mismo había manifestado en una entrevista: «No estoy para hacer el trabajo que exige la novela. Son más de mil páginas que tengo que corregir, es un trabajo como de minero del siglo xix». De hecho, parece ser que tenía intención de publicarla en cinco volúmenes, como cinco libros independientes de los que estaba redactando el último cuando murió de una insuficiencia hepática. Tenía cincuenta años (la misma edad que tenía Raymond Carver cuando murió de cáncer de pulmón), y ya había escrito más que muchos autores más longevos.

Los últimos libros póstumos que se han editado han sido el volumen de poesía La universidad desconocida y el libro de cuentos El secreto del mal. En este último, por cierto, hay un prólogo de Ignacio Echevarría en el que dice: «Es toda su narrativa, y no sólo El secreto del mal, la que parece regida por una poética de la inconclusión. En ella, la irrupción del horror determina, se diría, la interrupción del relato; o tal vez ocurre al contrario: es la interrupción del relato la que sugiere al lector la inminencia del horror. Como sea, esta naturaleza inconclusa tanto de las novelas como de los cuentos de Bolaño hace que con frecuencia se haga difícil discriminar cuáles, entre las piezas narrativas que no llegó a publicar, pueden darse por terminadas y cuáles no constituyen más que simples esbozos». Y esta es una cuestión bastante importante, pues hay que admitir que el autor es el único que puede determinar cuándo un relato está finalizado, cuándo ese texto contiene lo que quería expresar en él y ya no hay que añadir nada más. Este asunto me recuerda algo que leí no hace mucho de Flannery O’Connor. Contaba que en uno de sus relatos, un hombre se casaba con una muchacha retrasada para quedarse con el coche de ella, así que después de la boda abandonaba a la joven esposa en un motel y se iba con su coche. Sin embargo, esa historia no estaba terminada para una tía suya que se empeñaba en querer saber qué le había ocurrido a la muchacha después.

En cualquier caso, los archivos de Bolaño han sido cuidadosamente revisados y se dice que hay varias novelas esperando ver la luz, novelas hasta ahora inéditas como la primera que escribió, que lleva el titulo de El Tercer Reich.

Como todo el mundo sabe, Franz Kafka le pidió a su amigo Max Brod que quemara todos sus manuscritos, cosa que este no pudo hacer. Gracias a su desobediencia Kafka es hoy uno de los autores más importantes del sigo xx. Sin embargo, también se sabe que esa misma petición se la hizo a la que era su última compañera, Dora Dymant, pidiéndole incluso que quemara algunos de los escritos delante de él. Y ella lo hizo. O quizá no del todo, pues se dice que guardó varios cuadernos y cartas que fueron más tarde confiscados por la Gestapo. Esta historia alimenta la esperanza de que existan más papeles póstumos del genial autor checo.

Si aparecieran nuevos textos de Kafka, la conmoción que sufriría el mundo editorial sería mayúscula. Como lo sería también la aparición de la famosa maleta de Hemingway, la que le robaron a su primera mujer, la pianista Hadley Richardson, cuando iba a tomar un tren en la Gare de Lyon. En dicha maleta, al parecer, viajaban los manuscritos del joven Ernest, prácticamente toda su obra de ficción, sus primeros relatos, que desaparecieron sin dejar rastro. Nunca se ha sabido nada de esa maleta, así que lo lógico es pensar que el supuesto ladrón, al ver que estaba llena de papeles, se deshiciera de ella. Pero, ¿y si no fue así?

No obstante, la desaparición de esa maleta no implica que Hemingway no dejara otros textos inéditos cuando se suicidó el 2 de julio de 1961, disparándose en la frente con su escopeta Richardson de dos cañones. El más famoso de sus libros póstumos es, sin duda, París era una fiesta, una de sus obras mayores. También se publicaron las novelas Islas a la deriva y El jardín del Edén, esta última acusada de haber sido manipulada por los editores de un modo, digamos, poco respetuoso. Unos años más tarde se editaron sus Relatos inéditos en un volumen que incluía fragmentos de novelas inconclusas y relatos pertenecientes a diversas épocas, alguno bastante primerizo que da una idea de cómo debían ser aquellas historias perdidas en la maleta robada.

Todo son suposiciones. No se nos ocurre pensar que estos textos pudieran aparecer de pronto sin causar la menor alarma, generando una mínima curiosidad. Y también es posible.

Hace un par de años se publicó El caballero Hector de Sante-Hermine, novela póstuma de Alejandro Dumas que estuvo desaparecida durante más de cien años y que fue encontrada por el investigador Claude Schopp, uno de los mayores expertos en la obra del autor francés. Se trata de un texto inconcluso, pese a que tiene más de mil páginas, y que situaría la acción justo antes de los hechos narrados en El conde de Montecristo. Claude Schopp dice en el prólogo: «Si a veces encontramos algo sin buscarlo, es porque hemos pasado mucho tiempo buscándolo sin encontrarlo». La edición de esta obra es un hecho literario importante, pero me temo que no atrajo la cantidad de devotos lectores que se esperaba.

Durante los años cincuenta, Truman Capote vivió en un apartamento de Brooklyn. Cuando se publicó su libro A sangre fría, Capote se hizo rico y famoso y se compró una vivienda en Manhattan. El portero de Brooklyn recibió el encargo de sacar a la calle las cosas que el escritor había dejado en su apartamento para que las retirara el camión de la basura. Pero el hombre no lo hizo. Lo guardó todo. Y varios años después, cuando falleció ese hombre, un pariente suyo se dio cuenta de lo valioso que podían resultar aquellos manuscritos, fotografías y cartas, así que decidió subastarlos. La casa de subastas Sotheby’s avisó al albacea del escritor. Entre todos esos papeles se encontraba la novela Crucero de verano. Se dice que el albacea y los editores sopesaron la posibilidad de editarla y finalmente, convencidos de que se encontraban ante una obra de gran calidad, decidieron hacerlo. Se dice que dudaban si el autor habría estado de acuerdo con aquella publicación. La novela, según la sinopsis que facilita la editorial, trata sobre una muchacha de diecisiete años que se queda sola en el piso de Central Park mientras sus padres hacen un crucero de verano. La muchacha se llama Grady McNeil y se ha enamorado del joven que trabaja en el parking donde ella guarda su coche.

Lawrence Grobel mantuvo durante un periodo de dos años varias conversaciones con Truman Capote, que se publicaron en un libro titulado precisamente Conversaciones íntimas con Truman Capote (editorial Anagrama, 1986). En un momento dado le pregunta si alguna vez había destruido algún manuscrito después de acabarlo y Capote responde lo siguiente:

He destruido todo un libro terminado. Era una novela de extensión media. En realidad, no estaba mal. Era bastante publicable. Se trataba de una joven neoyorquina que se presenta en sociedad; la acción se desarrolla en el año de su presentación. Su familia la deja sola en su piso de Nueva York. La familia se va a Europa de vacaciones y ella se queda sola. Hasta los criados están de vacaciones. Entonces le sobrevienen problemas debido al atolondramiento que se ha apoderado de ella durante ese año. En parte era una novela bastante dramática y muy divertida. Aunque tenía un desenlace trágico. Pero tenía algo que me molestaba. Y un día la destruí precipitadamente. Sabía que si no lo hacía terminaría publicándola. Y pensé que era mejor no publicarla. (pág. 91)

A pesar de esta novela de tan azaroso recorrido, el libro póstumo de Capote por excelencia es Plegarias atendidas. Durante más de diez años estuvo anunciándolo como su verdadera obra maestra, como una novela equiparable a En busca del tiempo perdido de Proust. Las expectativas que se crearon sobre este libro fueron inusitadas, no en vano Capote era un experto en el manejo de la promoción y la publicidad. De hecho, Gore Vidal, con quien se profesaba una mutua antipatía, llegó a decir que no creía que tal libro existiera: «Pero, como estamos en Norteamérica, si se da suficiente publicidad a un libro que no existe, este termina por ser verdaderamente tangible. Sería estupendo que le dieran el Nobel por la fuerza de Answered Prayers, que en realidad no ha escrito». Pero Capote publicó cuatro capítulos del libro, de forma independiente y espaciada, uno de ellos Mojave, que terminaría formando parte del libro Música para camaleones en cuyo prólogo, precisamente, habla de la redacción de la tan esperada novela, y plantea dicha colección de relatos como la consecuencia del ejercicio del nuevo estilo que había desarrollado: «Una estructura dentro de la cual podía integrar todo lo que sabía acerca del escribir». Random House, para asegurarse los derechos de publicación, llegó a pagarle un adelanto de un millón de dólares, y estamos hablando de los años setenta. Entonces, en un momento dado, después de dedicarse a hablar del libro a la menor ocasión, dijo que había perdido el manuscrito, o que se lo habían robado, o primero dijo una cosa y luego otra. Así que lo único que queda de Plegarias atendidas son esos cuatro capítulos de los que finalmente quedó fuera Mojave. Ni siquiera algunos de los capítulos que él afirmaba haber escrito aparecieron nunca. Así que el libro Plegarias atendidas se publicó tras la muerte de Capote conteniendo únicamente tres capítulos: Monstruos perfectos, Kate McCloud y La côte basque. Del resto nada se sabe.

No es el de Plegarias atendidas el único caso de libro inconcluso que se publica tal cual. Hay ocasiones en las que se ordena y publica todo lo que se encuentra de un proyecto inacabado, como ocurrió con la novela La noche del uro, que Dalton Trumbo dejó sin terminar al fallecer el 10 de Septiembre de 1976. Trumbo era un hombre antibelicista y escribió una de las novelas más demoledoras en contra de la guerra: Johnny cogió su fusil, que él mismo adaptó y dirigió para el cine. De hecho, fue un afamado guionista que llegó a ganar un Oscar bajo el seudónimo de Robert Rich, por El bravo, ya que no podía firmar con su nombre al ser incluido en la lista de los Diez de Hollywood en plena caza de brujas maccarthiana. También es el autor de los guiones de películas míticas como Espartaco, Papillón o Éxodo.

La noche del uro era una nueva indagación en el tema del mal, y para ello Trumbo pretendía meterse en la mente de un oficial nazi especialmente sádico llamado Grieben y que llegaría a ser comandante del campo de concentración de Auschwitz. Si en Johnny cogió su fusil se había colocado en el lugar de la víctima de la barbarie, ahora pensaba estar al otro lado. «Lo que busco —escribió—, el demonio que estoy tratando de apresar, es esa oscura ansia de poder que acecha en todos nosotros, la perversión del amor que es consecuencia inevitable del poder, los placeres exquisitos de la perversión del poder cuando es absoluto, la terrible certidumbre de que en una época en que la ciencia se ha convertido en sierva de la política-como-teología, esto puede volver a suceder». El proyecto era, pues, de una ambición colosal y, por eso mismo, de un interés indiscutible. Diseccionar una personalidad como la de Grieben suponía adentrarse en el lado más oscuro del ser humano, con todas las consecuencias. No era simplemente retratar a un hombre de instintos asesinos, sino encarnarse en él. Grieben tiene, por ejemplo, la misma dolencia cardiaca que tenía Trumbo y que le llevó a la muerte. Trumbo definía al personaje poco a poco, detalle a detalle, y eso es quizá lo más interesante de la edición póstuma de este libro, las notas dispersas, las ideas que se le iban ocurriendo. Su mujer, Cleo, escribió: «Si le hubiera sido posible continuar su novela, habría trascendido la inhumanidad de Grieben, como era su intención. Se proponía trascender los límites de su propia personalidad y, tal vez, incluso la tragedia de la época en que había nacido. Si podía definir el Mal, tal vez aquellos que vinieran después podrían transformarlo».

El libro, tal como se publicó, incluye primero los diez capítulos que Trumbo escribió prácticamente completos; luego, unas hojas con sinopsis sobre algunos aspectos de la historia pero, en particular, del personaje, también algunas escenas y extractos del diario de Grieben; en tercer lugar, cartas que tratan sobre el proyecto de la novela, de su gestación, de algunas cosas que han de suceder; y, por último, un conjunto de borradores y notas, párrafos sobre la postura de Grieben ante ciertos temas, apuntes en los que el autor expresa ideas sobre el desarrollo de la trama, etcétera. Se puede decir que el material reunido está ordenado de lo más elaborado a lo más esquemático. Resulta fascinante enfrentarse a un texto así, en estado embrionario, pues sabemos que en su desarrollo muchos de esos apuntes, muchas de esas ideas, habían de cambiar, pues el personaje se va formando conforme avanza la escritura, se va modificando. Como dice Robert Kirsch en la introducción: «Gran parte de lo escrito es pensamiento en voz alta y debe considerarse provisional». Y el propio Trumbo admite en una de sus cartas: «Cuando haya terminado la novela, si llego a terminarla, está claro que tendré que regresar y cambiar al Grieben que la inicia, de modo que concuerde con el Grieben en que se habrá convertido al final».

Debo confesar que soy un comprador compulsivo de libros, y por esa razón no suelen regalármelos, por paradójico que resulte. Mis familiares y amigos piensan que es difícil regalarme un libro porque lo más probable es que ya lo tenga. Sin embargo, una vez me regalaron un libro totalmente inesperado, una edición que yo desconocía. Se titula El hombre de alambre (Novela para armar). Su autor es Ramón Gómez de la Serna. El libro está editado en Londres por Tamesis Books Limited y reúne las notas, apuntes y fragmentos de la única obra de ficción de Gómez de la Serna inconclusa que se conoce y cuyo original «se encuentra en el Departamento de Colecciones Especiales de la Universidad de Pittsburg como parte de los papeles inéditos de Ramón enviados allí por su viuda, Luisa Sofovich, poco después de su muerte», según se aclara en la introducción.

El libro es muy curioso y lo primero que uno percibe es que Gómez de la Serna no era una persona metódica sino todo lo contrario. Ordenar y transcribir sus notas, la mayoría en papeletas pero algunas de ellas escritas en folletos o en los márgenes de recortes de material impreso, con una letra descuidada, ha debido ser una tarea más que ardua. Las notas tienen una numeración que no parece corresponder a nada, y algunas son francamente enigmáticas y difícilmente tienen algún sentido para alguien que no sea el mismo que las escribió. Aun así, la responsable de la edición, Herlinda Charpentier Saitz, publica en primer lugar un texto compuesto por la distribución temática de las notas, ya que cada nota suele ir encabezada por un titulo y, cuando no era así, se colocaba «según criterios asociativos respecto a los núcleos temáticos identificados». En la segunda parte transcribe lo más fielmente posible todas las notas, ordenadas según su numeración, una numeración que tal vez corresponda simplemente a la secuencia cronológica en que fueron escritas. La primera parte, el resultado de ese puzzle que resuelve la compiladora, es una aproximación a lo que pudo haber sido esta novela sobre un hombre que desea ser de alambre para volverse insensible, aunque, según explica Herlinda Charpentier, «lo que presencia el lector es la confesión, desde la fibra más íntima de su ser, del sentir de Ramón durante sus últimos años».

Queda de manifiesto la preocupación por respetar lo más fidedignamente lo que hubiera sido el criterio del autor a la hora de utilizar esas notas, por descifrar su auténtica intención ciñéndose únicamente al material existente.

Sin embargo, hay casos en los que la voluntad del autor no parece tener una importancia demasiado grande. Me refiero al hecho de que se encargue a otro escritor la continuación de una obra, como fue el caso de Rebeca, de Daphne du Murier, cuya segunda parte fue escrita por Susan Hill y se tituló La señora Winter. Rebeca tiene uno de los más famosos inicios de la historia de la literatura: «Anoche soñé que había vuelto a Manderley». La señora Winter arranca con la siguiente frase: «Los empleados de la funeraria parecían cuervos, tiesos y negros».

Otro tanto ocurrió con la continuación de Lo que el viento se llevó. En esta ocasión, los herederos de Margaret Mitchell hicieron una especie de concurso de méritos que ganó la escritora Alexandra Ripley. El libro se tituló Scarlett y, aunque le granjeó la antipatía de muchos incondicionales del libro original, también la convirtió en una escritora millonaria.

Otro autor que fue reescrito tras su muerte fue Raymond Chandler. En este caso, no se trata de una segunda parte sino de la continuación de un libro del que dejó acabados los primeros capítulos: Poodle Springs Story. El escritor Robert B. Parker, gran admirador de Chandler, se encargó de terminar la novela cuando los herederos y editores de este se lo propusieron. Parker dijo: «Crecí deseando ser Raymond Chandler y ahora, en cierto modo y con esta oportunidad que se me ha brindado, lo soy».

Un caso muy distinto es el que ha ocurrido con la supuesta segunda parte de El guardián entre el centeno. El escritor sueco Fredrik Coltrin ha escrito un libro titulado 60 years later: coming through the rye, protagonizado por un Holden Caulfield de 76 años, aquí nombrado como mister C, que se escapa de una residencia de ancianos para vivir diversas aventuras que son reflejos de las que el personaje original vive en New York al ser expulsado del internado. J. D. Salinger no ha dudado en llevar a dicho autor, que firmaba bajo el pseudónimo de J. D. California, a los tribunales. Y la juez Deborah Batts le ha dado la razón y ha impedido la publicación del libro en EE. UU. Al menos por el momento. Sin embargo, a un hombre tan celoso de su intimidad y de la integridad de su obra, lo que se le podía aconsejar es que se asegure de no dejar papeles tirados por ahí tras su muerte, por si acaso.

Estos apuntes apenas nos aproximan al tema de la publicación póstuma de libros, que es infinitamente más extenso, pues pocos autores se salvan, y digo pocos para curarme en salud. No he querido hablar de la publicación de correspondencias o diarios íntimos y he procurado ceñirme a las obras de ficción. Y podría seguir repasando casos, como El libro de la fiebre, de Carmen Martín Gaite; Los dos amigos, una novela inconclusa de Alberto Moravia; Campo santo, de W. G. Sebald, libro que reúne fragmentos de su última obra, inacabada, así como textos sobre literatura; Ágape se paga, novela póstuma de William Gaddis; El original de Laura, de Nabokov, cuyo adelanto editorial se publica en la revista Playboy; los relatos inéditos de Silvina Ocampo… Incluso el caso de Stieg Larsson y su trilogía Millenium, que no llegó a ver publicada, ya que falleció de un ataque al corazón a los cincuenta años de edad… Un caso de victoria póstuma, aunque no tan rotundo como el de John Kennedy Toole, que se suicidó al ver su novela La conjura de los necios rechazada, y luego, gracias al tesón de su madre, la novela vio la luz y ganó incluso el premio Pulitzer. Y etcétera, etcétera.

Los legados de los escritores resurgen con un valor añadido tras la muerte de estos. Una obra póstuma es una obra codiciada, una posible fuente de importantes beneficios, lo cual puede ocasionar no pocos problemas de herencia o casos rocambolescos como el que han protagonizado no hace mucho los herederos de Jack Kerouac. Al parecer, la madre de este, Gabrielle, había dejado todas las pertenencias de su hijo a su tercera esposa, Stella Stampas. Otros herederos recurrieron esta decisión y, tras años de litigios, un juez ha fallado a favor de ellos alegando, nada menos, que la firma de Gabrielle Kerouac fue falsificada en su momento. Como en las mejores historias de intriga.

Me pregunto cuánto tiempo tardará en ver la luz el primer libro póstumo del recientemente desaparecido David Foster Wallace. ■ ■


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