El policía estaba sentado en uno de los puestos de adelante. En realidad no era un policía activo. Hacía mucho tiempo le habían regalado un hermoso reloj en nombre de todos los años que había estado de servicio y ahora vivía retirado en un cómodo condominio con sus tres hijas. Ninguna se había casado y esa preocupación ocupaba su mente en esos momentos.
El autobús se movía lentamente de una parada a otra. Era un mediodía ardiente y el ex policía sólo quería llegar a su casa, almorzar y echarse una buena siesta escuchando un disco de Mercedes Sosa.
El vehículo se había llenado a la altura del mercado, pero poco a poco se había ido desocupando y ahora no estaba vacío, pero tampoco repleto. Por suerte había conseguido un puesto apenas entró y no había tenido que abusar de sus varices.
La que más le preocupaba de sus hijas era la mayor, que no tenía una pareja estable y su sueldo era ínfimo. Las otras dos, que tampoco se valían por sí mismas, tenían novios pero todavía no se les oía hablar de matrimonio. Él quería irse desocupando de ellas, porque también quería organizarse con su novia y muy difícilmente iba a poder ingresarla en la casa sin que el asunto se volviera peligroso; recordaba las normas de la comisaría con respecto a mezclar delincuentes en la misma celda y le daba miedo llegar a una situación similar.
Subieron al autobús dos hombres extraños. En realidad no eran tan extraños si se considera toda la variedad de personas que puede subir diariamente a un vehículo de servicio público, pero para un policía que había trabajado más de treinta años esculcando esas sutiles diferencias, sí lo eran. Lo que percibió fue un comportamiento demasiado nervioso y artificial en ellos. Desde que había dejado el servicio, no había podido desactivar esos mecanismos de escrutinio y tampoco lo hubiese querido, porque para él eran una especie de legado y una forma de reafirmar su personalidad.
El caso es que los tipos entraron revisando minuciosamente los rostros de los pasajeros, y no sólo los rostros, sino también los cuerpos y lo que llevaban encima. Lo más sospechoso fue que se sentaron en sitios opuestos. El policía no se puso nervioso. Hacía mucho tiempo había amansado ese manojo de fibras internas y desde entonces no había vuelto a sentir su desbordada vibración, por lo menos no como un estorbo. Quizás se debía a esa profunda y férrea convicción de saber lo que tenía que hacer cuando llegara el momento. Durante muchos años se había preparado para una situación así. El problema era que había llegado cuando hacía mucho tiempo se había jubilado y cuando lo único que le importaba era que sus hijas se casaran para también él organizarse con su novia.
Los hombres comenzaron a hacerse señas casi invisibles. Uno de ellos traía algo enrollado en un papel periódico y el policía tuvo la certeza de que era un machete o un cuchillo de cocina. Automáticamente el viejo acarició su arma por encima de la ropa; no lo había dicho aún, pero el viejo policía seguía arrastrando su arma a todas partes. La llevaba consigo como otros llevan sin falta el celular, el pañuelo o la peinilla. Desde que había dejado el uniforme nunca la había tenido que usar, pero cada mañana la sacaba de la mesa de noche, la limpiaba y la enfundaba en una cartuchera que tenía escondida debajo de la axila. Sin embargo, no la llevaba cargada; las cinco cavidades de la cartuchera alojaban dos únicos proyectiles fundidos al cuero.
El policía se enderezó en el asiento y trató de vigilar a ambos hombres a la vez. Pero no podía detallar uno sin descuidar al otro. A simple vista eran de la misma ralea, pero mirándolos bien se podía distinguir que uno era el líder. El otro parecía más bien incómodo en su papel, como si estuviera allí por obligación. Después de estudiarlos cabalmente, llegó a la conclusión de que ninguno de los dos había cometido un atraco antes.
Por alguna razón, siguió pensando en sus hijas. Se las imaginó casadas y con hijos. Le gustaba imaginarlas en el extranjero, en países diferentes, para tener un motivo concreto de viajar y conocer. Era la vida que había soñado, pero sus hijas se estaban demorando mucho en casarse y no porque fueran feas o bellacas, sino porque simplemente Dios lo había querido así. A veces Dios quería las cosas de una forma, como ahora que había querido colocarlo justo en ese momento y en ese lugar.
De pronto escuchó al sospechoso más cercano desenvolver el rollo de papel periódico. Escuchó el sonido crepitante del papel y lo asoció enseguida con la carne de su almuerzo asándose. Revisó por el rabillo del ojo los movimientos del otro sospechoso. Notó que se levantaba de la silla y se apresuró a deslizar una mano debajo de la guayabera. Acarició el metal frío del arma y extrajo las dos municiones de las cavidades de la cartuchera, las pasó a la otra mano y lentamente, al compás del crujido del papel periódico, fue sacando la pistola. Finalmente, en una maniobra rápida, introdujo las dos balas en el cargador del arma y dejó caer el artefacto en el bolsillo derecho del faldón de la guayabera.
Regresaba de hacer la acostumbrada ronda de visitas a sus amigos, también jubilados. En esas casas lo esperaban siempre con cervezas, ron y picadas. Al que más visitaba era a su ex compañero de servicio. Se sentaban en unas mecedoras de mimbre a recibir el fresco del patio y se ponían a rememorar viejas andanzas. Por momentos les parecía que estuvieran inventándolo o exagerándolo todo. Él siempre se ponía a la derecha de su compañero, como si todavía fuera el copiloto del carro patrulla y, a veces, cuando el viento del patio les daba en la cara, recordaba de lleno su vida de antes, cuando cada noche lo esperaba su esposa con la comida lista y cuando sus tres hijas todavía eran dependencia de ella.
Recordaba que casi siempre volvía tan exhausto y ansioso a su casa, tan mezclado a la escoria de la ciudad, que no lograba suavizar su estado de ánimo ni contrarrestar la actitud belicosa con que debía mantener a raya a los criminales. De manera que, al regresar a casa, seguía sintiendo la misma hostilidad hacia todo lo que le rodeaba y el mismo sabor amargo del crimen en todo lo que probaba, razón por la cual la comida que tan laboriosamente había preparado su esposa terminaba regada en el suelo.
Entonces vio levantarse al hombre que tenía más cerca y sacar una especie de punzón oxidado. Por un momento el policía logró leer el titular del matutino: «Hoy, día de elecciones». Apreció las gotas de sudor en el rostro curtido del asaltante, unas gotas gordas y brillantes que parecían a punto de resbalar, y al mismo tiempo advirtió que el otro asaltante salía torpemente al pasillo.
El del punzón dio la espalda a los pasajeros y amenazó al conductor. El policía giró brevemente y divisó al otro asaltante esgrimiendo una navaja tan pequeña que parecía de juguete. El otro criminal abrió una bolsa y le pidió a los pasajeros que metieran allí sus billeteras, cadenas, anillos y demás cosas de valor. La gente comenzó a obedecerlo sin pestañear y el policía vio que se estaba acercando su turno y que en cualquier momento iba a tener que actuar.
Había conocido a su novia en un matrimonio. En aquella fiesta había bebido tanto que había sacado a bailar a cuanta mujer había visto sola en la fiesta. Su futura novia, una mujer mucho más joven que él, se había interesado bastante cuando él le confió que había sido policía. «Me gustan mucho los hombres de uniforme, se ven divinos», le dijo ella y él le prometió que un día la invitaría a una reunión de jubilados, donde él debía ir vestido con su uniforme de gala.
Esa noche, después del matrimonio, le mostró su pistola y, a petición de ella, la amarró a los barrotes de la cama y le leyó sus derechos. Sus hijas se habían dado cuenta de que se había marchado del matrimonio con la desconocida y lo estuvieron llamando al celular toda la noche para preguntarle cuándo volvería a casa.
Ahora era su turno. El tipo del punzón lo miraba jadeante y con ojos feroces. El policía no había perdido la compostura. Sus nervios estaban intactos y le devolvió la mirada tranquila de un psiquiatra. «¡Maldita sea —lo amenazó el hombre del punzón—, que pongas tus malditas cosas en la bolsa, viejo pendejo!». El policía dijo: «Ya voy, tranquilo», y deslizó la mano en el bolsillo derecho de la guayabera. El hampón miró nerviosamente a ambos lados del autobús y luego miró a su cómplice, que hacía lo mismo que él con otra bolsa recorriendo el autobús de atrás hacia adelante.
La novia había llegado a amenazarlo con dejarlo si no le ofrecía una relación seria y protectora, y el policía había comenzado a presionar en serio a sus hijas para que se casaran o probaran a vivir y trabajar en otros países más prósperos donde pudieran independizarse, lo que terminó resintiéndolas pues sentían que el viejo les estaba dando la espalda cuando más lo necesitaban y por una mujer que en realidad quería solamente su dinero y su estabilidad económica. «¿Y ustedes? ¿Ustedes no están conmigo también por lo mismo?», les respondía él. Entonces ellas llamaban a sus respectivos novios para presionarlos y amenazarlos con romper si no les ofrecían una relación más seria y protectora; el policía veía que esa cadena de amenazas se extendía por toda la ciudad hasta desembocar justo en ese momento y en ese lugar con ese tipo enfrente que, acuciado por una mujer desesperada o por unos hijos hambrientos, lo amenazaba con un punzón oxidado…
Entonces dejó de acariciar la pistola y simplemente se quitó el reloj que le habían regalado el día de la jubilación y lo dejó caer en la bolsa. ■ ■