Autor: 13 junio 2008

Rosalba Campra

Rosalba Campra nació en Córdoba, Argentina. Siguió estudios universitarios en Córdoba, Nancy, París y Roma. Es catedrática de Literatura Hispanoamericana en la Universidad La Sapienza de Roma, ciudad donde reside actualmente. Ha publicado en revistas especializadas numerosos estudios dedicados a problemas de teoría literaria, con especial referencia a la literatura hispanoamericana de los siglos XIX y XX.

En el campo de la ficción ha publicado la novela Los años del arcángel (1998), los libros de relatos Formas de la memoria (1989), Herencias (2002) y Ciudades para errantes (relatos y poemas, 2007). Exposiciones de sus libros-objeto y otros trabajos en los que se superponen la escritura ficcional y la imagen se han realizado en Europa y América Latina. Los relatos que publicamos forman parte del libro inédito Ella contaba cuentos chinos.

PUERTAS (A Eric Meyer, que en su cumpleaños recibió de regalo un bi)

En los depósitos del museo hay enteras estanterías donde se van apilando los bi que los arqueólogos sacan a luz ni bien plantan una pala en el suelo y que no han merecido el honor de las vitrinas. A mí esos innumerables discos de jade con un orificio en el centro me desazonan. No por la cantidad, sino más bien por una cuestión de proporciones: el agujero es demasiado chico para que pasen los fantasmas. Pero los fantasmas se empeñan en probar —fantasmas de reyes, guerreros o damas de corte a quienes, supongo, correspondía la tumba—. En aquellos tiempos los adivinos aseguraban que bastaría atravesar esa puerta que es el orificio del bi para regresar. Las que me encantan son las grandes damas jugadoras de polo, con sus escotes deliciosos, trayendo de la brida sus caballos. Los fantasmas de los caballos son más indecisos, pero aunque se encabriten, esas manecitas imperiosas los obligan a intentar. No hay nada que me dé más pena, cuando me toca la vigilancia nocturna, que ver repetir sin resultado tanto esfuerzo, tantas contorsiones dolorosas. Hasta he pensado cambiar de trabajo, pero no me decido a hablar con el director. A una de esas damas la he reconocido porque en la sala dedicada a la dinastía Tang he visto su estatua de terracota, y espero que ella al menos, aunque sea sin caballo, consiga regresar. Yo lo conseguí.

CONSECUENCIAS

(A Antonio Scioscia Santoro, de quien aprendí nudos de marinería)

Todos los emperadores son crueles y, en consecuencia, olvidadizos. Este también lo era. En su descuido, a veces olvidaba que la humillación tal o la tortura cual ya la había practicado en esa misma persona. Esposas, concubinas, eunucos, cocineros, ministros, sin distinción.

Ahora bien, si la crueldad de un emperador es algo que está en el orden normal de los imperios, la reiteración desatinada también tiene su normal consecuencia: dieciséis entre esposas, concubinas y criadas deciden asesinarlo.

Qué cuidadosamente planeado está cada gesto. Nadie podrá asombrarse de que a esa hora de la noche las bellas, muy atentas, vayan rodeando al emperador que descansa en su lecho. Tú lo entretendrás con tus canciones. Tu le servirás el té. A tu cargo estarán los mimos atrevidos. En fin: quien le sujetará los brazos, quien le apretará un cojín sobre la cara, quien le pasará al cuello el grueso cordón de seda con un nudo corredizo.

Lástima que, entre las dieciséis, la encargada del nudo justiciero no haya sido capaz de interpretarlo con la pericia que se da por sentada no sólo en un ínfimo verdugo, sino en todas las mujeres, ya que más tarde o más temprano les tocará ahorcarse. Lo que le salió fue un Nudo-de-aventura, de esos tan seguros que no hay manera ni de deshacerlos ni de ceñirlos.

A pesar de los tironeos, puntapiés, arañazos, puñaladas y almohadones, los gritos del emperador arreciaban. Los guardias, que se estaban demorando esperanzados en el éxito de la noble fechoría, no tuvieron más remedio que intervenir.

En la contienda, de todos modos, el emperador perdió un ojo, y como aparte de cruel era extremadamente vanidoso, nunca más pudo volver a presentarse en público.

A la que no había sabido hacer el nudo de horca le puso un maestro. Así fue como ella aprendió el Nudo-simple-con-engaño, el Apercibimiento-del-huidizo, el Doble-de-amor, el Fiel-en-el-tiempo. Todos los nudos: de uso, ornamentales y rituales. Cuando superó el último examen, ella misma fue la encargada de preparar las sogas con que se colgaron de las vigas sus quince cómplices. Ella en cambio, después que las descolgó una por una con sus propias manos, quedó libre.

Algunos dicen que tal actitud demuestra la escondida clemencia de ánimo del emperador. Otros, que se trató de agradecimiento por esa torpeza que le salvó la vida. Otros, quizá más certeramente, lo consideran un ejemplo exquisito de su crueldad. Qué mayor castigo, en efecto, que el peso de la culpa, que el recuerdo sin mengua de las quince compañeras muertas a causa de una ineficiencia frívola.

Día tras día, inmóvil, sentada en el último pabellón, ella miraba el muro más allá del estanque. No volvió a hablar con nadie.

Una tarde, cuando fueron a buscarla para encerrarla en el sótano como todas las veces a esa hora, había desaparecido. El emperador no se molestó en dragar el estanque. Lo que ha hecho es la natural consecuencia de su rebeldía, comentó, y dado que aspiraba a la fama de poeta, improvisó estos versos, que consideró los más adecuados para la ocasión entre los que le preparaban sus escribas:

Buena obra es

la del arrepentimiento

cuando la humilde carpa

encuentra su ganancia.

Los cortesanos festejaron concienzudamente.

Ella, lo que había hecho cuando nadie la vigilaba, era fijar una soga con un Nudo-de-contrabandista en la tapia que cerraba el jardín y escalarla, escapar razonablemente lejos e instalarse, bajo otro nombre, en otra corte, donde vivió con holgura largos años del arte que había aprendido.

CUENTO DEL INTRUSO EN LA CIUDAD PROHIBIDA

(A Daniele Ligas, por toda la literatura)

Es de noche en invierno. Una nieve fina desdibuja hasta el aire.

En primer plano, un guardia bosteza.

A la izquierda se va empequeñeciendo una sombra esmirriada que camina hacia el fondo. Lleva una linterna.

No se oye ningún ruido.

El guardia da vuelta la cabeza y ve la sombra alejarse por las terrazas de mármol rumbo al Pabellón de la la Armonía Suprema.

¿Desde hace cuánto tiempo no había visto un fantasma?

El Pabellón es sólo un bloque más sólido flotando en el aire blanco.

El vuelve a entredormirse.

Nadie que no fuera un fantasma osaría entrar a la Ciudad Prohibida, menos aún a ese Pabellón, que es donde el emperador declara el solsticio de invierno, nombra a los vencedores de los concursos y cada diez años celebra su cumpleaños.

Ese es el centro del mundo.

Por otra parte, ¿quién sería el hombre capaz de franquear los muros altísimos, el foso, la mirada sin tregua de los centinelas? Vemos estas imágenes disolverse en secuencia.

Uno de los compañeros de vigilancia despierta al primer guardia.

—He visto una luz en el Pabellón de la Armonía Suprema, cuchichea.

—Ya lo sé. Es un fantasma, contesta el guardia.

Se miran, y los dos vuelven la espalda al Pabellón. Esa mirada da a entender que saben que los fantasmas no aprecian la curiosidad ajena.

Mientras tanto, el hombre que se ha atrevido a escalar los muros, vadear el foso, sostener el escudriñamiento de los centinelas, ha llegado al Pabellón de la Armonía Suprema, y apaga su linterna. No le hace falta ya: ha encendido todas las luces.

Ahora vemos su silueta recortarse contra una ventana iluminada. Se está desvistiendo. Dobla su traje y lo coloca cuidadosamente sobre el trono. Tiene un gesto como sacudiendo una mota de polvo. Encima de todo ha apoyado un puñal.

Y empieza su danza.

Silencio total, como al principio. El segundo guardia se despierta, se inmoviliza por un instante, cierra de nuevo los ojos y con la cabeza sigue un ritmo. No se da vuelta.

El hombre desnudo dentro del pabellón danza, dibujando el movimiento de las estrellas, la abundancia de las cosechas, los incendios y las invasiones. Eso se traduce como ramalazos de color en la blancura del aire quieto.

No lo verá nadie.

Si lo hubieran visto, lo habrían apresado, lo habrían arrastrado ante el emperador, que no habría tenido más remedio que juzgarlo y para escarmiento condenarlo a muerte, llamar al verdugo y hacerlo decapitar, que fue lo que pasó en la realidad, pero no en este cuento, que termina aquí, antes de que los guardias dejen de creer en los fantasmas.

apsaras

(A Rita Di Francesco, en su versión monja pintora tibetana)

Este es un cuento de amor. Porque cuando después de tantos años se encendió una luz y él entró y ella vio su sonrisa, se enamoró irremisiblemente. Es así con el amor, una oleada sin explicación. O tal vez la explicación residía en esa sonrisa. A menos que residiera en la luz.

El paseó su linterna por la pared hasta encontrarla, y ella pensó que la sonrisa y la luz le estaban dedicadas, y lo siguió pensando aun cuando él le dio la espalda. Porque cada vez que le daba la espalda era para hablar de ella a los que lo seguían, y volvía la cabeza, y la miraba, y sonreía de nuevo.

Pobre apsara.

Habría querido devolverle la sonrisa, pero quien la había pintado en el techo la pintó más bien ceñuda. En ese mismo techo hay muchas apsaras más, y todas ellas sonríen. Salvo en la sonrisa, se le parecen. Es algo especial, sin embargo, lo que la hace diferente, más secreto que un encresparse de los labios. A causa de ese algo, cuando él tiene que explicar a los visitantes el significado de esas sinuosas doncellas volantes desprovistas de alas que los adeptos del Budismo desparramaron en las grutas de las montañas a lo largo de la Ruta de la Seda, la elige a ella como ejemplo.

Lo que la hace diferente es que su pintor, al mismo tiempo que iba pintándola infinitamente desnuda y columpiándose para siempre entre lazos serpenteantes sobre un cielo de púrpura, se fue enamorando de ella. No es la primera vez en la historia que sucede esa clase de estropicios. Ya dije que éste es un cuento de amor.

De amor desdichado. Como sucede con cualquier imagen, a medida que él iba trazando sus contornos, a ella se le despertaba lo que en las imágenes ocupa el lugar del alma, hasta completarla. Pero él no sabía que, además de ceñuda, la había pintado indiferente. En delinearla tardó muchos días, mientras que para las otras con un trazo le bastaba. En un pintor de mano tan certera, esa demora en darle forma representaba, obviamente, un acto de amor. Como eran un acto de amor los regresos, que de todos modos se fueron espaciando a medida que pasaban los años y él envejecía. Al fin murió, y ella ni se dio cuenta, ni se acordó nunca de él, ni de la caricia de sus pinceles.

Pobre pintor.

Había usado tan buenos pigmentos que a pesar de los siglos su apsara seguía danzando entera en la oscuridad de la gruta. En otras paredes, por avaricia de los donantes o estafa del artista que embolsó la diferencia de precio sobre sus pésimos colores, apsaras más bellas y sensitivas se descascararon sin remedio, y no merecieron la atención de los restauradores.

Los visitantes que empezaron a llegar no son reverentes como los de otros tiempos, sino gente ruidosa que habla lenguas que ella no entiende. Pero no importa. Cada vez que el guía la recorre con una vara de luz, el cuerpo delicioso recostado entre los lazos de colores en perpetuo movimiento se estremece. Es como si la dibujaran por primera vez.

El guía, que pertenece a una de las etnias del Sur, sabe lo atractivo que es, y acostumbra seducir a las turistas con su sonrisa de tigre. Pero esta vez sabe que no volverá a ver a esa mujer adusta que ha escuchado sus explicaciones mirándolo a los ojos en vez de mirar las pinturas espléndidas de la gruta número 43. No ha dicho nada, no ha hecho preguntas. Sólo, antes de irse, lo ha saludado con un gesto que él no es capaz de interpretar. Después se ha alejado unos pasos, se ha dado vuelta, y antes de subir a su ómnibus le ha sacado una foto. Él se ha tocado la cara como si hubiera sufrido una quemadura. Sabe que no podrá olvidarla, sabe que no volverá a usar nunca más su sonrisa.

Pobre guía.

Aquí debería seguir la historia de esa mujer silenciosa, tan bella y extranjera. Pero pensándolo con más detenimiento, me he dado cuenta de que este no es un cuento de amor, así que no hace falta.

EL PLACER

(A R. H. van Gulik, en agradecimiento a su erudición)

El hombre de quien trata este cuento era inmensamente rico. Disponía por lo tanto de una casa con una desmedida cantidad de habitaciones, patios interiores, jardines, sótanos, torres de castigo, etcétera. Por la misma razón disponía, además de la esposa principal y de todas las esposas secundarias correspondientes a su jerarquía, de las concubinas reglamentarias reclutadas entre las vírgenes más prometedoras de la provincia y, por supuesto, de las criadas que cada una de ellas tenía a su servicio. Todas, obviamente, instruidas con minuciosidad en el Arte de la alcoba, en el que, como se debe, también él era ducho, cosa que no dejaba de ponerse en evidencia cada vez que las atendía teniendo en cuenta el orden y asiduidad que la categoría de cada una de ellas implicaba.

Cuando alguna pausa lo hacía posible, visitaba un selecto prostíbulo donde, en compañía de cortesanas especialmente adiestradas, desentendiéndose de los sempiternos placeres a los que lo destinaba su condición de amo y señor de tanta esposa, concubina y adláteres, todas con el mismo derecho a satisfacción independientemente del rango, podía por fin entregarse sin inhibiciones al Arte de la conversación, la música y la poesía. ■ ■


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