Josep M. Rodríguez
Raíz
Visor, Madrid, 2008
«No es poeta aquel que no ha sentido la tentación de destruir o crear otro lenguaje», escribió Octavio Paz. Esta tentación se ha convertido, en la poesía española última, en un claro proyecto ambicioso y necesario, y para bien o para mal, el lenguaje de la poesía está cambiando, lo cual trae también consigo que determinados discursos literarios se vayan volviendo obsoletos, además de un cierto desconcierto crítico y lector. Pero sobre todo nos brinda una belleza nueva, otra intensidad. Una de la voces que viene protagonizando ese proyecto es la de Josep M. Rodríguez (Súria, Barcelona, 1976); su obra, sobre todo desde Frío (Pre-Textos, 2002) y La caja negra (Pre-Textos, 2004), encabeza una nueva manera de afrontar con acierto dilemas estéticos como la conciencia de lo real, las identidades del yo o la expresión de las emociones y los afectos. Con su nuevo poemario, Raíz (Visor, 2008), ganador del VII Premio Emilio Alarcos, Rodríguez desarrolla y termina de delimitar un rico territorio y un paisaje de enorme singularidad.
El juego de tensiones entre lo que crece hacia el interior y a la vez tiene la razón de ser en un exterior, lo que sirve para fijarnos a lo sólido y lo que busca lo abierto, el origen y las causas, todas esas posibilidades de sentido laten en «raíz», la palabra que sirve de título al libro y que es ya de por sí una declaración de intenciones. Ir a la raíz es ir al fondo, librarse de los adornos para sentir una sabia entrando en la existencia, profundizar, entender que en lo oculto se nutre lo visible. No es esta una metafísica dualista, como pudiera interpretarse, sino de superación de la dicotomía interior-exterior por un intento de percepción simultánea que sabe dar su peso a lo latente y a la profundidad (tal vez porque si no hay raíz todo es evanescencia, fantasmagoría) para llegar a aglutinar el conjunto de los elementos, un acercamiento intuitivo y sin certezas a una totalidad.
La poesía de Josep M. Rodríguez materializa todo esto poniéndose en pie sobre una triple base: misterio, búsqueda lingüística y comunicación. Cada poema indaga en una realidad oscura mediante un pensamiento tenso, rápido, fibroso; un pensamiento que muchas veces es sencillamente contemplación, mirada indagadora, creativa, de sentidos dilatados. De ahí proviene un conocimiento como percepción ensanchada, como iluminación. Por otro lado, el lenguaje se comprime hasta que nos enseña las cosas de otra manera, hasta que le confiere más vida a la vida, conectándola consigo misma. Conexiones que también, por supuesto, reinventan la realidad gracias a una gran plasticidad imaginativa, descubridora y a la vez verosímil. Por último, comunicación, sí, haciendo su propio camino en dirección opuesta a un cierto hermetismo vacío y a un vanguardismo de confeti. Porque para expresar una realidad contemporánea no es requisito la vuelta a la deshumanización. Todo lo contrario: qué mejor manera para poner de manifiesto la realidad múltiple, cambiante, inaprensible y autoconstruida de nuestro tiempo que expresarlo con una claridad inteligente, es decir, compleja, lúcida y sin galimatías mentales. Una claridad que, aun partiendo de una sencillez, no tiene nada que ver con el anecdotario normalizado de la poesía experiencial sino con el poder del silencio, la elipsis, la paradoja y la apertura de un espacio importante a una capacidad de sugerencia que apela a la inteligencia del lector. Claridad como antónimo de embrollamiento pseudo-post-heideggeriano.
Raíz se abre con un poema que, en su delicadeza, sabe problematizar el tema de la identidad («Este día que empieza es lo que soy»). Un yo cambiante («Autorretrato»), inaprensible como la propia realidad, según veremos después («La realidad se escapa a la mirada: / Aunque me esfuerce, / siempre está incompleta»). Un yo y una realidad difíciles de entender («Todo es inaccesible»), pero que están ahí («¿De quién más puedo hablar cuando estoy solo?)». No se trata de cargar con el peso de una biografía pero sí de aprender a «Vivir la vida en círculos crecientes / que nazcan y se extiendan desde mí». De ahí la conexión con la vivencia personal ante la enfermedad del padre («Contradicción», «Alquimia»), o en los poemas de amor que dan cauce a una ruptura, poemas en los que pivota buena parte del libro. En ellos es palpable esa humanidad antes comentada, y la emoción crece sin patetismo. De hecho, aunque en algunos poemas se perciba un cierta perspectiva pesimista («Adonde miro siempre falta luz»), los textos de Raíz defienden una gran contención emocional («También para el dolor existen límites») e incluso un rechazo a la poesía que intimida al lector descaradamente, en un intento de trascendencia manida: «No todo me emociona: / El agua de la charca sólo es agua, el musgo, / sólo musgo, / y este poema / no es más que la corteza de lo que está pasando». De nuevo la superficie, de nuevo el fondo.
Una de las fuentes principales de la que Josep M. Rodríguez extrae buena parte de lo que comentamos está en la poesía japonesa, de la que él mismo es estudioso, traductor y compilador —Hana o la flor del cerezo (Pre-Textos, 2007), Poemas de madurez de Kobayashi Issa (col. Cosmopoética, 2008), y Alfileres. El haiku en la poesía española última (Cuatro Estaciones, 2004)—. En el haiku está implícito lo inasible y lo mutable de la realidad, y también los mundos posibles, las interpretaciones y el misterio. En Raíz se menciona a Junichiro Tanizaki, Masaoka Shiki y Teru Miyamoto, entre otros, y la contemplación, la audacia de recrear el mundo en cuatro trazos y el valor de la fugacidad laten en cada poema, llegándonos a decir que «Sólo tengo interés por el instante». Por otro lado, autores como Trakl, Rilke o Ungaretti le confieren ese punto de vista analógico, de un pensamiento resuelto en símbolo: «Somos raíz hundiéndose en la tierra». La crítica ha señalado menos el vínculo también fuerte de la estética de Rodríguez con la poesía de los Siglos de Oro, Lope de Vega, sobre todo, con autores hispanoamericanos o con cierta literatura catalana (Salvat-Papasseit, Vinyoli, Carlos Barral y Costafreda), e incluso con autores norteamericanos como Anne Sexton o Raymond Carver. A este último le une especialmente la sobriedad estética, una corriente narrativa, en Rodríguez muy minimizada y estilizada, y la importancia de la emoción, el derecho a la observación subjetiva, que huye, no obstante, de la conmiseración y el drama. La poesía de Rodríguez logra sintetizar todo eso y alzar su propia voz, una voz que queda absorbida por lo que se dice, integrada en una celosa autenticidad.
Unos versos que Rainer Maria Rilke escribió en El libro de las imágenes, «Ahí fuera está lo que vivo aquí dentro / y aquí y allá nada tiene fronteras», definen en gran medida la poesía de Josep M. Rodríguez: mundo de dentro, con toda su riqueza emocional, y mundo exterior, expresado con una hermosa plasticidad sorpresiva («El arroyo enfangado / fluye / pesadamente, / como una babosa»; «El sol es un faquir / que se ha tumbado / lento / sobre pinos de aguja», «Escucharemos cómo / ola / a ola / tartamudea el mar, / como aprendiendo a pronunciar tu nombre»), ambos mundos abiertos entre sí, enlazados en una mirada indagadora («La mirada me explica cuanto soy»; «en la mirada empiezan nuestros límites / y nuestra forma de entender el mundo») que intercepta el pensamiento desde la misma sencillez de lo contemplado (una lata de refresco, un río, unas nubes) hasta las paradojas del yo y la conciencia de lo real. Por todo ello, y por el empuje de un lenguaje preciso, leve y contundente a un mismo tiempo, arriesgado y limpio, sutil y extremadamente sensitivo, es por lo que podemos ver desde ya en Raíz uno de los libros fundamentales de los últimos años.
Juan Manuel Romero