Julia Barella
Aguas profundas
Huerga & Fierro, Madrid, 2008
Dos son los recuerdos más inmediatos del mar: su olor, que nos persigue desde la distancia, y su sonido. El sonido del mar que siempre va más allá de la simple evocación poética. Pero, ¿qué ocurre cuando ese sonido se vuelve un silencio elocuente, un lenguaje que no miente y es espejo de nuestra propia lucidez? Cuando eso ocurre encontramos este último libro de Julia Barella: Aguas profundas, editado recientemente por la editorial madrileña Huerga & Fierro.
Es un poemario que se inicia con un viaje, un viaje hacia lo que acaba de perderse, un viaje que se guía por las huellas de un éxodo, una marcha por el desierto que podría tener reminiscencias bíblicas, pero que la autora reinterpreta. Comienza este libro diciendo: «Elijo el desierto para que nada me distraiga, / en él ha dejado su huella el mar / y un ancla con inscripciones». La voz poética, delicada y sincera, se sitúa en un paisaje que no es antesala de algo nombrado que se espere, sino que es fiel testigo de algo extinto, como esa ruina que resiste al paso del tiempo no para ser contemplada, sino para recordarnos que solo ella sobrevive, no nosotros. Las ruinas a las que se refería alguna vez André Malraux en su museo imaginario no son este paisaje. Este libro se inicia en la muerte de lo que ya no está. Una doble extinción donde la voz poética inicia su íntima peregrinatio. Del desierto presente parte hacia un mar antiguo que es la memoria y la soledad; imagen acertada, ya que la propia inmensidad del mar es la figura que mejor podría definir nuestra propia condición solitaria.
Desde este lugar se reconstruye una historia, una historia que ya existió y cuesta reconocer. Quizá como quien desea hacer de Pompeya una nueva ciudad, pero esta vez una nueva ciudad bajo el mar.
Dividido en tres partes («La isla», «CCJ y los bodegones marinos» y «La edad de los fantasmas»), en este poemario la única vida existente (entendiendo por vida como el ámbito supeditado a la acción) es la del sueño. Y es que la cadencia de este libro es hipnótica, donde solo se escuchan los objetos y los elementos cuya identidad primaria es la del silencio. Quizá como ocurra en el silencio de la noche, donde solo podemos escuchar las voces de nuestros propios sueños.
Como un Odiseo adormecido para no escuchar las sirenas que pueden llevarlo a la destrucción, el «yo poético» deambula y navega iniciando su propia reconstrucción en un paisaje devastado, mítico, ensoñado, pero que la poeta sabe mantener dentro del aliento y la vida, para sostener el «diálogo» poético con el lector, para no abandonarlo en la más humana incomprensión (gran peligro de muchos libros, en los que quien lee no encuentra salidas).
Todo aquí parte del silencio, pero él no nos oprime porque es el medio por el que este libro implica (tarea difícil la de hacer brotar lenguaje de lo que por naturaleza no lo tiene). Dice en su poema «Bodegón sin voz»: «Hemos llegado al origen / de estas aguas creadas por el viento / solas / de las que no brota ninguna voz. /En su interior viven plantas acuáticas /cuyos nombres desconozco, / viven impulsivas e indestructibles / junto a los peces y las caracolas». En este origen de silencio, todo lo que lo rodea es un paisaje marino, sumergido, ignoto. Hay silencio, pero un silencio que es hijo directo de lo desconocido, de lo que no puede o no sabe nombrarse porque todo vive en un «no-ser», solo vacío, eco directo de una reinterpretación mística donde nada puede decirse como cierto e irrevocable, pero se busca para saberse existir de nuevo: «en las conchas /donde se vacía el viento / y resucitan las notas /interpretando el sonido del origen». Es, quizá, como afirmó Valéry: «En el poeta la boca escucha, el oído habla».
La palabra no es suficiente, pero ella es la génesis de esta marcha a un mar/desierto ensoñado, ya que la palabra es el cuerpo de este libro. Es por ello por lo que la poeta trabaja con maestría cada verso. Desde la impotencia de la palabra, el libro siempre nos dice, nos nombra, nos sitúa, nos dispone a la espera. Y a lo lejos la luz, quizás el nombre: «He visto su vuelo / su espiral de luz / apagándose».
Y toda esa luz parece no llegar nunca. Hay paisajes donde se esboza, se palpa en muchos instantes, ya que este libro es sensitivo, pero nunca llega, parece que se haya convertido en una existencia ajena, solitaria, igual de solitaria que la voz de poética. A un lado el mar, lo que ya no queda al alcance de la vista del hombre, presencias que deben contemplarse («Toda presencia es un misterio. Los misterioso no puede ser analizado, sino solamente presenciado», dice Chantal Maillard; y eso mismo ocurre en este libro de manera dolorosa y bella); al otro lado la luz que deambula, como ese nombre que está a punto de llegar y no nos mira para que, de este modo, no podamos nombrarlo. A veces parece que el mero hecho de nombrar la palabra destruye su sentido. Extraña y hermosa contradicción. Una palabra que ha nacido para no ser dicha porque nuestra identidad es la de la soledad en la que no podemos comunicarnos y solo podemos naufragar: «Las aguas blancas / nos alejan de la playa, / qué difícil nadar en este baño / de yeso. / Petrificados / quedan nuestros cuerpos sobre la arena, / la piel de escayola / desasiéndose del molde / de lo que ya no somos. (…) En el claro de esta isla / desconcertadas / descansamos; / una luz artificial nos enfoca». ¿Y qué puede ser ese naufragio sino, muchas veces, nuestra propia inexistencia? Inexistencia que cobra cuerpo de fantasma, presencia herida que no siente su espacio, su tiempo, su condición básica de vida: «Fantasmas / figuras en transición, / el miedo crece / en círculos concéntricos, almas cansadas de la vida / después de tanto ver / solo miran pasar las horas. /El vuelo de su conciencia / ha cesado».
En definitiva, un libro que nos invita, que nos encuentra y nos silencia para hallarnos. Un buen libro.
Marta López Vilar