Luis Pérez Ortiz nació en León (1957), pero emigró a Madrid en 1965. Es licenciado en Bellas Artes y Filosofía, así como profesor y pintor muy esporádico. Se gana la vida haciendo de ilustrador profesional (firma: LPO), especializado en artículos de opinión y caricaturas de escritores. Ha publicado las novelas La escondida senda (1998), Apuntes de Malpaís (1998), Balneario de almas (2000), las tres en la editorial Lengua de Trapo, y Anonimato (2006, en la ovetense editorial Laria), así como diversos artículos y relatos, entre ellos «La retribución», en el volumen colectivo Daños colaterales (2002, Lengua de Trapo). Fue miembro fundador de la revista intermitente de creación Massaconfusa.
pensando en el banco
Algunas mañanas de sol, el vagabundo detenía su exploración de contenedores. Sentado en un banco y rodeado de perros familiares se calaba unas gafas que se mantenían enteras gracias a esparadrapos mugrientos.
A continuación hojeaba la prensa (atrasada, sacada de la basura) como un estudioso, anotando los márgenes de las páginas salmón. A veces simultaneaba el parsimonioso hojeo con la escucha de una radio a pilas puesta a su lado en el banco, como un interlocutor.
Los peatones suponían que el vagabundo estaría comprobando resultados de la quiniela o las loterías. Nadie podía imaginar que lo anotado fuese el minucioso plan de regeneración de un banquero arruinado.
Al pasar, un transeúnte preguntó a otro:
—¿No vivía Diógenes en un tonel?
policía de basuras
El cartero trajo una carta certificada, correo oficial, y pidió una firma en el acuse de recibo.
«Durante las últimas semanas hemos investigado a fondo la basura que usted produce. Es ridícula, conclusión primera que le comunicamos por la presente. Del examen de sus residuos se deduce que es usted una nulidad como consumidor. No lleva a diario su bolsa o bolsas de basura al contenedor como hacen, en cambio, todos los vecinos. Y cuando con escandalosas pausas de hasta tres y cuatro días acude por fin, se presenta usted con una bolsita insignificante, de risa. No solo consume usted muy poco, lo que desde este momento le afeamos del modo más enérgico, sino que se limita de modo preocupante a una clase de artículos poco recomendables. ¿Cuántos periódicos necesita usted leer cada día? ¿Y todas esas botellas? ¿Es que no come usted? Con su insolente apatía sabotea la cadena consumista, y a vagos y a perezosos de su clase ya sabemos cómo tratarlos. Tenga hijos y podrá llenar bolsas y bolsas con pañales desechables. Podrá recorrer el camino hasta el contenedor varias veces al día, lo que redundará en un rápido incremento de su prestigio en el vecindario. Además, le envidiarán en secreto. Hay que ver qué tío, murmurarán. Qué capacidad de consumo, habría que saber cómo se las arregla para consumir tanto. Pero va usted por un camino marginal, propio casi de un forajido. A este paso nunca alcanzará a quienes usan bolsas grandes, verdaderos sacos que se cargan a la espalda para simbolizar una actitud laboriosa y responsable frente a la vida. Por ello, y lamentando comunicárselo, será objeto de una sanción económica que se duplicará si en el plazo de una semana no empieza usted a desprenderse a diario de una bolsa bien llena de basura».
REY DOBLE
El monarca Iván mandó construir un fantasioso castillo en lo alto de una peña redondeada. Desde allí divisaba la llanura, la desembocadura del gran río, la populosa ciudad en el estuario.
En las amplias salas del palacio instaló la corte. Recibía a ministros y embajadores. Pero en un bosquecillo, a un kilómetro, encargó vaciar una roca y plantar hierbas medicinales y árboles salutíferos. En el interior de la roca disponía de un par de habitaciones desnudas. Tallado en la pared, un camastro cubierto con corteza de algarrobo; también tallada en la pared, una pila para recoger agua de una fuente que manaba un hilo.
Cuando sus obligaciones le dejaban, salía en secreto del palacio, se refugiaba en el ascético recinto de las rocas y vivía semidesnudo, silencioso, alimentándose de plantas, feliz. Los animales se le acercaban. Se sentía como el primer hombre, reinante en el edén del Génesis.
En el palacio tenían orden de no molestarle, esperar a que regresara, encogidos de hombros.
EL PREFIGURADOR
John se matriculó en una academia de pintura porque los estudios de Derecho le aburrían. Antes de hacerse abogado quería probar la vena artística que creía tener.
A los pocos meses pintaba con soltura y ganas. Paisaje, bodegón, desnudo, abstracto…, todos los géneros se le daban bien. Un día leyó biografías de pintores que se enamoraban de sus modelos, vivían con ellas, las convertían en sus musas. Al día siguiente, la atractiva modelo pelirroja que posaba en la academia le estuvo mirando fijamente. John había pensado en liarse con la modelo, y ocurrió. Fueron amantes durante tres años.
Cuando ya era abogado cayó en sus manos la novela de un detective que vivía un flechazo duradero con una cliente. Al día siguiente entró en el despacho una mujer a consultar su divorcio. Al año siguiente se casaron.
John empezó a investigar el poder de la mente para modelar la realidad. Conoció en un reportaje que, bajo los símbolos del oro y la piedra filosofal, los alquimistas en verdad buscaban el espíritu.
Aquella misma tarde escuchó con sobresalto una voz que le interpelaba. Revisó cada habitación de la casa, incluso cada armario. Nadie.
—Estoy aquí —oyó de nuevo.
HOMÚNCULO EN OFERTA
La noche del jueves, Cristina y yo caminábamos por una galería comercial subterránea. La iluminación de los escaparates era variada y poco agresiva.
Cristina había perdido un pequeño llavero que consistía en una máscara de hierro, de color óxido. La máscara sí era agresiva, intimidatoria.
Estábamos allí para comprar un llavero igual. Entramos en una tienda repleta de objetos multicolores. Revolvimos en los montones.
Al describir al comerciante lo que estaba buscando, le di una pista:
—Es un producto de la embajada de Bulgaria.
El tendero lo agradeció con un leve gesto y desapareció para regresar con una caja blanca, cubierta por un fino papel de seda, que flameaba un poco, a causa de la rapidez con que el hombre se desplazaba desde la trastienda.
—Máscaras no tenemos, pero esto es también de la embajada de Bulgaria.
Sacó de la caja un muñeco infantil, una especie de bebé que resultó ser un inquietante homúnculo: gordito y lechoso, imagen de la fofa indolencia.
Al moverse, cambiaba la proporción entre las partes de su cuerpo, a la vez que se volvía sonrosado. Al agrandarse la cabeza, se hizo patente que tenía bajo el labio inferior una barbita de pelo blanco, teñido, y una dentadura completa, de aleación.
—Tecnología búlgara, de influencia soviética.
Sin decir nada, nos marchamos antes de que el homúnculo nos adoptase y resultara imposible deshacerse de él. ■ ■
PARA OTRA VIDA
Al salir del desfiladero, el tren emprendió la travesía de un campo cultivado, repleto de pequeñas huertas y casas esparcidas.
Anochecía, pero el tenue resplandor de poniente se reflejaba aún en los almendros florecidos, numerosos.
En algunas casas, luces ya encendidas; rectángulos de claridad ambarina.
Las construcciones se diseminaban a un lado y otro del convoy, que se deslizaba lentamente, entre niños que desde los descampados decían adiós con la mano.
El viajero sofocó un gemido de su corazón cuando vislumbró de reojo cierta ventana de cierta casa. Un torrente de evocaciones le hizo representarse el interior de la vivienda, conocida; las escenas probables entre aquellas paredes opacas. Podría apearse en la estación cercana, caminar hasta la puerta de la casa, golpearla suavemente con los nudillos, una cadencia clave, y abrazar sin palabras a la mujer que le abriría, tal vez con el índice entre las hojas de un libro.
Estoy aquí y te quiero, diría como mucho, al menos con los ojos.
Pero su estación era otra, su casa era otra y su vida también era otra. Tenía que seguir adelante, en un largo viaje que no permitía sentimentalismos.
EL AMOR SIGILOSO
Los dos jóvenes solitarios se volcaron desaforadamente el uno en el otro al encontrar una salida al aislamiento, con entrega y exigencia que casi borraban al resto del mundo.
Tras una excursión en tren o en autobús a una ciudad de las afueras, justificada por la visita a un museo local entre comentarios lacónicos y maneras correctas hasta asomar en ellas la ironía, una juguetona burla que iba allanando el terreno erótico.
En calma palpitante (silencios sonrientes en los que parecía sonar amistoso el tic-tac de los relojes), se amaban a la luz de velas —a la luz sonora del Estro Armónico, alguna vez— con lentitud y deleite que abrían una dimensión gozosa, el hipnótico olvido de sí mismos en un instante, muertos para renacer en la intimidad y empezar a conocerse de nuevo, una y otra vez cada noche.
Igriega salía morosamente del cuarto de baño hacia el dormitorio, envuelta en una exquisita combinación de perfumes. La luz, aún encendida tras ella, doraba los contornos elásticos de su cuerpo, imantado por el cuerpo yacente de él.
Y como si cada partícula del aire estuviera dulcemente acolchada, los movimientos de aproximación se sucedían al ralentí, con ebrio olvido de lo que vendría en el siguiente momento, cuando al pulsar el interruptor de la luz la habitación acogedora emprendería un ondear que se diría pautado por el vaivén de las caderas, arrojando sobre las estampas de las paredes un suave oleaje de sombras. ■ ■
9 febrero 2021 a las 9:02
[…] Microrrelatos publicados en la revista Clarín:https://revistaclarin.com/960/luis-perez-ortiz/ […]