Francisco Alba
El contrario
Pre-Textos, Valencia, 2008
Trece años ha tardado Francisco Alba en publicar su segundo libro de poesía, después de llegar a unos pocos lectores con el primero, Teoría de la culpa (1995), libro que contenía algunos excelentes monólogos dramáticos, donde se daba voz a Kepler, Pascal o Giordano Bruno.
La actitud de Alba en este segundo poemario es la del incorregible nihilista, la de un hombre que no atisba una sola luz entre la oscuridad. Sus maneras en el poema van de lo socarrón a lo desolado, de la parodia al estremecimiento, con efectividad desigual. Su paisaje es siempre un paisaje en ruinas; la fuente de sus poemas son las infinitas lecturas, las agrias lecciones de la historia; los seres humanos somos en este libro poco más que unos simios confusos y sanguinarios.
No siempre acierta Alba, no siempre consigue llevarnos hasta donde él pretende. Pero este libro, con respecto al anterior, no tiene evidentes caídas, y los años de trabajo han labrado en su favor.
En «Arte y realidad» (pág. 11) nos propone el autor que el arte es el único cauce que sabe reflejar, incluso anticipándose a su tiempo, los horrores humanos. Para ejemplificar eso aparecen en el poema Kafka, Beckett y Goya.
Uno de los poemas más emocionantes y lúcidos del conjunto es el monólogo dramático «Muerte de Xavier Bichat» (pág. 17), poema de una frialdad casi prosística. Solo en los versos finales el poema se vuelve desolador. Intuye su muerte Bichat y nos dice: «Lo veré desde dentro. / Es dejarse llevar. Mi cuerpo sabe. / Respiro mal, el pulso se dispara. / Voy a observarme mientras haya luz».
La ironía, algo siniestra, en «De senectute», la hubiera firmado el irascible León Bloy; el dibujo del horror en «Srebrenica», que no teme caer en el patetismo; o la voz del suicida en «Heinrich von Kleist». Todo contribuye en este libro a presentar un mosaico de maldades, errores y agonías. Es el plato frío que nos sirve Francisco Alba, y que no debemos rechazar.
Hay poemas que son como viajes por una vasta biblioteca, como en «Sturm und drang», donde en apenas 53 versos se cita a Racine, a la Biblia, a Voltaire, a Herder, a los alumnos de Kant, a Kart von Moor y su cadalso, a Jacob Michael Lenz (en este momento yo eché de menos a Büchner, que fue el que contó en su novela Lenz, la vida de este dramaturgo que murió en la indigencia en Rusia), el Werther, a Hölderlin, a Goebbels, a Heine, a Hoffmann, para llegar hasta la «Solución final» de los nazis.
El procedimiento más habitual en Alba para componer sus poemas es una especia de suma histórica, de revisión del pasado; se presenta una sucesión de hechos que desembocan en una gran catástrofe: el presente. Y ese presente parece valer para cualquier época.
«Credo quia absurdum» hace un repaso de las innumerables herejías que se sucedieron durante los primeros siglos del cristianismo. El autor se esfuerza en esta página por traducir aquellos alborotos teológicos al poema. Para uno, que disfruta con esos juegos librescos y que conoce la época y sus convulsiones, el poema tiene su gracia; para quienes desconozcan la bulliciosa historia del primer cristianismo no parece una buena introducción.
«Idealismo alemán» (pág. 37) es un poema cerrado y rotundo, donde no falta ni sobra nada.
«El mundo no es injusto: es una hoguera», se afirma en estas páginas. Es cierto, no puede ser injusto, porque el mundo, al menos desde el punto de vista de la naturaleza, no conoce la justicia. Por mucho que rebusquemos entre sus versos no vamos a encontrar una esperanza o una salida de emergencia para el ser humano.
«American way of death» aplica a Estados Unidos y a sus poetas esa pesadilla que es todo el libro. «¡Abajo la apocatástasis!» cierra el libro con una especia de delirio satírico que bordea el irracionalismo. Un ejemplo de eso último (pág. 68): «Muy bien, multipliquemos. El alto mando ha decidido que todos lo nacidos en Tomelloso sean castrados. Demóstenes se opone. Y los que tengan un Renault en el refrigerador se disfrazarán de diabético». Es el último mensaje de Alba: todo es tan absurdo, tan guiñolesco, que un retrato preciso de esa locura tiene necesariamente un aire de sueño o de farsa.
Siguiendo la estela de Rimbaud en su poema «El mal», de Bataille, de Georg Trakl, quien afirmaba que estar triste era su forma de ser feliz, siguiendo a Antístenes y sus compañeros, los filósofos cínicos, así nos llega este libro, minucioso en el relato de las miserias humanas.
La mayor enseñanza que nos llevamos de estos poemas no tiene que ver con sus habilidades retóricas, sino con la amarga convicción de que todo lo descrito allí, por doloroso y amargo que nos resulte, no es más que una muestra precisa de varios milenios de civilización. Su horror no es un invento, no es una distopía ni un dialelo: es una certeza a la que no nos gusta enfrentarnos.
Es verdad que el ser humano tiene otras caras, que somos capaces de la misericordia y de la belleza, del sacrificio y de la tolerancia; pero Francisco Alba no ha querido condescender en este libro con esos motivos, como le ocurriera a Jonathan Swift. Por eso nos dice, en el poema «Oscura Urania» (pág. 51): «Desahuciados del mundo, / la ley de Hubble nos echó de casa. / En este imán-peonza, esta patata, / un perifollo azul para comérselo / viajamos de turistas por el cosmos / alrededor del sol, esa cerilla».
La existencia de este libro, y de otros como él, debería ser una contradicción a su pesimismo infinito. Valga esa contradicción, que no le resta ningún valor a este acerbo y talentoso retrato de la condición humana.
Bruno Mesa