Autor: 22 noviembre 2006

Julio José Ordovás

¿Qué escribo?

Estoy sentado a los pies de la catedral de Friburgo. Son las 18.20 h. de una muy agradable tarde de septiembre. Suenan las campanas de la catedral. Deben de tocar a misa, sí, porque cuando enmudecen, a los pocos minutos, empieza a sonar el órgano, señal de que ya ha comenzado la ceremonia. Qué fúnebre solemnidad la del órgano. Latín y cirios.

Mañana a estas horas estaré volando de vuelta a España. Volar, volver, volver volando, volar volviendo: el aburrido estribillo de siempre. No quisiera abandonar la ciudad alemana sin antes escribir algo sobre ella. Pero ¿qué escribo? ¿Que Friburgo viene a ser algo así como un Oviedo germano o como un San Sebastián sin mar? ¿Escribo sobre sus pequeños canales y sus enormes cuervos y sus numerosas joyerías y sus incontables bicicletas? ¿Escribo sobre la placidez en la que parecen transcurrir las vidas de sus habitantes? ¿Escribo sobre la Selva Negra, sobre el cerco majestuoso que la envuelve y aísla y protege? No, no es eso lo que quiero escribir sobre Friburgo. Entonces, ¿qué quiero escribir?

Me rindo: no sé qué quiero escribir sobre Friburgo. Cierro el cuaderno que me he comprado unas horas antes y que acabo de estrenar, y enciendo un cigarrillo. Es hermosa esta plaza y es hermoso estar aquí sentado en una templada y luminosa tarde de septiembre, viendo pasar a la gente y oyéndola hablar sin entender ni una palabra de lo que dicen.

Pasan unos minutos, apuro el cigarrillo y, al ir a devolver el cuaderno al interior de la mochila, reparo en que la tengo llena de libros, libros escritos en español comprados en las librerías de viejo de Friburgo. Eureka. Ya sé qué voy a escribir.

Sorpresas te da la literatura

A pesar de ser una ciudad eminentemente universitaria, Friburgo no es un destino literario, como, sin salir de Alemania, lo pueden ser la goethiana Weimar o Marbach, la pequeña ciudad en la que nació Schiller y donde se encuentra el gran mausoleo de la literatura germana. Tampoco Friburgo es un destino turístico como lo puede ser su vecina Heidelberg. Pero sorpresas te da la literatura: dos escritores españoles, uno a finales del xviii y otro a finales del siglo xx, no solo estuvieron en Friburgo sino que escribieron sobre Friburgo.

El primero fue Leandro Fernández de Moratín. Lo cuenta en su Viaje de Italia. Venía, en silla de posta, de Offenburg, de Baden y de Kenzingen, echando pestes de la vil canalla de los postillones y de los guisos alemanes. Apenas pasó medio día en Friburgo, el 25 de septiembre de 1793 (llegó a las seis y se fue a las cinco), pero le bastó para trazar una notable descripción costumbrista, bien salpimentada de ironía, de la ciudad y sus gentes:

Es ciudad pequeña, situada al pie de unos montes, con hermosos campos de mucha amenidad, abundantes en frutas y mieses. Minas de hierro y plomo inmediatas; molinos y ferrerías; casas de campo muy pequeñas, sin la opulencia y lujo de las de Inglaterra y Francia, con mucho plantío de viñas en sus jardincillos, como en Burdeos. No hay en la ciudad edificio notable, si se exceptúa la iglesia mayor, obra gótica, con todos los ornatos y garambainas propias de este orden, y una infinidad de estatuas, todo por la parte de afuera, pues en lo interior es bastante sencilla: la torre es muy alta, con muchas labores caladas, que hacen muy buen efecto. Vi algunos conventos convertidos en cuarteles por las supresiones de Josef II; pero aún queda una cartuja, y en la ciudad, Franciscos y no sé qué otros. Los muertos no se entierran en las iglesias, sino en un cementerio distante de la población, y lo mismo se practica en varios lugares de este país. Las mujeres del campo gastan un traje particular: una gorreta redonda a modo de un gran solideo de seda, con un encaje de oro o plata, en los días recios, y sobre ella suelen ponerse su gran sombrero de paja, un jubón sin faldillas, que les llega a mitad de la espalda, quedando entre él y los guardapieses un espacio de cuatro a seis dedos, por donde se deja ver un ajustador interior de distinto color. Los guardapieses (si así pueden llamarse) son sumamente cortos y con muchos pliegues; llevan dos regularmente, el de debajo no les pasa de la rodilla, el de encima es poco más corto y de otro color, y sobre este se ponen un delantal, más corto todavía. Hay varias hosterías o fondas cerca de la ciudad, que se abren los domingos para el público; en ellas hay salas de baile, con su pequeña orquesta, juegos de bochas y billar, cerveza, vino, refrescos y comida. Aquí concurren hombres y mujeres de la mediana e ínfima clase, meriendan, beben, juegan y bailan. El baile es este: se dividen en parejas; el hombre abraza flojamente a la mujer, poniéndola las manos debajo de los sobacos, y ella las suyas en los brazos del hombre; se colocan alrededor de la sala, empieza la música, y empiezan a formar un círculo por ella, dando vueltas al mismo tiempo sobre su centro cada pareja; el compás es vivo, el baile largo, y la agitación que resulta de tantas vueltas es tal, que cuando lo dejan sudan a chorros. No advertí en esta danza otro primor sino el de que no se despachurran los pies unos a otros, ni se descalabran ni se estrellan contra la pared. La música, ya debe suponerse que es de lo más rechinante que puede oírse; pero se divierten y ríen, y el lunes vuelven a trabajar: esto es lo que importa. En estas concurrencias noté mucha franqueza, sencillez y alegría.

También Fernando Sanmartín venía de Offenburg y de Baden-Baden cuando llegó a Friburgo, doscientos años después que Moratín. Pero a diferencia de aquel viajero ilustrado, él no fotografía la ciudad. Ni siquiera nos informa en Hacia la tormenta de si llegó o no a callejear por Friburgo. Prefiere autorretratarse en la estación, como un pasajero envuelto en la niebla de sus meditaciones:

Estoy sentado en un banco de la estación de Freiburg. El tiempo es un cazador al que nunca se le agotan los cartuchos. Miro alrededor. Hay personas que son un oasis. Las hay también que son una lata de conserva. O un sótano. Y me pregunto que cuánto hay en mí de oasis, de lata de conserva y de sótano.

Polvo alemán

Friburgo cuenta con una notabilísima cantidad de librerías de viejo, y uno, de haber sabido alemán, hubiera sido el hombre más feliz de la tierra yendo de librería en librería y tiro porque me toca. A pesar de no saber alemán, he ido igualmente de librería en librería, y aunque no se puede decir que haya llegado a sentirme el hombre más feliz de la tierra, sí puedo asegurar que he sido razonablemente feliz buscando libros en español en las librerías de viejo de Friburgo, es decir, buscando agujas de pajar en pajar.

Pretender encontrar libros en español en librerías de viejo alemanas no es una idea tan descabellada como en un principio pudiera parecer, sobre todo si tenemos presente que esas librerías están en una ciudad con una gran tradición y población universitarias.

Por otro lado, es muy probable que de no haber tenido la suerte de encontrar dos libros en español en la primera librería de viejo de Friburgo a la que entré, no me hubiera lanzado a la búsqueda de agujas españolas en pajares alemanes con tanto entusiasmo. Y otra cosa: nunca le hagan demasiado caso a un librero de viejo cuando este les diga, rotundamente, que no tiene tal o cual clase de libros. Un librero de viejo nunca sabe todo lo que tiene. Y si —cosa rara— lo sabe, es muy posible que le venza esa pereza infinita que les suele vencer a los libreros de viejo, y prefiera no hacer el esfuerzo de colgar el teléfono, levantarse de la silla y hurgar entre varios montones de libros. No vale un par de euros tan descomunal esfuerzo.

En la primera librería de viejo de Frigurgo en la que entré me esperaba una doble sorpresa, ya lo he dicho, dos libros en español. Uno, Los fantasmas de mi cerebro, de José María Gironella. Y otro, una antología comentada de los poemas de Fray Luis debida a Luys Santa Marina. Viendo aquellos dos libros pensé que en una librería de viejo española no les hubiera prestado la más mínima atención, que mi mirada hubiera saltado por encima de sus grises lomos a la velocidad del rayo. También pensé que me iba a poner las botas pescando pecios de la literatura franquista. Me las prometía, sí, muy felices. Compré solo uno de los dos libros, el de Gironella.

Nunca he sentido el menor interés por José María Gironella, ni por su obra ni por su persona, aunque sí seguí con algo de curiosidad, tampoco mucha, el revuelo que se organizó cuando a la hora de su muerte se descubrió que el autor del gran best-séller del franquismo, Los cipreses creen en Dios, vivía poco menos que en la miseria. Estoy convencido de que de haberme encontrado con ese libro en otras circunstancias ni siquiera me hubiera tomado la molestia de hojearlo. Y desde luego no me hubiera perdido una obra maestra de la literatura universal, pero sí un libro curioso. Porque curiosa, cuando menos, es la parte del libro, delirante y escabrosa, en la que Gironella recoge una selección del diario que llevaba cuando padeció una depresión brutal que lo convirtió en un muerto viviente. Esa parte, que es la parte central del libro, está envuelta en artículos de varia lección que, quién me lo iba a decir, se dejan leer con cierto gusto. Dentro del libro venía también una postal alemana, supongo que navideña, en la que se ve un paraje nevado. La postal ha dejado un recuadro amarillento impreso en una página. Dentro de ese recuadro, que tiene el color mortecino del tiempo, se lee:

Los alemanes fabricaron jabón con la grasa de los judíos. ¿Me lavaría yo con una pastilla de ese jabón? (Pienso y contesto: las manos, seguro que sí. El rostro, no lo sé.)

No hay que alarmarse. La operación a la inversa­ —la operación de nacer— es igualmente espeluznante. El hombre surge de jugos viscosos, más viscosos que el jabón.

Tuve que recorrer inútilmente tres librerías hasta encontrar de nuevo dos libros en español. Estaban en la calle, en una caja de madera, los dos juntos. Esta vez eran de autores sudamericanos: Neruda y Carpentier.

El libro de Neruda, sus memorias, no me interesaba nada, y lo mismo me daba habérmelo encontrado en Alemania que en Japón, así que ni lo toqué. Leí Confieso que he vivido de adolescente, como casi todo el mundo, y espero no tener que volver a leerlo nunca. Neruda es, sigue siendo, un gran poeta, aunque a veces le perdiera su facilidad. Pero su personaje resulta bastante repelente, por muchas caracolas y carteros con que nos lo quieran adornar.

El libro de Carpentier, que sí toqué, hojeé y sin dudarlo compré, es un atado de artículos escritos en París y publicados, a lo largo de la década de los cincuenta, en el periódico caraqueño El Nacional. La edición del libro, el tercer tomo de una trilogía, es cubana, y su título (por no hablar del prólogo) no puede ser más horripilante: Letra y solfa. Literatura. Poética. Son todos artículos literarios, en los que Carpentier deja correr sus caudalosas lecturas. Tenía un paladar literario exquisito y nada prejuiciado este hombre, y aunque uno no siempre esté de acuerdo con él, es imposible no rendirse ante su profundo conocimiento del oficio de escribir. En uno de los artículos, en el que comenta la traducción al francés de la Correspondencia de Chejov, cita unas líneas del gran escritor ruso que contienen, comprimida, una lección magistral de literatura:

La literatura nada tiene que demostrar, nada tiene que probar, nada tiene que resolver. Su papel es el de plantear. Si ha planteado algo… ya cumplió su misión primordial.

Sigo recorriendo librerías y saliendo de ellas con las manos vacías o más bien llenas de polvo, hasta que descubro una auténtica cueva, eso sí, atiborrada de libros. El librero es japonés. Está hablando en japonés por teléfono, así que aguardo a que cuelgue para preguntarle si tiene libros en español o en inglés o en francés. De muy malos modos me responde que no, que todos los libros son alemanes. Como si no hubiera oído nada, me dedico a huro­near entre los gigantescos montones de libros hasta que, increíblemente, aparece uno escrito en español. Es como un premio de consolación: Panorama de la literatura alemana (el título, cómo no, está en letras góticas), de Editorial Sudamericana. Contento, victorioso, voy a pagarlo. El japonés sigue hablando en japonés —y a gritos— por teléfono, y, sin dejar de gritar, coge la moneda que le tiendo. Le pregunto si puedo hacerle una foto. Con un gesto me da permiso para que haga lo que me dé la gana.

Creo que ya he tragado suficiente polvo alemán, y que me he ganado con creces una buena cerveza. Pero no puedo resistirme a entrar en una última librería de viejo. En un rincón, sobre el frío suelo, están apilados los libros no alemanes. Ninguno en español. ¿Ninguno? Hay una antología de poemas de Juan Ramón Jiménez traducidos al francés… en edición bilingüe. El librero no puede entender a qué se debe mi cara de felicidad cuando le llevo el librito para que me lo cobre. Me mira, mira el libro y se encoge de hombros.

Entro en la primera cervecería que sale a mi encuentro. Pido una cerveza. Grande. Voy al lavabo. Abro el grifo. Mis manos parecen las manos de un mecánico o de un deshollinador, pero son las manos de un cazador de libros viejos. Mientras las enjabono, pienso que si hubiera recorrido en cualquier ciudad española una cuarta parte de las librerías de viejo que he recorrido en Friburgo para llenar mi mochila con tan magra captura, me sentiría un idiota. Nadie puede evitar, sin embargo, que ahora me sienta todo un campeón. Y salgo del lavabo cantando:

¡Esta es mi vida, la de arriba,

la de la pura brisa,

la del pájaro último,

la de las cimas de oro de lo oscuro!

¡Esta es mi libertad, oler la rosa,

cortar el agua fría con mi mano loca,

desnudar la arboleda,

cogerle al sol su luz eterna!


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