Alejandro Duque Amusco
A la ilusión final
Renacimiento, Sevilla, 2008
Una década tardó Alejandro Duque Amusco en publicar poemas después de Donde rompe la noche, de 1994, con el que ganó el premio Loewe en su vii edición. Hizo su reaparición con dos plaquettes: Briznas, que recogía, precisamente, un conjunto de haikus desgajados «accidentalmente» del libro premiado, y En el olvido del mundo, breve muestra donde se adelantaban tres de los poemas del presente libro.
Tampoco A la ilusión final ha venido solo, pues lo acompaña una antología, la primera, que, bajo el título de Lírica solar, supone una buena ocasión para repasar los poemas que el autor considera significativos dentro de su obra y comprobar que el nuevo libro es una gozosa continuación de un mundo y de una forma de expresarlo que se revelaron muy personales desde sus libros más tempranos.
Con la palabra luz como talismán, la poesía de Alejandro Duque se ha interrogado, dentro de una vaga y contenida veta neorromántica, por los enigmas del hombre, acompañando esas preguntas con la afirmativa presencia de la naturaleza y el asombro ante la belleza del mundo.
Todo ello reaparece, desde un punto de vista más novedoso, en estas páginas, que nos plantean una mayor perplejidad ante la realidad, que el autor formula con una pregunta sencilla que puede dar paso a lo más complejo: «¿Es real la realidad?» Una realidad que nos llega por los sentidos y que nuestra conciencia se encarga de racionalizar, estableciendo así una de las dicotomías sobre las que el libro indaga.
Formalmente, el libro se corresponde con la declarada preferencia del autor por las obras que, con poemas extensos y cortos, van creando un «equilibrio dinámico que haga más atractiva e imprevisible la lectura».
Abre el libro «Medida», conjunto de poemas (salvo uno) en endecasílabos, versos que se nos presentan agrupados de dos en dos. Predomina la asonancia, pero entre ellos se camuflan cuatro sonetos que, gracias a ese engaño gráfico, leemos de otro modo. En estos nocturnos (excepto en dos, en todos aparecen imágenes diversas de la noche: incierta, prisionera, felina, como un libro…) una «husky siberiana» puede ser el símbolo del misterio, las cosas viven en una espera ardiente y morir es «oír la voz de un invisible sueño».
Aunque la segunda parte, «Parajes», se inicia con un poema sobre una residencia de ancianos, que prefiere la serenidad al patetismo, lo que en ella se nos ofrece es una serie de estampas de lugares vinculados a la vida del poeta: Zufre aparece evocado por «el gran nogal de mi niñez», Valencina por el mirlo, el verano pleno de la noche de San Lorenzo, por la luna. En su mayoría, se trata de poemas breves, evocadores, que en conjunto unen la presencia de «los dedos de la nada», del «desierto negro», de la muerte con el deseo de la luz, de un verano eterno.
«La realidad» es el centro, el eje temático del libro, su parte más hermética, más reflexiva. A través de la experiencia, el poeta trata de hendir, fijar, ceñir una realidad que no tiene nombre porque los tiene todos. Pero el hombre, «ciego en plena luz», vive en el error y, en ese intercambio entre realidad e irrealidad, confunde vida con muerte, odio con amor. En dos de los poemas, «Nombre» y «El error» se anticipa el sintagma «la ilusión final», que da título a la sección v y al libro todo.
Dos series forman la sección iv, «Arrabales». En la primera encontramos poemas en los que no escasean las imágenes oníricas, versos como una estela para no olvidar ese 11 de marzo en el que Madrid se convirtió en una «rosa sangrante», la evocación de un partido de fútbol que no es sino metáfora del paso del tiempo, aunque se nos diga que «fuera del tiempo ocurre / lo mejor de la vida».
Bajo el recuerdo de los Suburbis de Mompou, la segunda serie consta de poemas breves. La música callada y esencial a la que se acogen atraviesa estos poemas despojados, escuetos, de una rara intensidad, que no rehúyen palabras fundamentales: alma, luz, tiempo, vida, muerte…
La última parte nos desvela otro de los ejes del libro. Frente a la realidad de la vida, la realidad del arte. El propio autor aclara en la nota final que este es el libro suyo que más se ha acercado al mundo del arte, «fuente de inspiración y enigma último de la realidad». Y como una aproximación a las diferentes artes se resuelve esta sección. Nada que ver con el mundo íntimo de Mompou el Okanagon de Scelsi, música intensa muy bien traducida a palabras: grito, cenizas sonoras, rocas, desgarraduras, que evocan certeramente la aspereza y los sonidos primitivos del compositor.
Si la música es Scelsi, la pintura, «Lienzo vivo», se acerca a la figura severa y atormentada de Mark Rothko. Poema lleno de colores y de espacios para acabar en el color sufrimiento, color desnudo, «suma y resta de la idea del hombre y de la nada».
La danza se dibuja con una leve y alada evocación de Isadora Duncan. El cine está representado por una película que emparenta a James Joyce y a John Huston: «Los muertos», resumida aquí magistralmente en la escena final de cuento y película, en la que la nieve (título del poema) es la protagonista.
La arquitectura es Gaudí, el Gaudí de la cripta Guell, que resalta el aspecto sagrado de su arquitectura, y en estos versos otra vez se nos advierte de esa complementariedad entre contrarios: «donde la realidad es ya toda irreal».
El poema «Exvoto» nos habla de la pintura mural de Il tuffatore, descubierta en una tumba de Paestum. Elegante y enigmática, Montale le dedicó un poema y ha sido interpretada de diversas formas. En estos versos, el nadador que levita en una zambullida hacia la luz representa una victoria sobre la muerte y resume toda una cosmovisión: azar, amor, música, sol, cielo, mar…
No el Rodín de los monumentos civiles sino el más íntimo de la escultura «Manos», que son el amor pero también el misterio, es el que aparece convocado para despedir el libro. Y lo hace con un verso certero: estas manos esculpidas son «manos para tocar el pensamiento».
Puede ser un buen resumen de la poesía de Alejandro Duque: sus versos nos tocan con su medida sensualidad pero también nos hacen pensar, asomarnos de una manera nueva a los temas elementales. Poesía que une la meditación a lo sensual pero que no se pierde en vacuas abstracciones ni en versos pretenciosos y sin música. Por el contrario, esta letra sabe conseguir una música acordada, ya sea en el poema brevísimo o en otros más discursivos.
Libro, pues, de gran coherencia, y que ahonda en la visión del mundo que Alejandro Duque ha ido dándonos desde Esencia de los días, de 1976. Sus restantes títulos también contienen palabras «esenciales» que parecen jugar con la luz y la sombra: sol, agua, fuego, sueño, noche.
Sorprendentemente, Alejandro Duque no figura en ninguna antología nacional (solo en Los cuarenta principales, antología de poetas andaluces preparada por Enrique Baltanás en 2002).Desde sus primeras obras, superada la temprana influencia de la cosmovisión aleixandrina, emprendió un camino personal, alejado del culturalismo un tanto exhibicionista de los novísimos, y tampoco se unió al biografismo de la generación posterior. Siguió contemplando, a su aire, con su tiempo, el misterio del mundo y lentamente haciendo llegar a los lectores, con «su honda y mágica voz» (Carlos Bousoño), indagaciones, perplejidades, espejismos. Esta A la ilusión final es su reciente y memorable entrega.
Juan Lamillar