Autor: 27 noviembre 2006

Pilar Mañas: Cuevas
Renacimiento, Sevilla, 2006

La prosa de Pilar Mañas es una prosa precisa, sugerente, sedosa, una prosa que busca la veta poética que la realidad esconde y encuentra refugio en los huecos de ternura del alma humana. Mañas en sus novelas y relatos nos habla del mundo de las emociones y del deseo con su diferente medida del tiempo, nos habla de sueños, sentimientos y ternura (y del ruido que hacen cuando pasan), pero sobre todo nos habla de las cuevas de la memoria que no es otra cosa que la vida que importa acorralada por los canes del tiempo: todos tenemos un pasado heroico mientras tengamos memoria.

Recuerdo aquella tarde en que en una librería de la calle Tablas de Granada, hoy desaparecida, encontré un libro, El salario de seda, que me sedujo desde el arranque de su primer relato: “Dicen que la libertad dignifica, por eso ambicioné ser un hombre libre. Las querencias atan y traman un dormido destino. Los días de querencia van tejiendo una espesa tela de araña por la que se avanza en círculo pero de la que nunca se puede huir”. No conocía a su autora, Pilar Mañas, ni el mundo del que procedía, pero la lectura de aquel libro de relatos supuso el descubrimiento de un mundo familiar, lleno de magia y de sueños que se presenta y discurre con total naturalidad haciendo inquietante la prosa que lo envuelve y el libro que lo guarda. La poesía fluía por aquellos relatos que a veces se iban convirtiendo en poemas y otras desembocaban en ambientes con una luz calmosa, chejoviana, con un sabor primigenio sin dejar de ser actuales, contemporáneos.

Después vendría la novela Como ángeles de otros (2000), fascinante historia de varias generaciones de mujeres contada por la más joven, Celina, que nos habla de la vida cotidiana, de los silencios y la incomunicación de la familia, del deseo, la soledad y los sentimientos, desmenuzando sus estadios con minuciosa delicadeza y con insólitos momentos de poesía y verdad. El análisis de las emociones a las que pueden llevar un paisaje, una sencilla cocina o un simple olor, es de un detallismo nada usual en nuestra literatura y sí en la inglesa (H. James, V. Woolf): “Este ligero cuadro estaba siendo conducido en mí por una mano invisible y era mi propia emoción la que iba tomando cuerpo, despertándome una melancolía perfecta, mía propia, otra certeza esencialmente brotada de otros viejos olores o tal vez renacida de otras tardes de infancia cerca de la abuela Celina con un delantal blanco, sus ojos enrojecidos, las manos ásperas por el agua y el jabón, su despensa y sus cajas metálicas. Entonces mía esa emoción única, selectiva y propia: la cocina, esa cocina como espacio cerrado y abierto, respirada y andada, y allá, el campo abierto. Era caminar entre sueños por el amor de otras manos que nos llevan” (p. 148).

La piel del frío (2000) fue una sabia lección que pasó silenciosa y silenciada por librerías y crítica. Quisiera que la utilidad de esta crítica, si es que la crítica puede ser útil, residiera en llamar la atención sobre esta literatura, este modo de construir mundos, que corre el peligro de ser ignorado. En La piel del frío hay media docena de relatos inolvidables: “El beso”, que en su brevedad encierra una buena definición del deseo: “Sentiste brotar el deseo, un laberinto indomable e íntimo, un calor sudado que se queda helado en el globo de los ojos” (p. 28). “A Margarita le dan miedo las mariposas”, donde la simbología de las serpientes y de los colores, el sexo insinuado y la misteriosa fuerza de la pasión convierten este relato en una obra maestra. “Blusas de rayón”, donde la protagonista visita a su hermana, interna en una residencia de ancianos con la cabeza perdida. En un monólogo deslumbrante hace un repaso de la vida de ambas, un prodigio de síntesis, llegando a la conclusión de que el amor es solo fidelidad o una larga, feroz y simple costumbre. “El mercado”, “Palabras de amor”, “Niñas que vuelan” o “Dime tú qué es la historia”, sostienen también un mundo lleno de palabras verdaderas.

Cuevas, último libro de relatos de Pilar Mañas, se abre con una cita de Juan Boscán: “… y tiembla cada vez que entra en su cueva”, cita que utilizara en “Dime tú qué es la nostalgia”, último cuento de La piel del frío. Se trata del último verso del soneto cxi de Boscán “Soy como aquel que vive en el desierto”, que habla de los rigores de la soledad cuando la amistad nos abandona. El primer texto del libro explica el título: “Por las mañanas mi madre salía de casa hacia la parada del camión de los asentadores donde debía de facturar las cajas de champiñón que mi padre y ella habían cortado la tarde anterior. A mí me gustaba ir con mi madre a las cuevas de champiñón. Eran unas cuevas cavadas en el montaña o situadas en los sótanos de antiguos cuarteles o conventos que mis padres arrendaban para aquellos cultivos” (p. 11). Estas cuevas champiñoneras, reales y ciertas en la dura posguerra de Aranjuez (“Aranz” en la obra de P. Mañas) se convierten en este libro en aquellos lugares secretos donde se esconde el tiempo y la memoria. Son las cuevas del corazón, allí donde se guardan los tesoros de un tiempo que importaba.

Trece relatos de distinta factura y diferente tono integran el libro. Los cinco primeros tienen el mismo aire de época, época muy bien traída, mejor acotada y magníficamente recreada y resuelta. En todos ellos la figura de la madre es capital; si la historia no se desarrolla en torno a ella, sí al menos gira en su derredor. Resulta curioso comprobar cómo ya desde las primeras líneas surge con fuerza el recuerdo, la presencia o la voz de la madre: “Ahora que lo he visto casi todo… desearía volver a oír la voz grave y nítida de nuestra madre. Y ahora sé que aquella fue la única voz que me dio la medida exacta del puro silencio alegre en el que han de cumplirse algunos sueños” (“Cuevas”).

“Mi madre dice que el destino puede ser despiadado con los confiados por eso cuando cumplí catorce años me contó esta historia bajando al cementerio al que yo la acompañaba todos los años para limpiar de hierbas y abrojos la tumba de mi abuelo” (“Morir de amor”).

“En otoño, cuando iba a comenzar el curso en el instituto, mi madre me compraba una falda nueva en los almacenes Toledo. Desde pequeña me gustaba estrenar algo el primer día de clase” (“La bachiller”)…

El desvelo y la capacidad de renuncia de las madres arroparon los sueños y los días en blanco y negro de los niños de posguerra. Ellas, con su ternura y sus torpezas, fueron las artífices de que al menos una generación de españolitos no naufragara del todo. Pilar Mañas nunca las pinta sumisas y resignadas a su destino, sí orgullosas, enérgicas y con un punto de coquetería propia de quien se siente inmersa en un tiempo triste y gris, pero nunca resignándose a él. No es un mundo feminista el que dibuja la autora, sí es un mundo donde las protagonistas suelen ser mujeres que luchan denodadamente por la vida y defienden con dignidad los seis pies de tierra que les ha tocado en suerte. En esas batallas y en esas defensas destacan la maestría de Pilar para construir mundos y describir ambientes donde los pequeños, los mínimos detalles tiñen de candor esos espacios y llenan de dignidad esas vidas: “Inmediatamente comenzó a pasar las hiladas flojas. Cuando había comenzado se dio cuenta de que el hilo no destacaba lo suficiente sobre el satén granate y antes de enhebrar la aguja con hilo blanco, sin saber muy bien por qué le vino a las mientes el encaje de la combinación de Gloria Monforte y es que hay días en que a una le gustaría ver las cosas con colores o creerse que son de colores aunque el insistente blanco y negro dibuje con nitidez la escalera oscura de la casa o el portón pobre de la calle y por eso ella saldría a la mercería en busca del hilo color rosa chicle para hacer las hiladas flojas de los hilvanes” (de “Morir de amor”).

Las pequeñas escenas que integran estos relatos (los diminutos champiñones despuntando sobre los ordenados caballones cubiertos de estiércol, en “Cuevas”; los pañitos de croché que doña Carmen Gómez teje tirando con paciencia infinita del ovillo de perlé número ocho de color verde manzana, de “Belleza inútil”; o el puñado de caramelos Toffee que la niña Aurora Basaro nunca olvidará, en “Caramelos Toffee”) evidencian cómo Pilar Mañas privilegia la narración de historias cotidianas, historias que estando en el recuerdo y que tuvieran su ayer, ella deja en el papel para que tengan un futuro. La fuerza plástica de los ambientes y tipos humanos dotan estas páginas de una fuerza y belleza desusadas.

Si “La musa agraviada” puede ser una pequeña venganza de las mentiras o apariencias de los escritores (o de algún determinado escritor), “Todos los escritores mienten aunque nunca engañan” (p. 69), “Apuntes para sobrevivir a algunas cuevas” es, en cambio, una lúcida y serena reflexión sobre la experiencia del dolor y la soledad que se va tejiendo en su entorno, cuando te sabes en manos de la muerte y vuelves y tienes que aprender a vivir y a valorar los afectos y a dejar de lado cosas que creías importantes. Narrado en primera persona, es el relato más directo, valiente y arriesgado; la ternura, uno de los ingredientes más eficaces en el estilo de Pilar Mañas, atempera aquí los riscos de la cruda realidad.

En “Las afueras”, relato que cierra el libro, nos propone el contraste entre campo y ciudad, civilización y “barbarie”, dando, también aquí, un papel preponderante a la mujer, a esas sacrificadas madres de los pueblos rurales actuales sobre cuyas espaldas cae todo el peso de la casa y la educación de los hijos. Hay momentos de especial intensidad, como las páginas que dedica a la enfermedad y muerte de la madre de la protagonista en la casa del pueblo serrano, desde donde se cuenta la experiencia.

Después de seis años, Pilar Mañas nos ofrece en Cuevas la posibilidad de acceder de nuevo a ese mundo callado de la memoria donde siempre encontramos historias que importan y nos reflejan

José Luna Borge


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