Autor: 4 julio 2008

La voz desapasionada

Quien haya seguido la obra de Ricardo Menéndez Salmón hasta la fecha no podrá menos de admirar la honestidad y coherencia con la que el autor ha ido escribiendo sus libros. Desde La filosofía en invierno hasta este Derrumbe, y sin entrar en su excelente labor cuentística, las novelas de Ricardo Menéndez Salmón guardan una semejanza estilística y temática insobornable. Si acaso La ofensa y Derrumbe se han desviado por otros caminos, sin perder el sello que le caracteriza.

El tema que resume las novelas de Ricardo Menéndez Salmón es el Mal, como concepto gnoseológico y ontológico: las formas de identificar el Mal y el problema para definir su sustancia. La segunda cuestión la trata, por ejemplo, en Panóptico y el primer problema lo aborda en La ofensa, quizás con mayor acierto que en otras. En toda su obra se aprecia, sin embargo, una querencia inevitable por estas dos cuestiones, significándolas desde diversas perspectivas, como si el autor necesitara acercarse a un animal peligroso, que exigiera rodeos y precauciones.

En Derrumbe, Ricardo Menéndez Salmón vuelve a su tema favorito, y lo dicho hasta aquí sirve también para esta novela. Derrumbe se estructura en tres partes bien diferenciadas, a modo de cuentos entrelazados, en la primera de las cuales se narran los crímenes cometidos por un asesino en serie y la investigación subsiguiente de la policía. En este corte, la historia avanza sin tregua, una crueldad tras otra, en una espiral de sadismo imparable. El asesino amplifica el dolor y la violencia hasta extremos irreales, trivializando la importancia de la vida humana y, en cierta manera, violando también la sustancia del alma de los protagonistas. Concibe su necesidad de matar como un sistema defensivo, aparentemente aleatorio y falto de razón. La muerte y el terror golpean en cualquier momento.

Esta perspectiva se ahonda en la segunda parte, en la que Los Arrancadores, un trío terrorista que comete ataques sanguinarios por la pura razón de hacerlo. La sociedad se convierte ahora en la coartada para liberar fuerzas internas que los arrebatan, y los llevan a cometer delitos sin vocación ideológica o reivindicativa. La sociedad se derrumba y Los Arrancadores quieren aportar su ayuda al derrumbe de un mundo que consideran insano y decrépito.

Además, el autor sitúa con acierto el contrapunto a esta situación en Valdivia, un ciudadano medio, que es un observador cercano a toda la trama, y a la vez ajeno. Primero, al padecer los efectos de los actos terroristas, y segundo, al hallarse expuesto y débil ante su hija, que se ha transformado, sin él darse cuenta, en una desconocida inteligente y cruel. Es un espectador del mundo y de su mundo, un testigo que descubre la culpabilidad y la maldad detrás de cada recodo. La relación entre Valdivia y su hija, y el vínculo que ésta tiene con Los Arrancadores y otros personajes sórdidos, es un eje de comprensión, que articula la red que sostiene la trama.

En la tercera parte, la historia se resuelve de manera apresurada, concluyendo los cabos que quedaron sueltos a lo largo de las páginas anteriores. El asesino decide él mismo su destino. La hija de Valdivia construye su identidad sobre el recuerdo de Los Arrancadores. Y el policía, que persiguió al asesino en la primera parte, encuentra también su función en la historia, completando un círculo que se inicia en la primera página y se cierra en la última.

Ricardo Menéndez Salmón convoca aquí a todas sus referencias de obras anteriores, como la Casa de los Zurdos, trasladada en el tiempo y en el espacio a Promenadia, su privado asidero toponímico. Promenadia no se identifica, en cualquier caso, con la Promenadia de otras novelas, sino que el autor utiliza este nombre como un sortilegio o conjuro para desencadenar las consecuencias que requiere el desarrollo del Mal como estudio ensayístico. Y es que Menéndez Salmón, engarzando con lo dicho al principio de la reseña, guarda un sentido pulcro y respetuoso de lo que debe ser una obra personal coherente.

Todas sus novelas son artilugios fríos de racionalidad, en los que el lector es agredido por una serie de premisas argumentales, que muchas veces se pierden en un marasmo de frases subordinadas y barroquismo lábil y, a veces, fallido. Con todo, la riqueza de su prosa y la hondura de sus reflexiones (con las que se puede estar o no de acuerdo, eso es lo de menos) aseguran un libro de calidad, en el que se plantean interrogantes claves para entendernos y, en ocasiones, disculparnos.

Así, resulta acertada la elección de un parque temático como símbolo de la decadencia de nuestra sociedad. George Saunders, en Guerracivilandia en ruinas, tomaba precisamente el espacio simbólico de un parque de atracciones para situar sus historias de soledad y destrucción. Menéndez Salmón hace lo propio con Corporama, símbolo de todo lo que hay que destruir para reconstruir sobre las cenizas de la decadencia. Lo malo, parece concluir Menéndez Salmón, es que lo que se reconstruye puede ser una versión empeorada de lo mismo que había antes.

Quizás la falta de sentimiento sea el principal argumento en contra de Ricardo Menéndez Salmón. Derrumbe o cualquiera de sus novelas (como cuentista merece un tratamiento distinto) produce las mismas emociones que un ensayo sobre materialismo metafísico o sobre la termodinámica de los motores de inyección. La identificación con los personajes es difícil: son seres desdibujados por sus propios pensamientos y anomalías (físicas y mentales).

La voz de Menéndez Salmón es una voz desapasionada, fría, carente de toda emoción empática. La diferencia entre Derrumbe y una novela de Colette, por poner un ejemplo manifiesto, es la misma que hay entre el corte de un cirujano y la poda de un jardinero. En los primeros no existe la emoción, sólo la determinación del objetivo y la consecución efectiva del mismo. En los segundos late un sentimiento artístico propio de seres pasionales, aunque racionales, o sea, vivos.

Por otro lado, el autor ha pagado el peaje de la difusión entre el público mayoritario levantando la exigencia estilística que tenía en otras obras. Aquel barroquismo suyo tan fascinante se diluye ahora para acercarse al gran público, aunque sin perder (afortunadamente) la referencia de sus obsesiones filosóficas. Derrumbe sigue una senda perfectamente dibujada, un camino que merece la pena recorrer.

Jordi Canals Israel


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