José Ángel Gayol
Al margen de cualquier consideración pesimista, lo cierto es que a los anaqueles de bibliotecas y librerías siguen llegando volúmenes de cuentos en forma de antologías, de textos independientes, en los géneros más variados, sin medida de cantidad o calidad. Para un género, el del cuento, aparentemente en receso, cada año se editan nuevas obras, a menudo de gran valía y poca difusión, que sirven de espejos a una realidad literaria inagotable. El cuento se cultiva como un minifundio rodeado de los latifundios extensísimos de la novela y, a pesar de ello, encuentra sus lectores, que acuden como arqueólogos a la caza de las muchas joyas que nos regalan autores jóvenes o ya consagrados.
Si Emily Dickinson definió la poesía como la casa de la posibilidad, los narradores de relatos hace tiempo que han dinamitado las posibilidades del cuento. Tomemos tres ejemplos al azar: El fumador pasivo (Xordica, Zaragoza, 2005), de Daniel Gascón; la antología de narradores hispanos que prepara Paquita Suárez Coalla con el título de Aquí me toco escribir (Trabe, Oviedo, 2006) y el volumen colectivo Secretos del futuro (Ed. Sed de belleza, Santa Clara, Cuba, 2005), que nos ofrece un recorrido a la cuentística de fantasía y ciencia ficción que se está haciendo en Cuba.
Aparentemente nada tienen que ver estos tres libros entre sí, salvo que pertenecen al género del relato corto y están escritos en castellano. Pero encontramos, sin embargo, una corriente subterránea que los conecta con hilos finos, pero fuertes. Escribió Chesterton que “los narradores no existen únicamente para contarnos cuentos; los cuentos existen para decirnos algo de los narradores”. Estos libros nos hablan, sobre todo, de sus autores. El ejemplo más claro lo constituye Daniel Gascón, con una prosa eminentemente autobiográfica, que relata su vida con el distanciamiento que proporciona la hoja en blanco. Los autores de Aquí me tocó vivir también utilizan el papel para distanciarse de sí mismos y contarnos su vida con intermediarios imaginarios como son los personajes, aunque en ciertos casos tenemos ejemplos de esa querencia de algunos escritores por el género diarístico, o cuando menos, por la narración novelada de sus propias vidas. Y termino con Secretos del futuro, porque es el ejemplo de la posibilidad cuentística más alejada del autor, quien ya no sólo no es uno de sus personajes, sino que retrata mundos imposibles, o no conocidos, y presenta un aspecto de lo que le rodea de manera deformada, lo que en el fondo sirve para indicar más a las claras sus obsesiones y recelos. Y también en esos casos, el cuento habla del narrador.
Por el contrario, como se apuntó, la prosa de Daniel Gascón es esencialmente autobiográfica. A lo largo de cinco cuentos utiliza un mismo personaje, alter ego del autor, para tocar diversos aspectos de su vida. Cada cuento es un instrumento que ayuda a la formación de una música coral que tiene mucho de misterio inacabado. “La generación perdida” nos remite a aquella “Generación quemada” de David Foster Wallace, nos habla de la juventud actual, con los pensamientos y los sentimientos embotados por una modernidad acosadora y agresiva, que tiene en la publicidad, el cine y la televisión los vehículos perfectos para hipnotizar la conciencia colectiva de los jóvenes. En este sentido, Daniel Gascón sigue la estela de la última narrativa norteamericana cuyos representantes más señalados aparecían en la antología preparada por Zadie Smith, que publicó Siruela bajo el lema del cuento ya citado: Generación quemada. Este volumen, que incluye a Eugenides, Lethem, Eggers, Bradford o Saunders, por citar sólo algunos, tiene como temas fundamentales la publicidad y la muerte. El parecido con el cuento de Daniel Gascón es evidente, pues ambas generaciones de jóvenes, a cada lado del Atlántico, parecen descubrir idéntica destrucción de la conciencia.
Los personajes de Daniel Gascón navegan entre amigos y familiares como barcos a la deriva que buscan un puerto donde detenerse. La principal enfermedad que padecen es su abulia ante los acontecimientos. El Jorge de Daniel Gascón es un fumador pasivo, un protagonista principal con pintas de personaje secundario. Deslumbrado por la arrolladora personalidad del profesor Cayarga, cree encontrar el faro que le guíe en medio de vaivenes incontrolables, hacia un destino cierto donde las clases no sean “un cementerio de elefantes”, donde el aprendizaje sea algo más que instrucciones escolares y se convierta en un código de vida. Escribe Daniel Gascón: “De todas maneras, leer textos teóricos me parecía un poco aburrido. Normalmente estaban muy mal escritos. A veces quería impresionar a alguna chica con mis conocimientos de Freud y Lacan, pero nunca me acordaba de los argumentos y la chica me miraba como a un gilipollas”. En tan pocas líneas Daniel Gascón resume la idiosincrasia de sus relatos: la pasividad, la desorientación, las chicas como personajes ineludibles, el sentimiento de estar haciendo las cosas de manera errónea.
En “Mudanza”, el tío David es el héroe mitificado. De nuevo, Jorge-Daniel se convierte en un secundario ilustre, un espía de las actuaciones ajenas, de historias familiares en las que busca un sentido a lo que hace, a lo que escribe, a lo que siente…
“Los extranjeros” sirve para describir las vivencias en un país extraño, en el que quizás sea el mejor corte del libro. Un estudiante erasmus visita el Norwich de W. G. Sebald, y la figura del escritor se alarga para ser el catalizador que en los anteriores relatos eran Cayarga o el tío David. Pero sobre todo, aquí se habla de amistad y de búsqueda del amor: esa ansiedad que provoca la necesidad de mirar a cada mujer con el condicional de que sea la que estabas esperando. Un poco en esta línea camina también “Lara y las otras”. Daniel Gascón pertenece a una generación perdida, pero no es el único, y a los pintorescos personajes de “Los extranjeros” se añaden las mujeres de “Lara y las otras”, y todos ellos bailan una danza de desconcierto en un mundo sin sentido. Marina, Julia, Lara, mujeres que tienen su significación especial como objetos y sujetos de deseo, mujeres que caminan por la historia de Daniel Gascón con paso firme, dirigiendo y conduciendo a ese fumador pasivo de su propia vida.
Daniel Gascón termina por volver al origen en “El abuelo”, el más intimista de los cuentos, el que cierra el círculo en una búsqueda de la razón de las cosas. El fumador pasivo es un libro de cuentos que se lee como una novela, de un tirón, sin más sobresaltos que el desasosiego que crece hasta la última página y la última línea, que se abre como una ventana al futuro: “En la calle ya no soplaba el viento. Estaba llegando la primavera”.
El adverbio de lugar en Aquí me tocó escribir se refiere a Nueva York, la urbe por excelencia, la ciudad que lo contiene todo. Paquita Suárez Coalla nos ofrece una selección muy interesante de lo que están haciendo los escritores latinos (españoles e hispanoamericanos) que viven en Nueva York. En el criterio de la selección se ha buscado, como señala Paquita Suárez Coalla, un equilibrio entre hombres y mujeres, aunque al final haya más mujeres, y entre una literatura lesbiana y gay y la que tradicionalmente se viene considerando “universal”. Dos criterios tan válidos como otros cualesquiera, y ello por la arbitrariedad en que incurre, de mano, cualquier antólogo.
Lo importante es que los relatos tengan calidad, y ese debe ser el criterio principal; al final toda la literatura es universal si es buena. Y da igual la forma que adopte el relato: en unos casos un diario, un hiperbreve, un fragmento de novela con autonomía propia… Las posibilidades del cuento son infinitas.
Así, merecen especial atención los fragmentos del diario de Hilario Barrero, quien nos da la clave para seguir los pasos de sus recuerdos, personales y literarios, sobre la vida y la muerte, la amistad, la soledad, el cine, los grandes temas de la literatura, y por supuesto un rincón para la poesía. Tiene la prosa de Hilario Barrero el carácter de la sinceridad, las palabras verdaderas bien escritas.
También traslucen verdad los pequeños relatos de Alfredo Villanueva Collado: siete cortes breves de un diario íntimo que el escritor escribe para ordenarse a sí mismo. La ternura, la noción de culpa expiada por el placer y la confrontación de su mundo gay con el “normal” (léase muy entrecomillado) son los temas de unos relatos magníficos precisamente por lo verdadero de los sentimientos que transmiten. El protagonista es el autor, pero los padres, los novios o las relaciones esporádicas también ocupan un lugar decisivo.
Uno de los relatos más emotivos es “La visita”, de Eduardo Marceles. Las dictaduras hispanoamericanas han sido excusa literaria para muchos autores a este y al otro lado del Atlántico, y Eduardo Marceles cuenta en este relato una historia real que estremece por su dureza: el destino de los desaparecidos como realidad familiar imposible de asumir, especialmente para una madre, que continuamente está esperando el regreso del hijo.
Es difícil hallar un nexo de unión entre todos los autores de esta antología. Aunque Nueva York se hace muy presente en todos ellos, es el recuerdo el universo que prefieren habitar: desde Chiqui Vicioso y su historia de tristeza y malentendidos de “Nuyor / Islas” hasta Margarita Drago y sus recuerdos carcelarios. Sólo Marithelma Costa se aparta del seguir general y nos adelanta en “Congreso Universal de Dioses” un fragmento de su novela Era el fin del mundo, en el que de manera desopilante narra un peculiar conciliábulo de dioses de todas las épocas y lugares para enmendar el destino del hombre.
Además de escribir el prólogo, la propia antologadora participa con una serie de textos breves que tienen en la memoria su principal argumento. Los recuerdos en la Asturias natal de la autora transitan por un camino de mujeres del campo, rudas y sinceras, de palabras rectas, y mirada grave. Las mujeres que rodearon a la niña escritora configuraron lo que luego sería su personalidad y, en los años de la infancia, Paquita Suárez Coalla encuentra el puerto al que regresar con el papel como navío, la literatura como vehículo. Y también como vehículo la encontramos en el cuento de Alejandro Aragón, “En los zapatos de Lezama”, donde un poeta sin poesía calza los zapatos de José Lezama Lima en busca de la definitiva inspiración, sin demasiado éxito, para concluir que la inspiración se hallaba en la fuente clásica de la Poesía: el mito de la mujer deseada.
Quizás el relato más trasgresor del volumen sea el de Ángel Lozada, “Fragmentos de la foto-novela no quiero quedarme sola y vacía”. A medio camino entre el estilo posmodernista (de nuevo, David Foster Wallace), con acusados rasgos experimentales (mayúsculas, lenguaje informático, fotografías del rostro del autor en el momento del orgasmo, utilización del spanglish) y una trama huera, de rudeza verbal al estilo de Dennis Cooper, sin concesiones al lector ni paños calientes. Ángel Lozada no se molesta en disimular ni la homosexualidad como objeto de estudio ni la desesperanza hacia una sociedad moralmente conservadora. Nueva York es el escenario y punto de encuentro de sombras que caminan entre las sábanas y la noche del protagonista, por apartamentos y suburbios (en el sentido anglosajón) donde los lamentos terminan en la lástima por uno mismo.
Los autores de la antología Aquí me tocó escribir procuran retratar sus realidades a través de un lenguaje íntimo (en la mayor parte de los casos de corte lírico en las formas) y en busca de las claves que sirvan para entender su vida y la de aquellos que les rodean. Parece universal esa concepción de la literatura como el camino para entenderse: esa era la intención de Daniel Gascón en su “fumador pasivo”, esa es la búsqueda de Chiqui Vicioso, Hilario Barrero y los demás de Aquí me tocó escribir, y esa es, al cabo, la pretensión de los cuentistas de Secretos del futuro.
Suele ser la ciencia ficción un subgénero de la literatura que es tratado de modo acorde con el prefijo que lo precede. Parece que la crítica “seria” renuncia a citar como obras importantes novelas y libros de cuentos que se salgan de los estrechos vértices de la realidad. Sucede algo similar con la novela negra, que ha necesitado ímprobos esfuerzos y autores de la talla de Dashiell Hammet, Raymond Chandler, Patricia Highsmith y tantos otros, para que se le reconozca su mérito. Lo cierto es que La guerra de las salamandras, de Karel Capek, 1984 de George Orwell, Soy leyenda de Richard Matheson o cualesquiera de las novelas de Saramago, constituyen referencias obligadas en la Literatura con mayúsculas, al tiempo que entran en el concepto de ciencia ficción en su sentido más amplio.
En Secreto del futuro se prescinde del “mainstream” o narrativa realista con elementos fantásticos, y donde el citado Saramago es el ejemplo más conspicuo, para presentar una selección de excelentes narradores cubanos de fantasía y ciencia ficción. Así, las corrientes son muy variadas: desde el ciberpunk (nunca muerto definitivamente) a la fantasía heroica con tintes humorísticos, pasando por el relato de corte gótico y los cuentos más clásicos de pura space-ópera o de ciencia ficción “hard”.
Afortunadamente, no es necesario participar de los conocimientos jeroglíficos del universo de la ciencia ficción para degustar los platos que nos sirve Secretos del futuro, pues los relatos son magníficos en unos casos y simplemente buenos en otros (que no es poco). El talento de estos escritores radica en que, en general, procuran no quedarse en personajes planos, sino que utilizan seres vivos literariamente para desnudar nuestra realidad, con absoluta verosimilitud. El mérito de la ciencia ficción reside ahí: en describir con palabras pequeñas paisajes imposibles. Y lo malo de cualquier género “popular” es la frecuencia con que autores mediocres se quedan en la palabra pequeña, lo que se traduce en pura simpleza.
No sucede esto con el relato de Anabel Enríquez Piñeiro, “Nada que declarar”, una tristísima fábula sobre la inmigración ilegal escrita en clave de space-ópera, y donde lo único que cambia es la patera marroquí por la nave interestelar. Pero ahí están las mafias, los miedos, los engaños, las esperanzas de una vida mejor. También en “Huéspedes del basurero” descendemos a las catacumbas de la sociedad posindustrial que estamos llamados a construir gracias a la despersonalización y la publicidad. Para Alberto Mesa Comendeiro una globalización demoledora hace de las personas puros deshechos emocionales. Desde que William Gibson inaugurara el ciberpunk con la excepcional novela Neuromante o el, aún mejor, relato “Johnny Nemonic”, esta corriente ha dado algunos de los más agradables frutos de la literatura de ciencia ficción. Y así, además del relato reseñado (“Huéspedes del basurero” de Alberto Mesa Comendeiro), nos encontramos en Secretos del futuro una valiosa selección de buenos ejemplos del ciberpunk como “Sobre la extraña muerte de Mateo Habba” (Fabricio González Neira), “Centinela” (Erick Jorge Mota Pérez) o “Karma” (Erkins Rumayor Freixas), los cuales demuestran que el ciberpunk sigue inspirando la creación de mundos altamente desarrollados, donde la ética y la moral aparecen subvertidas por la ley de la mentira, y las personas se convierten en seres deshumanizados a merced del monstruo tecnológico que han creado.
Especialmente interesante resulta “Centinela” de Erick Jorge Mota Pérez, que sigue una estela narrativa que recuerda al mejor Gibson, al fantástico Ambiente de Jack Womack o a la no menos genial La naranja mecánica de Anthony Burguess. En este relato un simple guardia de seguridad participa sin quererlo en una lucha entre dos clanes tecnológicos y militares, negándose a ser víctima colateral de un conflicto de intereses de poder. Se trata de un cuento muy bien llevado, sin atosigar con términos seudoinformáticos ni jergas urbanas que lastren la comprensión del texto, y dejando que sea el personaje quien nos vaya atrapando por la propia inercia de su narración.
Por supuesto, uno de los mejores relatos del libro es “Flux” de Vladimir Hernández. Este autor cubano cultiva una narrativa que bucea en las posibilidades de las relaciones intergalácticas a través del sexo como canal de conocimiento. Las vías de conocimiento en las relaciones intergalácticas no es un tema nuevo en la ciencia ficción; la saga de Pórtico de Frederik Pohl, sobresaliente ejemplo literario, se sitúa en esta corriente, pero también la magnífica La nave de un millón de años de Poul Anderson trata sobre el contacto con otras especies. El propio Vladimir Hernández toca las diferencias entre la especie humana y otra extraterrestre en “Emperatriz”, relato que me impresionó por la fina trabazón de su prosa, engarzando las frases para conformar el dédalo de la trama con una delicadeza casi invisible. El lector se ve arrastrado a la tensión del relato sin darse cuenta. Aunque en “Emperatriz” (publicada en España por la ya desaparecida revista Galaxia) el nexo entre las especies era la guerra, también representaba un papel esencial la existencia de clones híbridos como punto de unión entre pensamiento y conciencia, entendida como algo profundo. En “Flux” el sexo tiene un papel preponderante, auque no sea el protagonista, como bien se señala en la nota que acompaña al cuento.
Para terminar, el volumen se completa con pequeñas joyas como “Siridi, la de los ojos grises” de Michel Encinosa Fú, que remite a Fahr y el Ratonero Gris, personajes creados por Fritz Leiber, al Conan de Howard y a otros héroes de la fantasía heroica, aunque con marcado carácter ridiculizador. Y especial mención merece “El empalador” de Víctor Hugo Pérez Gallo, revisión del mito de Drácula o “Tarot” de Eliete Lorenzo Vila, moderno cuento de brujas. Ambos relatos juegan con las cartas de otros autores, juego metaliterario que adorna un atractivo Secretos del futuro, volumen que es un homenaje a los Philip K. Dick, Sturgeon, George R. R. Martin, Matheson y demás autores que viven en las orillas de la realidad para deleite de unos pocos.
Puede que los tres libros comentados parecieran tres objetos sin relación alguna, y sin embargo, a lo largo de estas páginas advertimos cómo la buena literatura puede adquirir las formas más diversas sin perder esa cualidad de espejo de la calle del Gato. No falta nada más, sino mirarse y no asustarse del reflejo que nos devuelva.