Autor: 24 noviembre 2006

Fernando Aramburu: Los peces de la amargura
Tusquets, Barcelona, 2006

“Nacemos solos, sufrimos solos, morimos solos, por mucho amor y solidaridad que haya en el mundo”. Así, con estas palabras que escribe Miguel Torga en La creación del mundo, abre Fernando Aramburu, escritor vasco afincado en Alemania, No ser no duele, anterior libro de relatos, donde ya en uno de ellos, “Inauguración de la cuesta”, aunque de un modo quizá algo más sutil, menos descarnado, trataba el tema central de todos estos textos que hoy nos ocupan: el terrorismo vasco y sus devastadoras consecuencias, las víctimas, la injusticia que se cierne sobre los perdedores, la violencia callejera y la lucha armada. Todo ese dolor, visto desde los más variados ángulos, que, de un modo más o menos silencioso, según los casos, las situaciones, las familias implicadas, se extiende desde hace demasiados años por un país, el vasco, hermoso y algo contradictorio. Ahora dicen que las cosas pueden cambiar, y seguro que así será, pero esta historia aún no está escrita. Mejor esperar. Esperar confiando.

Hay en la literatura, como en la vida, historias que se entrecruzan con otras historias a causa del azar, de los hilos del azar, siempre tan caprichoso, siempre tan imprevisible, siempre tan determinante. Vidas cruzadas de uno u otro modo, como en las películas del mejor cine independiente (Robert Altman, González Iñárritu, Rodrigo García…). O como en la mayoría de las historias de Paul Auster, tan significativas en este sentido. O las que componen la última novela de Soledad Puértolas, Historia de un abrigo, por citar otro caso de magnífica literatura reciente. Aquí, el azar que une todas estas historias, todos estos relatos escritos con una concisión afilada, casi implacable, aparece así, bajo la forma del miedo, del horror, del terror, de sus (casi siempre) irreparables secuelas. Difícil tarea la de mezclar política (o una situación concreta con un marcado trasfondo político, como es este caso) y literatura: pocos escritores, incluso buenos escritores, salen indemnes del empeño, sin caer en el panfleto o en el tostón más soporífero. ¿Sale airoso Aramburu del intento? No solo sale airoso, sino que nos ofrece uno de sus mejores libros, uno de los mejores del año (pienso ahora que otro de los que componen esa lista, Mala gente que camina, de Benjamín Prado, también tiene un marcado fondo político), sin duda alguna. No hay rodeos, superfluos discursos, marchas atrás o caídas en espesas o reiterativas divagaciones: Aramburu va directo al grano. Aunque el grano, como en las mejores poesías, tenga escondido dentro un secreto o una bomba que estalla contra nuestras emociones, contra nuestras conciencias, con la misma precisión con la que se critica aquí a las otras bombas, las que aniquilan gentes inocentes, las que arrasan pueblos, las que matan o amputan cuerpos, sesgan futuros y esperanzas. Así, por ejemplo, los peces del título de los que se encarga el padre de una muchacha con la vida truncada a causa de un atentado sirven para reflejar la tristísima monotonía de un hombre que contempla, destrozado e impotente, el futuro cercenado de su hija. O cómo los pájaros que evoca la embarazada protagonista de “Lo mejor eran los pájaros” son una bella metáfora de una visión abierta y cosmopolita y muy lúcida, nada aldeana ni constreñida, del mundo, de la existencia: “A mí siempre me han gustado los pájaros. Quizá porque van y vienen a su antojo. No viven apegados a la tierra como la mayoría de la gente.

Un pájaro no es de aquí ni es de allá, sino de todos los lugares. Llega, se posa, se va”.Los peces de la amargura es un poderoso y unitario mosaico de gentes rotas —realmente destrozadas, en algunos casos— que han vivido y sufrido y ahora se encuentran en medio de la soledad, de la rabia o de la impotencia más absolutas. Y Aramburu, con un estilo directo, así nos lo muestra, así lo escribe. Quizá porque, como señala Luis Mateo Díez en su última novela, “la escritura es una norma de orden en el desorden, un hilo de lucidez en la oscuridad”.

Ovidio Parades


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