Pere Gimferrer
Tornado
Seix Barral, Barcelona, 2008
«Volverán los oscuros venecianos / de tu balcón sus versos a colgar…» Sí, lo confieso: la lectura de Tornado de Pere Gimferrer es una reincidencia. Quizás pertenezca yo a esa legión de lectores que por inercia, o por el canto de sirena de los antiguos oropeles, se obstina en no negarle al poeta catalán el beneficio de la duda. Y eso que Amor en vilo más que una Razón de amor, o un envío etéreo, era todo un peso pesado; un argumento, en sí, inapelable.
Pero vayamos a Tornado, al libro que ahora nos deleita. Digo bien, deleite, pues las moradas del placer pueden ser muchas y la comicidad es una de ellas. ¿O es que acaso es posible leer en clave de erotismo versos como «el bronce y el badajo que me propones», «yo quisiera vivir para que me empales», «y en tus nalgas de oro un polvorín», «me descalzan los labios de charol de tu vulva» y etcétera? Un auténtico jardín de las delicias, ya digo, pero pasado por la óptica más delirante del Bosco.
La boca, en él, es «Cofre de ardor», la desnudez está «desprecintada»; el poeta es trovador de un «botón de luz», un nadador entre azucenas (no «entre las azucenas olvidado», como pudiera pensarse) porque «el puñal arde en febrero» y a la amada se la divisa «como quien mira un bólido en azur».
Y es que, avisado lector, tiene el mar su mecánica como el amor sus símbolos. ¿A qué extrañarse entonces de las audacias de la poesía que es, por definición, desvío, lenguaje transgresor…? Se puede así, desde este punto de vista, «deletrear tu arqueta», desplegar «el frufrú del murmullo», oír el «triquitram» de una trompeta (?), caer de bruces cuando se anhela «el alhelí que nada en los polisones» (¿recuerdan aquella luna que tenía el extraño capricho de merodear por entre las fraguas (insensata!) «Con su polisón de nardos»…?), ser lego (servidumbres del amor cortés) «en cartuja de amores» para poder soñar la conquista «del fortín de tu sexo abanderado». ¿Abanderado? ¿No era «Abanderado» la marca de una prenda íntima?, se preguntará el atónito lector. Ay, cuando las musas se desbocan no reconoce límites el frenesí de la metáfora «y el gaznate del aire ceniciento / con picoteo de repostería / deshuesará el poniente».
Quizá por tanta incontinencia (verbal, se entiende) merezca el sujeto lírico de este poemario la fragua que le «cuece el albérchigo del bálano» hasta conducirlo «al descabello como el plátano / desposeído de ser fruto». Marida, princesa Nubia se le llama a la artífice del Ars Amandi más complicado que yo conozca en los espacios del lenguaje: «jeroglíficos», «estos estigmas en mi piel triglíficos». Menos mal que antes el yo poético, humildemente, se confesaba «lego».
Se diría, asimismo, siempre en el plano de la escritura, que el autor se ha propuesto utilizar todos los tópicos del código amatorio para violentarlos, para someterlos a un «tour de force», para reducirlos a un brillante disparate lingüístico. Me refiero, claro, a esa insistencia obsesiva en la semántica del fuego que es en poesía, como es sabido, uno de los lugares comunes más trillados. Por otra parte, la urgencia que presupongo en la redacción de los textos (el título del libro puede leerse como un indicador) va dejando aquí y allá rastros del subconsciente literario; o quizá, mejor, deliberados guiños a la tradición: la espalda y las «lilas con agua» remiten a Juan Ramón, ese «yo devanado» al enhiesto surtidor de Gerardo Diego «devanado a sí mismo en loco empeño», «los invisibles átomos del aire» a Bécquer, «en la coraza del quebrar albores» al poema de Mio Cid, etcétera.
No falta tampoco complicidad ¿narcisista? con la propia trayectoria, de la que podríamos decir, como Manrique, «cualquiera tiempo pasado fue mejor»: «así en San Marcos / el metal verdinoso, cabalgada / de los cuatro corceles en lo azul, / el desgarrón del cielo escenográfico». Las imágenes de Gimferrer, las que se basan en el procedimiento de una analogía razonable, no carecen de belleza en muchas ocasiones. Se podrían citar bastantes ejemplos; valgan algunos: «el ciclorama donde estalla el mar», «con el ajuar de las alegorías», «cegado en un ajuar de mariposas», «la copa de los cálices del aire», «la mansedumbre de agua de los álamos», «la arboleda de cuerpos en el agua», «la zarza en llamas de tu pubis rubio», «la chalupa de nubes del ayer», «y es una tempestad de tamarindos».
Lo que pierde al poeta, sobre todo, es la pulsión de agitar un sonajero constantemente. A esa pulsión se le llamaba, creo, pasión por el ripio; o lo que es igual: facilidad para lo fácil, por más que las metáforas sean enrevesadas hasta el paroxismo, verdaderos ejercicios malabares dentro del circo del idioma: «este dije de lija de crujías», «el clavel de tu noche me dispara un retaco», «cuando la oscuridad cuelga gualdrapas / en el pomelo de las afonías». No sé si Góngora o Quevedo se atrevieron a tanto. Los que sí se atreven (y mucho) son los exegetas del Novísimo por antonomasia. Profetizan en alto con la venda de la fe en los ojos: «Ganará para España el Premio Nobel de Literatura». Bueno, ¿y por qué no? ¿No lo ganó acaso el inefable Echegaray…?
«La poesía de Gimferrer es el polvo de estrellas de los sexos vueltos a la mar mediterránea». Pero no se detiene ahí la buena nueva, la revelación a los pastores legos, es decir, nosotros, el vulgo profano, municipal y espeso: «Es otra vez San Juan de la Cruz, que vuelve, con su llama que consume y no da pena». De alguna forma estoy de acuerdo. No da pena, regocija este libro; pero, eso sí, leyéndolo en clave de humor, algo nada desdeñable (oh tempora, oh mora) en los días que corren.
Eugenio García Fernández