Autor: 13 noviembre 2008

Fernando Sanmartín
Heridas causadas por tres rinocerontes
Xordica, Zaragoza, 2008

Miguel Mena
Piedad
Xordica, Zaragoza, 2008

Un niño enferma de repente, otro nace con el síndrome de Angelman. Sus padres están desprevenidos, no saben cómo comportarse ante el infortunio. Los dos son escritores. Han publicado relatos, novelas, poemarios, artículos. Saben utilizar las palabras para dar cuenta de la realidad y de la fantasía, del pasado y del presente, ahora no son capaces de reaccionar, la situación les sobrepasa. Mientras el reloj marca las horas y los días, mientras pierden el sueño y se desesperan, mientras su control sobre el lenguaje se va desvaneciendo poco a poco, descubren lo fácil que es perder la identidad, comenzar a ser una persona diferente, insegura. Joan Didion era una escritora intelectual —y fría— hasta que la desgracia la convirtió en otra cosa. «Te sientas a cenar, y la vida que conoces se acaba». Llegó a casa con su marido, después de una visita al hospital donde su hija estaba en coma, y de pronto él se desplomó. «No hagas eso», le dijo ella. Pero él no pudo contestar, había sufrido un ataque al corazón, repentino y severo, el último. Lo más doloroso, al recordarlo todo, fue la aparente naturalidad de cuanto había sucedido antes. «Te sientas a cenar, y la vida que conoces se acaba». Así es como suelen escenificarse las peores catástrofes, Hiroshima o el 11 de septiembre de 2001, a plena luz de un día radiante y en apariencia tranquilo. También es así como se acusan los golpes definitivos, esos que van acumulándose y que convierten a un hombre en un desecho, en un moribundo con apenas tiempo para expresar su última voluntad o para relatar lo que le ha pasado.

Fernando Sanmartín dice en la nota introductoria de Heridas causadas por tres rinocerontes que «hay libros que uno desearía no haber escrito nunca». Miguel Mena comienza Piedad recordando el momento en que descubrió que su hijo jamás podría hablar, porque «había planeado aprender con él los nombres de los árboles». Seguramente ambos se hicieron en sus inicios las mismas preguntas sobre la literatura. Seguramente se preguntaron cuáles eran los motivos que les empujaban a escribir. Seguramente dudaron, como cualquiera de nosotros, entre la felicidad, la desdicha, una predisposición natural, un tren al que no pudimos subirnos, la inquietud, el miedo… Cualquiera sabe. No resulta fácil descubrir qué nos convierte en poetas o en novelistas. Un día pensamos en aquellos días del pasado, cuando nos encerrábamos en nuestra habitación para estar a solas con nosotros mismos, sin necesidad de justificarnos ante nadie. Al día siguiente recordamos a un profesor que descubrió ciertas posibilidades en nuestros primeros versos, o a la mujer a quien enviamos la primera carta de amor. Es imposible llegar a una conclusión definitiva sobre las fuerzas que nos empujan a escribir, porque podríamos quedar atrapados entre las garras de un cliché. Preferimos seguir actuando a ciegas hasta que la verdadera revelación se presente por sí sola. Y la enfermedad es reveladora, tanto como para convertir en escritores a personas que nunca se habían planteado serlo. Cuando se presenta, uno puede usar frases y párrafos como forma de defensa, puede jactarse de haberla vencido si lo consigue, puede incluso informar para que luego otros estén preparados. Fernando Sanmartín y Miguel Mena no hacen nada de eso, aunque los dos hayan esperado un tiempo prudencial para dejarse oír, después de que el hijo del primero se pusiera a salvo y el del segundo hubiera crecido lo suficiente para dejar claro que seguiría enfermo de por vida. Sus libros buscan sentido en el sinsentido, quieren organizar el desorden de sus sentimientos, sacar de la deriva a quienes viven amenazados. En sus páginas, uno percibe cierta indecisión. De ahí que resulte difícil describir Heridas causadas por tres rinocerontes y Piedad, someterlos a las leyes de un solo género. Tampoco obedecen a una cronología clara, ni se centran únicamente en la enfermedad. Mezclan datos personales, crónicas periodísticas, meditaciones, versos, letras musicales o frases de películas, cada uno a su manera. Sus formas sufren alteraciones como las de un cuerpo enfermo al que es preciso medicar. La medicina de Fernando Sanmartín es la de un poeta, una prosa rítmica y minuciosa, de frases breves, sin grasa; la de Miguel Mena es la de un narrador, jadeante, enroscada a veces. Uno desnuda y el otro da forma; uno susurra y el otro declama; uno concentra y el otro expande. En uno se percibe cierta paz y en otro no; en uno el cuento ha llegado a su conclusión y en otro continúa; en uno notamos intimidad y en otro fluidez comunicativa. Fernando organiza exposiciones y Miguel es locutor de radio. Viven en Zaragoza. Son amigos.

Hallamos reflejos de un paciente debatiéndose entre la vida y la muerte en un alpinista al que se da por perdido durante una ascensión, en un mendigo sin miedo porque no tiene nada que perder, en la impecable presencia que deja un actor en la pantalla aun después de morir, o en un chino que llora tras ser atracado en una estación de autobuses. Con estos personajes, Fernando Sanmartín pretende encontrarse a sí mismo, encontrar a su hijo, encontrar un rumbo para sus palabras. Miguel Mena, por su parte, convoca a futbolistas prometedores a quienes golpea una lesión, a víctimas de ETA, a lectores que se quedan ciegos, a los magos que en el pasado le hicieron creer cosas que no llegaron a suceder, o utiliza fotografías de indicadores de carretera y rótulos de calles. Quiere establecer una genealogía de la desgracia, dibujar el paisaje emocional de quienes se educaron en medio de ilusiones perdidas a lo largo de los ochenta y los noventa, proporcionar una orientación por mucho que no lleve a ninguna parte. Heridas causadas por tres rinocerontes narra las tribulaciones del yo ante la desgracia del otro y Piedad describe los cataclismos del pasado para atenuar la inestabilidad del presente. De la introspección emocional pasamos a la necesidad de hablar en voz alta.

Poco antes de su muerte, Marguerite Duras aseguraba que «escribir durante toda la vida, enseña a escribir pero no salva de nada». Mucha gente cree que los libros pueden cambiar su suerte, otra aguarda un cambio que le permita dedicarse a la literatura. Paul Auster vivió miserablemente después de divorciarse de su primera mujer, porque por aquel entonces necesitaba dinero y tiempo para cuidar de su hijo, la posibilidad de dedicarse en cuerpo y alma a la escritura le parecía demasiado remota. Solo a la muerte de su padre, cuando de pronto heredó una pequeña cantidad de dinero, pudo entregar la suficiente energía a su obra. Ni Fernando Sanmartín ni Miguel Mena son herederos de bienes materiales, ni siquiera de una experiencia ajena, sus libros presentan la enfermedad y al enfermo como excusas para hablar de sus sentimientos, de su confusión, de sus esfuerzos. Narran luchas titánicas que solo ellos parecen librar. Evitan nombrar a sus mujeres o lo hacen sin aclararnos quiénes son. «Hablaremos de eso ahora. Pero nunca más volveremos a hacerlo», se dice en Heridas causadas por tres rinocerontes. «Qué raro se hace tener un hijo prácticamente mudo cuando te ganas la vida hablando, un hijo condenado a ser analfabeto cuando llenas tu tiempo escribiendo, un hijo con poco equilibrio cuando tu afición es montar en bicicleta», se dice en Piedad. Los dos libros nos confunden y nos impresionan, están atravesados por voces inmersas en un soliloquio. Su ensimismamiento invita a sentir, no tanto a pensar. De algún modo, dan la sensación de ser libros que se recrean en la enfermedad sin realmente buscar una salida. Uno puede acaba pensando que sus autores siguen, hasta cierto punto, enfermos ellos mismos. Joan Didion los habría entendido a la perfección. Según dice en El año del pensamiento mágico, «las personas que acaban de perder a alguien (o que se enfrentan a la enfermedad de un ser muy querido) tienen una mirada que quizá solo reconozcan los que la han visto en su propio rostro; yo la he visto en mí y ahora la veo en otros. Es una mirada de extrema vulnerabilidad, desnudez y sinceridad». Nadie podría negar que el dolor es un lugar desconocido, adonde Fernando Sanmartín y Miguel Mena han sabido adentrarnos aunque no hayan conseguido sacarnos de él.
Hilario J. Rodríguez


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