Autor: 4 enero 2009

Santiago Beruete

ERATO, INSULA POETARIUM

… pero cuando el Estado toma a su cargo a los artistas, 
triunfa el mal gusto.

(Ernst Jünger)

Se ha escrito que los poetas son pésimos gobernantes. Tal vez como reacción a esta tesis, citada con frecuencia desde los tiempos de Platón, surgió entre los pensadores utópicos del Renacimiento la idea de que una república gobernada por poetas no solo sería más armoniosa sino también más justa. Siguiendo las enseñanzas de esta nueva filosofía, una caterva de versificadores y coplistas, capitaneados por Mario Aleixandre, protagonizó el primer y único intento que recuerda la historia de fundar una república de las letras. Esta ciudad, bautizada en honor de la musa de la poesía con el nombre de Erato, ocupaba una de las islas del lago Trasimeno.

Atraídos por la llamada del arte y la vida fácil, afluyeron desde todos los rincones de Europa buscavidas, cómicos de la legua y rimadores de mala muerte. Aunque las normas exigían que todos los habitantes de Erato fueran alumnos de las musas, la mayoría ignoraba tanto el arte métrica como el goce de los versos. A cada día que pasaba, era más difícil encontrar un verdadero poeta entre aquella turba de impostores y oportunistas.

En medio de tanta decadencia no parece extraño que surgiera un reformador de las costumbres. Su nombre era Lucio Alberti, y sin ser lo que se dice un Dante, por lo menos tenía una indiscutible facilidad para improvisar sermones rimados. Los ripios salían de su boca con una soltura que fascinaba a unos y despertaba las iras de otros. Durante una de sus periódicas filípicas advirtió a los ciudadanos de Erato de que, si no ponían fin a sus conductas desenfrenadas y al uso cada vez más extendido de la prosa en las conversaciones, caería sobre la población un castigo ejemplar. En el calor de su inflamada perorata llegó a comparar a Erato con Babel. A falta de una palabra mejor que rimara con la ciudad bíblica, Lucio Alberti remató el último verso pronunciando el nombre de «Luzbel», cosa que fue interpretada por muchos como un mal augurio.

No se había apagado todavía el eco de sus palabras cuando la ciudad padeció el azote de varias plagas. Primero llovieron lenguas de fuego; luego un estremecimiento sacudió la tierra; y, por último, el nivel de las aguas subió hasta anegar los campos de cultivo y las casas. Todo ocurrió tan deprisa que muchos ciudadanos no tuvieron tiempo de salvar sus bienes y algunos incluso perdieron la vida.

En menos de una semana Erato quedó sumergida y con ella el prestigio como gobernantes de los poetas. Durante el siglo xviii todavía se podían ver alzándose por encima de la superficie del lago las campanas y torres de la que antaño había sido una floreciente república. La historia de esa isla, que llegó a ser famosa por el número de sus poetas y la disipación de sus costumbres, está todavía por contar.

BREVE HISTORIA 
DE LA MICROGRAFÍA

Hay que dejar una distancia de dos dedos entre el cuerpo y la mesa; porque no solo se escribe con más rapidez, sino que nada hay más perjudicial para la salud que contraer el hábito de apoyar el estómago contra la mesa; la parte del brazo izquierdo desde el codo hasta la mano, debe estar colocada sobre la mesa. El brazo derecho debe estar alejado del cuerpo unos tres dedos, y sobresalir casi cinco dedos de la mesa, sobre la cual debe apoyarse ligeramente. El maestro hará conocer a los escolares la postura que deben adoptar para escribir y la corregirá, ya sea por señas o de otro modo, cuando se aparten de ella.

(J. B. de la Salle)

Hoy en día resulta muy difícil comprender por qué artistas de todas las civilizaciones se afanaron en copiar mensajes de una considerable extensión sobre la superficie de objetos a cada cual más pequeño y variopinto. Es sabido, por ejemplo, que el imán fatimita Kalid ibn Yazid transcribió en caracteres cúficos el texto íntegro del Corán, un total de 77 934 palabras, sobre la cáscara de un huevo. Con no menos paciente devoción Jacob ben Asher, rabino y eminente cabalista, escribió en los cantos del rollo de la Tora los cien nombres de Dios, en uno empezando por Elohin y acabando por Yahvé y en el otro a la inversa. Su pericia solo es comparable a la del monje copto Basilio Sixto, de quien se cuenta que, llevado por el deseo de ocultar sus creencias, reprodujo el libro de la Sabiduría sobre una medalla que llevaba permanentemente colgada al cuello.

Solo los calígrafos del Lejano Oriente han podido superar estas proezas. Uno de sus más destacados representantes es Chian Li Zung, quien, con la meticulosa perfección que distingue a los artesanos chinos, pictografió en un grano de arroz las máximas de Confucio. Aunque de otra manera, son igualmente dignos de admiración los monjes tibetanos que consagraron su tiempo y su talento a cincelar plegarias e invocaciones de muchos cientos de palabras en los badajos de las campanillas que colgaban a la entrada de sus templos. Casi más sorprendente resulta la maestría del escribano indio Rama Narayan, justamente célebre por esculpir el extenso poema del Gilmadesh en un colmillo de elefante.

Pero ningún país del Oriente Asiático ha cultivado con mayor esmero el arte de la escritura que Japón. Baste recordar que, obedeciendo las órdenes del emperador, un mañoso artesano grabó más de cien haikus sobre una horquilla destinada al tocado de una geisha. No por más conocida es menos digna de mención la historia del samurai que ordenó cincelar sobre la hoja de la espada con que pensaba darse muerte, cumpliendo el rito del harakiri, el relato pormenorizado de sus campañas militares, partidas de caza y lances amorosos.

En época ya más reciente, el zar Iván Alejandro de Bulgaria se enorgullecía de poseer entre sus pertenencias una barba de ballena donde podían leerse los cuatro evangelios escritos en alfabeto cirílico. No era ajeno a esa afición a las miniaturas el corsario inglés Francis Drake, del que la leyenda cuenta que llevaba cosido al puño de su camisa un botón, donde había mandado grabar el mapa de su fabuloso tesoro, así como una relación detallada de su contenido.

Tanto o más excéntrica resulta la historia del carmelita sevillano, Diego Villarroel, quien, con motivo de la coronación de Felipe II, obsequió al piadoso monarca con un alfiler sobre cuya cabeza había copiado, o eso decía, el Credo en todas las lenguas conocidas. Durante siglos se guardó ese humilde objeto en las arcas reales como si de un precioso tesoro se tratase, hasta que en fechas recientes los sofisticados medios de observación microscópica han permitido desvelar el fraude y descubrir que fray Diego Villarroel, nombrado a título honorífico caballero de la Orden de Calatrava, era un completo bergante.

Merced al avance de la electrónica, así como al perfeccionamiento de las técnicas de escritura por láser, el milenario arte de la micrografía está alcanzando en nuestros días un grado de desarrollo que hasta hace poco no podíamos ni soñar. Si hemos de creer a los expertos, muy pronto estaremos en condiciones no solo de leer el código genético sino también de grabar en el núcleo de las células instrucciones complejas. Por si esto no fuera ya bastante sorprendente, los investigadores del átomo fantasean con la idea de cifrar mensajes en esas partículas más pequeñas que los protones y neutrones llamadas quarks. A la luz de estos logros, no parece descabellado pensar que ciencias tan en auge como la biología molecular o la física cuántica, por no hablar de la genética o la neurofisiología, son dignas herederas de la mejor tradición micrográfica. ■ ■


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